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La insignia
18 de noviembre del 2005


La visión atea de Cristo: Pasolini y Buñuel (I)


Giaime Pala
La Insignia. España, noviembre del 2005.



La contrahistoria más grande jamás contada

En el principio fue Dios.... luego vino su interpretación. A Ludwig Feuerbach se le atribuía la frase según la cual el primer hombre que declaró tener fe en un Ser superior, en un "Dios", fue también el iniciador de la milenaria historia del pensamiento ateo por provocar la primera respuesta a esta creencia. Porque el ateismo es antiguo como el pensamiento religioso y, al igual que éste, arrastra un legado ancestral de reflexiones y vigor dialéctico.

Desde la antigua Grecia (Diágora de Melo y Teodoro de Cirene), pasando por el romano Lucrecio, los humanistas italianos, los ilustrados y los clásicos contemporáneos del pensamiento ateo, la literatura no creyente ha venido dilucidando lo místico como problema, misterio, certeza, duda, negación o experiencia. Porque si con la Iglesia se topa, con el sentimiento de lo trascendente se convive, y esto lo saben todos los ateos del mundo que hayan cavilado acerca de lo espiritual alguna vez en su vida o meditado sobre la significación de la Biblia, el Texto por antonomasia, el pedestal de la cultura judeocristiana sobre la que, quiérase o no, se erige nuestra cultura.

Y si el arte es la quintaesencia destilada de lo material y cultural de una sociedad, el cine es el ojo que aferra la imagen para articular el pasado y el presente, ofreciendo una (re)interpretación del mundo.

Estas líneas tratarán de la visión cinematográfica de Cristo ofrecida por dos ateos confesos y empedernidos, Pier Paolo Pasolini y Luis Buñuel. Dos hombres vivos y sumergidos en el tiempo que les tocó vivir, cuyas películas -concretamente El Evangelio según San Mateo (1964) y La Vía Lactea (1969)- enlazan con la tradición erudita del ateísmo desde distintas posiciones humanas, políticas e históricas. Dos hijos del violento y pasionario siglo XX, dos apóstoles de la cultura entendida como compromiso y emancipación cuyas visiones de Cristo tan diversas, aún partiendo del mismo tronco ideológico, nos muestran de forma clarividente la concepción dual que del cristianismo siempre tuvieron los ateos: de diálogo y de rechazo. Si hemos escogido estos dos cineastas es por representar respectivamente estas dos visiones y haberlas sabido trasladar a la pantalla con toda su visceralidad y alma.


Pasolini, o de la religiosidad del ateismo

Cuando se habla de El Evangelio según San Mateo conviene despejar el terreno de un posible error de enfoque; contrariamente a cuanto afirman muchos críticos, nos hallamos ante la obra más respetada y obsequiada de un director cuya figura ha entrado, en la última convulsa y atormentada década, en el parnaso cinematográfico de los directores obedecidos del que fue un día uno de los templos sagrados del cine mundial: el italiano.

De eso se trata, del ingreso forzado en la Academia del Saber del intelectual antiacadémico por excelencia, después -qué duda cabía- de haberse silenciado o, en el mejor de los casos, edulcorado sus mensajes incendiarios. Triste es la rehabilitación descafeinada del provocador de las personas "de bien", así como triste, por no deseada, es la feliz suerte póstuma del último gran fustigador del filisteísmo y de la mala conciencia cerrilmente culpable de una parte de esa generación, la del sesenta y ocho, en cuyos ojos el intelectual friulano veía "stessa rabbia che agita i vostri padri". Aquella parte que después de haber encolerizado a sus padres no sólo no supo "matarlos" sino que recogió su legado para tornarlo, si cabe, más chato y cicatero que nunca, propiciando una vuelta al orden de lo más estricto. Un status quo contra el que Pasolini no cejó nunca no ya de atacar, sino de vaciar de contenidos y revelar sus lados más oscuros e iracundos.

Estas consideraciones surgen a los treinta años de la muerte del cineasta y de las incógnitas sobre los homenajes y estudios que les están deparando sus otrora denigrantes, hoy convertidos en entusiastas albaceas.

Pasolini siempre fue un ateo convencido pero nunca furibundo, obcecado y "militante", como él mismo reconoció "no he tenido formación religiosa. Mi padre no creía en Dios. Si el domingo iba a misa, sólo era por respeto a una institución garantizadora del orden social (...) Yo no he sufrido ninguna presión religiosa, ni he sido condicionado por ninguna educación católica (1)". Como afirmaba Calvino, el anticlericalismo guerrillero y el ateismo combatiente sólo son productos de la presión moral e intelectual de la Iglesia cristiana que se incuban en las mentes de quienes la padecieron. El ateísmo del primer Pasolini, el de los años cincuenta, era fruto de una elección libre de vida que miraba al catolicismo oficial italiano como una fuente perpetua de conformismo y supeditación para su referente político y humano, el campesinado. Sin embargo, los versos de Le ceneri di Gramsci (2) y L'usignolo della Chiesa Cattolica (3) traslucen una crítica dirigida más a la izquierda tradicional que no a la Iglesia católica, por dejar abandonados, en aras de un obrerismo totalizador, a esas masas rurales que se agarraban al discurso religioso al verse desbordados por una realidad cambiante e insegura. Son versos anticatólicos, como reconocía el mismo poeta y cineasta, pero no anticlericales. El Pasolini de la década de los cincuenta es un intelectual que no critica abiertamente la Iglesia, sino que le da la espalda, la ningunea por considerarla irredimible y secularmente enquistada en planteamientos medievales. De lo único que se trataba era de arrebatarle su capilar hegemonía social, excluyendo de antemano, por imposible, cualquier tipo de diálogo.

Sin embargo, el tiempo todo lo cambia, hasta las posiciones de la Iglesia católica: la convocatoria del Concilio Vaticano II trajo nuevos aires no sólo a los creyentes de a pie, sino a la misma cúpula y a los sectores agnósticos y ateos de todo el mundo. La presencia en el Vaticano de un Papa, Juan XXIII, lo suficientemente ducho en asuntos de este mundo como para propiciar una apertura en el mundo católico, impactó hondamente a los intelectuales como Pasolini, provocando en ellos una reformulación de sus principios e ideas establecidas. En cierto modo, fue la Iglesia que se acercó a ellos y no lo contrario, a través de cierta democratización de sus estructuras y, sobre todo, mediante la acción de algunos sectores del clero y de los cristianos de base cuya reinterpretación del Evangelio en clave progresista modificó una institución hasta entonces enquistada en sus certezas absolutas e indisputables.

Pasolini, hombre imbuido del mundo en el que vivía y reacio a esquivar los grandes debates de su tiempo, después de realizar Accattone (1961), Mamma Roma (1962) y La Ricotta (1963), decidió asumir el reto de materializar en una película la vida de Jesús. Un filme que surgía de esa insistente búsqueda laica de lo mítico y de lo épico que impregnaba toda su anterior producción intelectual, cuya convergencia hacia Cristo -en las intenciones del cineasta- iba a coronar su personal cantar de gesta proletario.

A quien hablaba de conversión y cristianización, Pasolini contestaba: "Algunos han visto en este film una obra de militante cristiano, cosa que yo verdaderamente no comprendo (...) Yo no creo en la divinidad de Cristo (...) Lo lamento, no creo en ella (4)". Su visión cinematográfica debía ser fiel a la historia contada por Mateo: "Mi idea es ésta: seguir punto por punto el evangelio según San Mateo, sin hacer de él un guión o una redacción. Traducirlo fielmente a imágenes, sin ninguna omisión o añadido al relato. También los diálogos deberían ser rigurosamente los de San Mateo (5)".

De la puesta en escena e interpretaciones de los actores, y de la relación de éstas con el texto de San Mateo, brotaría la particular visión pasoliniana de Cristo.


Notas

(1) Jean Duflot, Conversaciones con Pier Paolo Pasolini, Barcelona, 1970, pág. 23.
(2) Pier Paolo Pasolini, Le ceneri di Gramsci, Milán, 1958.
(3) Pier Paolo Pasolini, L'usignolo della Chiesa Cattolica, Milán, 1958.
(4) Jean Duflot, Conversaciones..., pág. 25.
(5) Carta de Pasolini dirigida a Lucio Caruso, en Nico Naldini, Pier Paolo Pasolini, Barcelona, pág. 244.



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