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La insignia
9 de octubre del 2005


Manuel Sacristán (1925-1985)

Inteligencia y vida en Manuel Sacristán


Llorenç Sagalés Cisquella
La Insignia*. España, octubre del 2005.



Entre Manuel Sacristán y la mayor parte de los filósofos de su tiempo hay una diferencia parecida a la de los primeros autores cristianos con los sabios gnósticos del s. II d.C. Ireneo de Lyon, en medio de la crisis helenista de la segunda mitad de ese siglo, observa que mientras las opiniones gnósticas no imponen correr riesgos a los que las promueven, la confesión de fe cristiana no duda en dar la vida por la verdad. Con mordiente ironía, Ireneo dice de los gnósticos que "el verdadero martirio (o testimonio) es su doctrina" (Adversus Haereses IV, 33, 9). Pero ésta no molesta lo bastante a los hombres como para que lleve al martirio a quien la inventa.

Si se examina el estilo de la mayor parte de los panfletos y materiales de Sacristán, una mirada sin prejuicios se ve inmediatamente sorprendida por la imposibilidad de dividir radicalmente sus escritos en dos grupos: los que se ocupan de ciencia y los que tratan de vida moral. Cuando Sacristán habla con sus adversarios, no lo hace en una especie de vestíbulo de la filosofía, sino en su cámara más íntima. No puede responder más que con la plenitud y la profundidad de su filosofar, entendido como un saber manifestado en la vida, una forma de vivir. No adopta, para hablar hacia "fuera" (con los enfoques heideggeriano y neopositivista, con filósofos académicos o con comisarios de policía), una actitud distinta de la que adopta cuando habla hacia "dentro" (con obreros de las fábricas, con el comité del partido, o con comunistas compañeros de viaje), aun cuando acaso tenga que explicar para fuera ciertas cosas que dentro ya están claras. Y cuando explica dentro una actitud moral lo hace exclusivamente mediante una rigurosa exposición racional, tan incómoda -aunque liberadora- para amigos como para enemigos.

Se puede establecer una diferencia entre sus notas editoriales sobre las Obras de Marx y Engels y sus reseñas de conceptos y de autores en artículos para enciclopedias, por ejemplo. Y ver cómo en las primeras predomina el interés científico, mientras en las segundas es mayor el interés divulgativo y pedagógico. Sin embargo, para el que vea las cosas con hondura, la diferencia apenas es perceptible. En ambas formas trata Sacristán de exponer lo real-olvidado, que es siempre para él, tan vulnerable ante la concreta miseria humana, al mismo tiempo razón y revolución, manifestación viviente de la teoría en la práctica, del saber en el obrar. Naturalmente, se puede reunir un cierto número de escritos suyos y coleccionarlos bajo el título de "ética" o vida moral, dado que tienen una orientación más bien práctica. Pero de igual modo que los textos más de circunstancias se sostienen tanto por buenos datos como por una sólida argumentación, así también los escritos más científicos de sus mejores conferencias (como El trabajo científico en Marx y su noción de ciencia) están invisiblemente empapados de sensibilidad por los humillados y ofendidos.

Es que Sacristán, tan lejos de cualquier fe gremial, es portador de un rasgo clásico de la patrística cristiana: la unidad personal de saber y vida. Hasta el punto de que es difícil encontrar algún pensamiento o verdad real de sus análisis que no deba ser a la vez encarnada o falsada en una acción. Y viceversa, su práctica vital no renuncia por el esfuerzo conceptual a entender todo lo que le acontece, ni que sea siempre de forma provisional. Su trabajo intelectual es un acto que, en última instancia, se encuentra al servicio de la práctica emancipatoria, y que recibe su medida, su "tanto cuanto", de esta práctica, la cual fecunda la inteligencia. "La miseria absolutamente agobiante que no se puede legitimar, que ya no se puede edulcorar" (Marx), es el peso equilibrador que se opone a toda síntesis meramente especulativa y que da a Sacristán la medida del valor de su pensar. Lo que sea realmente apto para iluminar este sufrimiento, lo que en cualquier sentido pueda hacerlo más aprehensible vitalmente, eso será no sólo pensamiento exacto, sino también útil y verdadero en el sentido más hondo. Lo que aleja de este centro doloroso y de la práctica liberadora -aunque esté deducido de manera completamente lógica-, lo que de algún modo conduce a la periferia, lo que sólo sirve a la curiosidad o a la vanidad humana, todo eso revela ser un pensamiento internamente vacío, gnóstico, fútil, vano ejercicio de esgrima, aun con toda su rectitud lógica.

El pensar de Sacristán ha sido fecundado por el fracaso que late en su vida -por lo demás, en toda vida humana intensa-. El rechazo y la resistencia que ese centro y esa práctica han encontrado en el mundo académico, político e intelectual, y la acogida -aunque dolorosa- de ese fracaso por él mismo, han entregado al pensar de Sacristán una finura y una agudeza tan bellas como inquietantes, a la vez que le exorcizaban de cualquier atisbo de rigorismo moral. Pero además han permitido a Sacristán sobrevolar dos tentaciones de su tiempo: el saber "cientificista", no gratuito pero sí perfectamente superfluo, de pretendida neutralidad axiológica, pero cargado de compromiso con el mundo burgués que lo sostiene; y el saber "edificante" o afectivo, lleno de la moralina de los nuevos clérigos civiles que predican a sus mundanos fieles lo que éstos desean oír, y que al ir progresivamente perdiendo contenido, sucumbe no raras veces a una unción falsa. Al evitar disgregarse en un objetivismo aséptico sin respeto y un romanticismo ajeno a la realidad, Sacristán se ha ido configurando como una personalidad total: lo que enseña lo vive, con una unidad tan directa, por no decir ingenua, que no conoce el dualismo entre la inteligencia y la vida, entre razón teórica y razón práctica, entre Apolo y Dionisos, entre lo producido (el fruto del poiein) y lo actuado (el fruto del prassein). La sonrisa de Sacristán, tan cercana a la de Máximo el Confesor, Gramsci o Gandhi y tan alejada de la mirada dominadora de los sabios estoicos, nace no tanto de la adquisición de virtudes como de la pérdida de seguridades. Y la libertad y autoridad de su vida unificada (monotrópica, que dirían los monjes sirios del s. IV) no brotan tampoco de la conquista de algún ideal de impasibilidad, sino más bien del empobrecimiento recibido, no buscado pero aceptado, de la dramática cotidiana.

Esta unidad tan sencillamente buscada en una época de descomposición cultural como la nuestra, en que las sofísticas pululan en los escombros metafísicos de un mundo en crisis, es lo que le ha dado a Sacristán un influjo duradero. Pues quien se le aproxima, percibe de inmediato en su vida una manifestación directa de su pensar y, por tal motivo, recibe como creíble la rectitud de sus propuestas o formulaciones. Y es esa unidad anhelada, en fin, la que le ha dado también a Sacristán, frente a tantas perversiones de la verdad, la certeza de que no se apartaba demasiado de los criterios del buen conocimiento de lo real.

Como si fuera un alumno de la escuela de Barbiana, Sacristán ha intentado "entender a los demás y hacerse entender", con el insensato fin último de "dedicarse al prójimo". Al hacerlo, ha ido dibujando con su unidad de inteligencia y vida, una pequeña obra de arte que no subyuga sino que otorga libertad. Lo menos que se puede decir de ella es aquello que el "cura incómodo" Lorenzo Milani decía del sentido de toda forma artística en "Carta a una maestra", y que tanto fascinó a su admirado Pasolini: "una mano tendida al enemigo para que cambie".


Publicado originalmente en la revista mensual El Viejo Topo. España, 2005.



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