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La insignia
26 de marzo del 2005


A fuego lento

El sábado de gloria y el testamento de Judas


Mario Roberto Morales
La Insignia*. Guatemala, marzo del 2005.


Cuando la procesión de la Virgen pasaba frente a la farmacia de mi padre, los empleados lanzaban paquetes encendidos de petardos para que estallaran en el aire. Mi madre se enojaba con él y le decía que no debía ser parte de aquel "salvajismo". Yo sabía que él lo hacía por estrictas razones comerciales y de relaciones públicas para con su clientela. La cantidad de dinero que gastaban en pólvora los chinos de las tiendas de la Calle Real contrastaba con el tímido estruendo que provocaban los empleados de mi padre con los escasos paquetes que encendían y lanzaban al aire. Lo bueno era que nuestra débil contribución a la festividad se perdía en el estallido sin tregua de la cohetería de los demás.

Yo miraba pasar la procesión desde la puerta del zaguán de la casa. Me impresionaba la expresión dolorosa de la Virgen entre la bruma de la pólvora, la solemnidad de la banda de músicos tocando sus marchas rebosantes de metales, y también los adustos rostros de los cucuruchos levantando los cables del alumbrado público con larguísimas estacas para que el brillante halo de la Virgen no fuera a tocarlos. Toda la Semana Santa estaba hecha de largos días de un calor sofocante que desesperaba a mi madre y que la hacía invocar el recuerdo de mi abuelo y de su anticlericalismo español. La herencia ideológica del abuelo en mi madre me hizo pendular desde la más lacrimosa piedad de algunos católicos del pueblo, hasta los duros calificativos que el intolerante librepensador baturro les había encasquetado a los creyentes ("idólatras fanáticos") y a las imágenes barrocas de santos y vírgenes coloniales ("horribles leños ensangrentados") que poblaban las iglesias y las procesiones conmoviendo la sensiblería popular.

Poco a poco íbamos llegando al Viernes Santo, un día ominoso en el que la gente caminaba de negro por la calle con gesto de consternación. Se prohibía comer carne. También bañarse, porque se decía que a quien lo hiciera le saldría cola de pez. Eso se acabó un día en que un cura párroco belga se lanzó a la piscina del balneario Lo de Batres en plena mañana del viernes en que Cristo fue crucificado. Mis amigos y yo mirábamos nostálgicos el agua de la piscina y ni siquiera esperamos a que el padre terminara de hacer sus ejercicios para lanzarnos a chapotear entre grandes risotadas. Por la tarde y la noche, el Jesús Sepultado recorría las calles, y las mujeres lloraban a su paso. Mi madre renegaba de "la estupidez de los idólatras" dentro de la casa, mientras mi padre recetaba, inyectaba, preparaba pomadas en sus enormes morteros blancos y despachaba medicinas en el mostrador de la farmacia.

Toda la apacible tensión de la Semana Santa -salpicada de festividades paganas que celebraban los indígenas en sus cofradías y que acababan siempre en borracheras colectivas y en familias enteras dormidas sobre el empedrado caliente de las calles- llegaba a su fin el Sábado de Gloria, cuando los niños corrían por las calles arrastrando y destrozando con saña los peleles que representaban a Judas y que habían permanecido sentados en azoteas y balcones desde el inicio de la cuaresma. Antes de su cruel ejecución, los jóvenes del pueblo leían en el quiosco del parque el testamento del traidor, quien dejaba sus más impensables haberes a las personas conocidas y respetables de la localidad, provocando las carcajadas de los adultos, que luego tiraban el muñeco a la multitud de chiquillos para que lo destruyeran como mejor pudieran hacerlo. Ir al parque a escuchar el testamento de Judas la mañana del Sábado de Gloria era un ritual obligado de los ladinos del pueblo, quienes se cuidaban de mezclarse con la indiada que serpenteaba borracha por las calles y se sentaba de vez en cuando para brindar en familia sobre las aceras mugrosas, con sus machetes al cinto y sus niños fajados a la espalda.

El Domingo de Resurrección me impresionaba la procesión que recorría el pueblo con una solitaria cruz ensangrentada y una túnica blanca pendiente de ella, además de unos clavos y un martillo colocados al pie del instrumento de tortura. La ausencia del Cristo me perturbaba. Más tarde, cuando llegué a la adolescencia, me intrigó que toda aquella festividad se centrara en la muerte y no en la resurrección del héroe religioso. ¿Por qué conmemorar más su muerte que su resurrección, si esta hazaña (o milagro) era lo más portentoso que uno podía imaginarse? Hasta la fecha, cuando me lo pregunto, me doy respuestas cada vez más complicadas.

Dicen que sólo la Semana Santa andaluza se compara con la guatemalteca. Eso, quizá sea una exageración de esas que inventa la industria turística. De lo que puedo dar fe es de que en mi país esa semana pesa. La densidad de los aromas y las texturas del incienso, el corozo y la pólvora, enrarecen la atmósfera marcando con su tenso dramatismo el impresionante espectáculo de los cucuruchos pisoteando las primorosas alfombras de serrines coloridos que se adhieren brillantes a los empedrados de las calles, mientras cargan inmensas andas multitudinarias para luego quedar botados en los atrios y los parques, borrachos de alcohol y de fe, de piedad y redención, de dicha y gozo por la expiación y el perdón de los pecados, y por la gloria inmarcesible de la vida perdurable, amén.

Comprenderá el lector que jamás pude hacerme católico ni abrazar religiosidad alguna. Ese, entre muchos otros, es uno de los invaluables legados que a través de mi madre me dejó mi abuelo asturiano, nacido en Oviedo, emigrado a México y enterrado en Guatemala. No obstante, la Semana Santa me pesa en el ánimo. Lo único que recuerdo con alegría son los sábados de gloria y los judas siendo desmembrados por los niños desarrapados del pueblo, a quienes yo miraba desde detrás de la baranda de mi casa, debidamente a salvo de la agitación del populacho, de sus entusiasmos y dolores, mientras mi madre me repetía al oído que el abuelo afirmaba que, como había sentenciado Martí, "mientras no se eche a andar al indio no se echará a andar la América". Quizás por todo esto fue que nunca pude conjugar la teología de la liberación con la lucha revolucionaria durante los 25 años que anduve metido en la guerrilla de mi país. Aunque no soy un anticlerical de odios gitanos, debo confesar que el otro legado de mi abuelo que me transmitió mi madre, su antimilitarismo feroz, sí me contaminó durante años aunque no fue obstáculo para que cayera en la vorágine de violencia revolucionaria que caracterizó a mi generación y que en muchos aspectos le envenenó el alma y le truncó la lucidez (en algunos casos, para siempre).

Me siguen gustando el Sábado de Gloria y el Domingo de Resurrección. No así el resto de la Semana Santa. Tampoco las iglesias ni los cuarteles, sin importar su denominación. Qué le voy a hacer. "Infancia es destino". Por eso hoy evoco a los judas sentados en pose perezosa sobre azoteas y balcones, y mañana evocaré la desconcertante ausencia del mártir en la cruz vacía, su vaporosa evanescencia que, según me explicaban con gravedad de susto las monjas y los curas del colegio parroquial, lo eleva al cielo para sentarlo a la diestra de Dios Padre, a fin de que desde allí pueda regocijarse viendo a los niños pobres del pueblo jugar felices con los aguados peleles que poco a poco pierden sus manos, sus pies, sus ojos y sus raídas vestimentas.

Gracias a la gloria de la resurrección, la fe nacía en los corazones de los adultos. Gracias a la traición de Judas, la alegría de los niños desbordaba las calles del pueblo en las soleadas mañanas de los sábados de gloria. Tanto entonces como ahora, no me perturba para nada la contradicción. Qué va. Cuando recuerdo que mi madre reía de buena gana con todo el pueblo cuando íbamos al quiosco del parque a escuchar el testamento de Judas y éste le dejaba a mi padre alguno de sus ridículos bienes, todas las piezas del caos caen en su respectivo lugar y esa prometida "paz que sobrepasa todo entendimiento" se apodera por completo de mí, haciéndome creer que absolutamente todo ha valido la pena y que nada tuvo por qué haber sido distinto.


(*) También publicado en A fuego lento



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