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La insignia
12 de junio del 2005


Perú

¡Cumpla la pena en su casa!


Ronald Gamarra Herrera
Justicia Viva. Perú, junio del 2005.


En 1991 el Código Procesal Penal introdujo la figura del arresto domiciliario como una de las medidas cautelares posibles de imponer al procesado en los supuestos en los que no fuera necesario su internamiento en una cárcel pública. Claro que, durante toda la década pasada, la judicatura se mostró renuente a su utilización. Sólo a partir del inicio de los procesos contra la corrupción fujimontesinista, y en un evidente giro, algunos magistrados empezaron a considerarla, primero, y a imponerla con cierta constancia, después. El boom de la aplicación por parte de la justicia anticorrupción (alrededor de 100) facilitó finalmente su empleo por magistrados que tramitaban causas penales de otra especie.

Nadie discute la necesidad de contar con una medida cautelar que, prudente e imparcialmente impuesta en los casos que efectivamente corresponde, permitiría al procesado concurrir al juicio sin estar en prisión, pero limitado en su libertad ambulatoria.

Sí es inaceptable, en cambio, que su aplicación responda a criterios extralegales, se desvirtúe su naturaleza y se pretenda equiparar sus condiciones y efectos a los de la detención provisional, es decir, que se diga que el procesado que permanece en su casa, cómodo y abrigado, al lado de su familia (piscina y ron) y quizá disfrutando el dinero robado al Estado, comparte la misma situación que aquél que ha dado con sus huesos en la chirona, y que, por lo mismo, tanto el tiempo del arresto domiciliario como el de la detención preventiva deben computarse para efectos de descontar la pena impuesta en la sentencia condenatoria.

Por supuesto, los procesados por corrupción han tratado de que sea así. Y hasta ahora no lo habían conseguido.

Digo "hasta ahora" porque, con fecha 2 de junio, la Comisión de Justicia y Derechos Humanos aprobó el dictamen favorable sustitutorio del Proyecto de Ley Nº 12952/2004-CR, que propone modificar el artículo 47 del Código Penal, a fin de considerar el arresto domiciliario en el cómputo de la pena privativa de libertad; y el 8 de junio, el Pleno del Congreso, sin un solo voto en contra, hizo lo propio.

A nuestro entender, el arresto domiciliario, como la prohibición de comunicarse con otras personas y la de no ausentarse de la localidad, no deben abonarse para el cómputo de la pena impuesta en la sentencia, toda vez que ninguna de ellas limita o afecta la libertad ambulatoria del mismo modo y con la misma intensidad que la detención preventiva ni, ciertamente, la pena privativa de libertad.

No obstante, el texto aprobado promueve equívocamente la identificación de la detención provisional con el arresto domiciliario; contradice el principio de proporcionalidad, pues dispensa el mismo trato a quienes se encuentran en situaciones distintas; transforma la pena privativa de libertad en una sanción simbólica y le resta eficacia: las penas se podrán cumplir en el lugar elegido por el procesado y, en todo caso, teniendo en cuenta los límites de las sanciones conminadas para los delitos de corrupción en el Código Penal, quienes cumplan arresto domiciliario y sean condenados definitivamente a la privación de la libertad difícilmente serán internados en un centro penitenciario, y en los supuestos en que ello suceda serán prontamente excarcelados; y, finalmente, envía un lamentable mensaje a la sociedad y a los acusados, particularmente a quienes se imputa delitos de corrupción, toda vez que no obstante la generalidad de la "reforma" aprobada, la modificación será de aplicación principalmente en los delitos de esa naturaleza: ¡delinca… y cumpla la pena en su casa!

Verdaderamente, qué lástima lo del Congreso. Pero es verdad que, salvo a fines del 2000 e inicios del 2001 y los débiles y breves intentos de algunos parlamentarios en adelante, la lucha contra la corrupción nunca figuró seriamente en la agenda parlamentaria, como tampoco apareció de manera suficiente en los programas y la acción de los partidos políticos. De ahí que siempre eludieran la cuestión de la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción. De ahí que ahora, objetivamente, favorezcan a los mafiosos.

En cuanto a la mafia, la desvergüenza del Congreso nos recuerda que no está destruida ni de vacaciones: tras las rejas o en libertad, siguen confabulando; esconden las pruebas del delito, dilatan los procesos penales, transfieren sus bienes para evitar embargos y el pago de reparaciones civiles. Y lo que no han logrado en sede judicial ni en el Tribunal Constitucional, lo han conseguido en el Parlamento.

Ojalá que el presidente de la República, en un acto que lo distinga de los congresistas, incluidos los de su bancada, se oponga a lo ya aprobado y observe la ley.



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