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La insignia
30 de noviembre del 2005


Los anexos del miedo


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, noviembre del 2005.


Va el chaval y coge el lápiz y se pone a hacer rayajos. No importa cuándo, pero pronto, y en algún momento comprende que hasta la búsqueda de una firma se encuentra sometida a desigualdades de principio. No es lo mismo un nombre que empieza por h que uno que empieza por t, no tienen las mismas posibilidades, no es igual andar por el mundo con dos apellidos que con la soledad de uno solo, y tampoco lo es vivir bajo la suerte de una tilde, en los idiomas con la suerte de tener tildes, que en un universo llano.

Se trata de elegir, y no cualquier cosa. La comunión de estética y ética se presenta muy pocas veces con colores tan fácilmente distinguibles, incluso para esa inmensa mayoría de daltónicos. Porque hay una primera vez para una primera firma. Y una primera vez para una segunda firma. Y otra para una tercera. Y así sucesivamente. En algún momento hay que elegir, discriminar, decidir lo que se quiere comunicar con un puñado de símbolos, un par de trazos, y en casos más vanidosos o perfeccionistas o dedicados al detalle, dilucidar lo que interpretarán los demás -pero qué demás- para lograr la cuadratura del círculo, que todos vean lo que el autor desea.

Una vez tomada la decisión, ésta se hunde en el olvido y sólo queda la reiterada e inacabable ejecución en cartas, facturas, fotografías, tarjetas. La voluntad es entonces rutina y capricho, los de la máquina que llamamos mano. Y si antes aparecían estética y ética en magnífico concubinato, ahora empiezan las bofetadas: la imagen, las personalidades adquiridas, sometidas a la ley general de la acción y el movimiento, la acción y el movimiento, golpes de muñeca sin más huella que alguna mancha de tinta en los manteles. Eso es la identidad. Símbolos que dependen de una mano que sigue la decisión olvidada de un imitador que fue.

El juego no tiene ningún secreto. Además, una firma sólo es una firma. Una convención bastante arcaica de reconocimiento. Una personalización de nivel cero, casi infantil. Ya. Sólo hay que sacar de nuevo el lápiz e inventar otra; incluso cabe la opción de hacerlo a partir de una base tan diferente como un nombre distinto, un seudónimo. Sin embargo, ni eso está al alcance de cualquiera. Un trabajador no puede salir del tajo con un nombre y volver con otro; no puede despedirse como Pepe García López y volver como José García-López y un segundo apellido sacado, por ejemplo, de Los siete contra Tebas. Exceptuadas sus relaciones con amantes secretas y los anónimos enviados de forma subrepticia, no puede cambiar de nombre sin cambiar de vida y no puede cambiar de vida sin dar pasos que se encuentran lejos de su capacidad adquisitiva y de sus registros culturales.

Eso se llama alienación. También se llama otras cosas, pero hoy ando de rebajas y vuelvo, cachorro de mi tiempo, a la vereda:

En el papel del chaval buscafirmas, hay espacios que no puede imaginar. Es demasiado joven. Páginas y páginas de cláusulas y excepciones escritas en letra invisible donde se desglosan los peligros de andar cambiando de firma, desde intranscendencias como el trasiego de documentos oficiales hasta vértigos que los más sólo viven en la ficción de una novela, en ensoñaciones, en el cine, y los menos, por atrevimiento o inconsciencia, en el descenso a otro abismo. Son los anexos del miedo. Su función, recordar a los caminantes que atreverse a ser -cuando las circunstancias lo permiten- puede salir muy caro. A fin de cuentas, una firma no es una firma ni una máscara, no tiene nada que ver con la identidad que emborracha a los idiotas: es una expresión de autenticidad para demarcaciones de propiedad, responsabilidades y contratos. Capicci?


Posdata: La semana pasada, el colectivo Hetaira tuvo que salir a las calles de Madrid para exigir la legalización de la prostitución. Todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay quien se opone al elemental derecho de ejercer un oficio en condiciones dignas con el argumento de que vender placer físico es un atentado contra la dignidad. Por lo visto, se puede vender el tiempo, el trabajo, la vida, la personalidad, la firma, todo, pero de ninguna manera abrirse de piernas o chupar un coño por dinero. Cuánto mal nacido, cuánto cabrón, cuánto Ramonet. Legalización, ya.

Madrid, noviembre del 2005.



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