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La insignia
24 de junio del 2005


Reflexiones peruanas (XLVIII)

¿Derecho a ser violentos?


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, junio del 2005.


Danny Aguilar, de 19 años, llegó a Lima hace algunos días para iniciar una serie de trámites ante el consulado de España, con la intención de reunirse con sus hermanos en Madrid. Aunque según las cifras económicas su departamento crece aceleradamente, este crecimiento no modifica situaciones de injusticia. Danny no podía creer que en Lima un conserje gane el sueldo mínimo de 460 soles, porque en su ciudad no reciben ni la mitad.

No podía tampoco imaginar que su presencia, junto con las otras cuatrocientas personas que cada noche pernoctan en una larga fila en las inmediaciones del consulado, generaría rechazo e indignación a los residentes de dicha zona de San Isidro. Ellos han advertido al embajador y al cónsul, en un pronunciamiento publicado el pasado domingo, que si no desaparece dicha fila, "tomarán medidas de fuerza".

En los últimos meses, distintos grupos de vecinos de San Isidro han protestado contra perturbaciones a su tranquilidad, desde el establecimiento de la franquicia Hooters en la calle Libertadores, hasta la aparición de nidos, enfrentados con carteles hostiles de bastante mal gusto: "No arriesgue la vida de sus hijos".

Al otro lado del espectro social, miles de campesinos también denuncian, protestan o se pronuncian ante las actividades de algunas empresas. Solamente, que los perjuicios son mayores que una fila de personas de piel oscura cerca de casa. La semana pasada, por ejemplo, el Poder Judicial, después de cinco años, por fin sentenció a Maple Gas a pagar 20.000 soles de reparación a las familias de Raúl Ricota y Milton Mosombite, dos pescadores que murieron intoxicados por un derrame de soda cáustica en una quebrada de Ucayali.

Simultáneamente, muchos campesinos de Lambayeque se encuentran preocupados porque los ríos fundamentales para sus cultivos podrían quedar contaminados por acción de las empresas mineras en Cajamarca. A orillas del Marañón, muchos ribereños señalan que todavía la pesca no ha recuperado el nivel que tenía antes del derrame de petróleo de Pluspetrol en el año 2000. Hace pocas semanas, nuevamente Pluspetrol fue multada por un hecho similar. Casos como éstos, para no hablar de Choropampa o el plomo en la sangre de los niños de La Oroya, revelan que los daños irreversibles para la salud y la vida son con frecuencia una realidad.

Regresando a San Isidro, pensemos por un momento qué sucedería si los vecinos afectados decidieran unirse para defender sus derechos con otras víctimas de alcaldes arbitrarios o prácticas privadas prepotentes, si formaran una organización que unificara los reclamos vecinales, brindara asesoría legal y técnica y programara encuentros y talleres para diseñar estrategias comunes. Probablemente, este proceso sería saludado por los medios de comunicación limeños y la opinión pública como un camino hacia la verdadera democracia. Sin embargo, cuando organizaciones similares aparecen entre campesinos y nativos, son catalogadas como fruto de intereses políticos e inclusive vinculadas a grupos subversivos.

Así como sería absurdo considerar a quienes protestan en San Isidro como xenófobos u opuestos a la inversión privada, tampoco pueden catalogarse de esta forma a los habitantes de otros lugares. Hace dos años los mismos arequipeños que se alzaron contra la privatización de las empresas eléctricas, acudieron a la inauguración de la tienda de Saga Falabella, con tanta avidez consumista, que debió impedirse el ingreso de más compradores, porque existía riesgo de asfixia.

Frente a las empresas mineras, los nidos o Hooters, lo más importante sería que el Estado aprendiera a prevenir conflictos. Una regulación adecuada que ponga al ser humano por encima de los intereses privados no es mucho pedir. De hecho, es la garantía por la cual en muchos lugares de San Isidro, Miraflores o Surco es posible descansar sin el bullicio que atormenta a los habitantes de otros lugares.

Ahora bien, es preocupante que los vecinos de San Isidro asuman que ellos sí pueden llevar a cabo medidas de fuerza. Acaso estén seguros que ningún policía se atreverá a lanzarles bombas lacrimógenas ni al aire... ni al cuerpo, como ocurría en los tiempos de Fernando Rospigliosi como ministro del Interior. Lamentablemente, tienen como antecedente la impunidad con que otras personas de clase alta saquearon e incendiaron varias instalaciones en las playas del sur, la noche de Año Nuevo.

Lo más terrible sería que las acciones violentas se realizaran contra quienes hacen cola durante la noche, a la intemperie. En una sociedad más solidaria, acaso los vecinos se habrían organizado para proporcionarles termos con agua caliente o frazadas. Acá, confiamos en que no tengamos el espectáculo de peruanos pobres agredidos por peruanos privilegiados. Si esto se produjera, sólo les daría la razón a quienes como Danny Aguilar, anhelan que llegue el momento de salir del Perú.



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