Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
25 de junio del 2005


Blondstein, de nuevo


Higinio Polo
La Insignia*. México, junio del 2005.


Casi me había olvidado de Blondstein cuando, en la primavera de 2004, aprovechando un viaje a Nueva York que estaba destinado a otros asuntos, barajé la posibilidad de visitarle. Más estrictamente: decidí presentarme en su casa, sin más. Sabía que su domicilio estaba en el cruce de la calle 59 y Madison Avenue, entre otras cosas, porque yo mismo lo había decidido. Me explicaré: no es que yo hubiese enviado allí a vivir a Blondstein, o que le hubiese comprado o alquilado un apartamento en Nueva York, algo que, por otra parte, está fuera de mis recursos, sino que, forzado por mi desconocimiento de su personalidad -no tenía ningún dato biográfico suyo que me sirviera de referencia, fuera de algunos detalles que fui consiguiendo, con tesón, a lo largo de varios meses- necesitaba situarle en un lugar concreto, con una ocupación y unos intereses que me ayudaran a comprenderlo, para no volverme loco y para otorgarle un rostro, una identidad, un domicilio, tal vez algunos lazos con el mundo real que hicieran posible entender su relación conmigo. Por eso, mucho antes de viajar a Nueva York, mientras miraba un día el plano de Manhattan, puse el dedo en la confluencia de la calle 59 con Madison, y decidí: allí vivía Blondstein.

Ya saben ustedes que convivimos con ficciones, y que, tal vez, nuestra propia vida es una ficción. Para ilustrar esas fantasías no hace falta más que decirles que personajes como George W. Bush o Juan Carlos de Borbón, es un decir, insisten en que trabajan por nuestro bien. No teman, no me extenderé en pormenores. Algunas invenciones se convierten en personas concretas, de carne y hueso, como se decía antes. A veces, ya es más dudoso. Sin embargo, hay límites para esas ficciones, y uno de ellos -para mí, no sé si para la mayoría- es la necesidad que tengo de otorgar nombres a quienes me rodean, aunque sea ocasionalmente, en un tren de cercanías o en un repetido trayecto en metro. No me pregunten por qué. Pero poner un nombre, si bien otorga entidad, esconde muchas cosas, y, de ahí, hay un paso, que suelo dar, para dotarles de una biografía, un rostro, unas preocupaciones. Además, en estos años, con el desarrollo de las comunicaciones electrónicas, se ha vuelto habitual tener correspondencia con personas a las que no conocemos físicamente. A mí me ocurre, como a todos: mantengo relaciones (a veces, ocasionales; otras, más frecuentemente) con una actriz bonaerense; con una directora de una revista cultural mexicana; con el director de un periódico en el que colaboro; con un filósofo cubano de La Habana; con una catalana que reside en los Estados Unidos; con un italiano que milita en las filas bolcheviques, etcétera. Y con un judío neoyorquino, llamado Blondstein. Es inevitable que imagine cómo son.

De todos ellos, Blondstein es el peor, o el que más angustia me ha creado. De hecho, hace años que convivo con él: es una relación extraña, singular, con numerosos espacios en blanco, con largos meses en los que casi olvido su existencia, si es que ese hombre existe. Es un personaje peculiar. Si disponen de unos minutos, les explicaré cómo surgió mi relación con él.

Blondstein se había puesto en contacto conmigo a través del correo electrónico -algo que ahora ocurre con mucha frecuencia, pero que, en 1996, era sumamente raro: después de todo, Internet estaba en sus comienzos, o, al menos, en el inicio de su popularización entre el gran público- y el hecho me sorprendió. Recuerdo que, entonces, en mi agenda, apenas tenía unas cuantas direcciones electrónicas. Se dirigió a mí pidiéndome que escribiera un artículo sobre las Brigadas Internacionales y, así, iniciamos una extraña y tortuosa relación que, al parecer, todavía no ha culminado, no sé. Tengo que decir que, hoy, aún ignoro si aquel primer contacto fue producto de la broma de algún conocido, o si realmente el correo electrónico que recibí fue enviado por alguien llamado Blondstein, o que simulaba llamarse así.

No les oculto que, a lo largo de estos años, he sospechado de varias personas -por ejemplo, recelo de una periodista y escritora que en una ocasión me calumnió, obsequiosamente, ante terceros, llamándome, entre otras perlas que omito, "habitante del hielo comunista"; desconfío del escritor Haroldo Maglia, que me tortura con sus discos y sus dolencias; dudo de cierto empleado de un banco que me mira siempre a hurtadillas, sospecho de un comunista barcelonés aficionado a la literatura; de un diputado andaluz que, de vez en cuando, me envía algunas reflexiones; de un profesor de la Universidad Autónoma que frecuenta lavanderías (¡!) en busca de ideas; de cierta residente holandesa que me felicita ocasionalmente (¿por qué?), y, en fin, de algunos otros. Pero mis allegados saben que tengo inclinación hacia el delirio y he procurado olvidar esas hirientes sospechas.

Lo cierto es que mantuve con Blondstein una relación ocasional, jalonada por largas temporadas en las que casi me olvidaba de él y por otras en las que pensaba en su persona con mucha frecuencia, hasta el extremo de que empecé a imaginar su vida, con toda precisión. De tal forma, que empecé a especular sobre su personalidad y acabé, ya lo habrán imaginado ustedes, escribiendo una novela -titulada, era inevitable, El caso Blondstein, que acaba de publicarse hace unas semanas, y que ustedes pueden comprar en la librería más próxima, cuando acaben de leer estas líneas- en la que narro algunas peripecias de mi relación con él. Que nadie me tenga por loco más de lo necesario: obran en mi poder los correos electrónicos que Blondstein me envió y estoy dispuesto a enseñárselos a cualquiera que ponga en tela de juicio cuanto afirmo.

Mucho tiempo después, en febrero de 2004, vi que su nombre aparecía entre los firmantes de un Manifiesto en defensa de la democracia que había impulsado la Assemblea d'Intel.lectuals, Professionals i Artistes catalana, con ocasión de las protestas por la guerra e invasión de Irak. No supe qué pensar. Sobre todo, porque yo también había suscrito aquella declaración, invitado a hacerlo por uno de los organizadores del asunto. Pueden comprobar ustedes cuanto digo con una rápida consulta en Internet. De manera que, puesto que suscribía el manifiesto, todo indicaba que Blondstein existía, aunque debía ser una persona distinta a la que yo había imaginado, y cuya fragmentaria vida aparecía en mi novela. ¿O no era así? Reparo ahora, al escribir estas líneas, en que tal vez fue ese el detonante inconsciente que me llevó a viajar a Nueva York, donde vive Blondstein, aunque yo, que tengo tendencia a engañarme, pensase que lo hacía para otras cuestiones, relacionadas con Dorothy Parker y Dashiell Hammett.


***

Y, ahora, estaba a punto de coger el metro para ir hasta el hotel Plaza de Nueva York, justo al lado del domicilio de Blondstein. Tomé la línea R y bajé en Lexington Avenue. La avenida Madison queda a dos pasos: apenas tenía que recorrer doscientos metros y estaría en el cruce con la 59, en el domicilio de Blondstein. Vi a unos tipos que descargaban cajas, y uno de ellos se detenía a observarme, inquisitivo. En la 59 y Madison, me paré a observar. No veía edificios de viviendas. Allí está el General Motors Building; en el 625 de Madison, vi a un portero imponente, serio como un mariscal de Guillermo II. Vi, también, una tienda de muebles, Pierre Deux, que aseguraba ser, por si había dudas, french country, y algunos otros comercios. Nada relevante. Taxis amarillos subían por la avenida Madison, y los autobuses crujían al superar la calle 58, cuando pasaban por encima de unas plataformas de hierro depositadas en el asfalto. Hacia el oeste, vi el hotel Plaza, en la esquina con la Quinta avenida, y pensé, después de husmear por algunos portales, que Blondstein no podía vivir allí, en la 59 y Madison.

Era domingo, por la tarde, llovía y hacía frío. De manera que abandoné las pesquisas y me dirigí hacia el Village, buscando alguna animación. En Park Avenue, en el cruce con la 20, encontré un restaurante, que también tenía servicio de bar. Decidí entrar. Tenían luces en las mesitas, gracias a unas minúsculas velas que temblaban dentro de unos pequeños vasos, y sonaba música cubana. Reconocí a Elíades Ochoa, que cantaba Al vaivén de mi carreta, una canción que era un lamento y que se preguntaba: "¿cuándo llegaré al bohío?". Después, oí El cuarto de Tula, que cantaban el mismo Ochoa y Compay Segundo. Era un local amplio, con mesas negras y ventiladores en el techo, que no funcionaban ese día. Estuve más de una hora, tomando ese café norteamericano que sirven por litros, pensando en Blondstein. Desde luego, mi personaje vivía en Nueva York, y, aunque yo no sabía hasta qué punto existía, tenía unas raras ocupaciones. A juzgar por los correos electrónicos que me envió (después, dejó de hacerlo, no sé por qué), disponía de un ayudante (¡que firmaba así, el ayudante de Blondstein!), se ocupaba de una asociación, y publicaba una revista, y yo decidí (¿o me lo dijo él?), que había colaborado con el Museo de Historia Natural, de Londres. Tal vez me lo contó su ayudante.

Por alguna extraña razón, mientras estaba en aquel café de Park Avenue, vino a mi memoria Jacques Austerlitz, el personaje de W. G. Sebald, que, según éste, había sido profesor en un instituto de historia del arte, también en Londres; instituto que, al parecer, no estaba lejos del Museo Británico. Ese British Museum está en el barrio de Bloomsbury, y el Natural History Museum en Cromwell Road, justo al sur de Hyde Park. Lo sabía porque, cuando escribí mi novela sobre Blondstein, me documenté sobre la ciudad inglesa y busqué la ubicación exacta de ese museo de historia natural, que yo nunca había visitado. Aún había otra cuestión más: en su novela, Sebald confiesa que Austerlitz se parecía mucho a Ludwig Wittgenstein, otro judío, y que, como él, llevaba siempre una mochila. Ni que decir tiene que, a partir de ese momento en que lo recordé, empecé a mirar a todos los hombres neoyorquinos que llevasen mochila. No eran muchos. Además, en la novela de Sebald, Austerlitz descubre que es un superviviente del holocausto judío, un niño salvado por azar. Se ha dicho que, con esa novela que lleva el título del personaje, Winfried Georg Sebald quiso escribir un museo sobre el holocausto. Blondstein, su apellido lo indica, también es judío. No sé si me siguen.

El lunes estuve dudando. Decidí, finalmente, entrar en una gran librería, que estaba en una esquina de Broadway, cerca de Washington Square. Pedí la novela de W. G. Sebald, y estuve buscando en sus páginas alguna referencia sobre el trabajo de Jacques Austerlitz. No encontré gran cosa; sin duda, por mi precario inglés, pero acerté a ver que Austerlitz vivía en Londres, en Alderney Street. Me precipité, no sé por qué, a buscar esa dirección en un mapa de Londres, para comprobar que Alderney Street estaba cerca de la Victoria Station, no lejos del Támesis. No supe ver la menor relación entre la calle y el Museo Británico o el Natural History Museum. La verdad es que me sentía perdido en un laberinto, y salí de la librería sin saber qué diablos estaba buscando. Si es que buscaba algo. Sin embargo, decidí que tenía que ir a Londres, cuanto antes.

El martes, amaneció un día luminoso de sol. Bajé andando por la Quinta avenida, y, en el Soho, en la calle Greene, mirando galerías y anticuarios, me topé con el veterano actor Harrison Ford. Iba solo, llevaba un vaso de plástico con café en la mano, y curioseaba también en las tiendas. Vi que no llevaba ninguna mochila. No sé por qué, pensé que su presencia allí era debida a un ardid de Blondstein. Reflexioné confusamente sobre su papel en las películas de aventuras de Indiana Jones, en su combate contra los nazis, y en la condición de judío, como Blondstein, del director de esa serie de películas de aventuras.

No sería mi última sorpresa. El miércoles, vagando por la ciudad, encontré en el Internacional Center of Photography, en la Sexta Avenida y la 43, ¡una exposición sobre Gustav Klucis y Valentina Kulagina! Creí que estaba delirando. Dentro, había fotografías de Lenin, libros sobre la revolución bolchevique -todos, difamatorios-, y algunas publicaciones relacionadas con la época, así como el catálogo de la exposición. Cuando salí, estaba convencido: la exposición era una maniobra de Blondstein. Me explicaré, de nuevo. Como sabrán quienes hayan leído ya mi novela (juro que conozco, al menos, a una persona que lo ha hecho), la revista publicada por Blondstein lleva por título Samouchka v muzee, cabecera que yo había elegido por su extraña sonoridad y porque Klucis la utilizó para la cubierta de un libro de A. Petrov, que fue publicado por la Editorial Estatal soviética, en 1929, en Moscú y Leningrado. El nombre de la revista puede traducirse como El autodidacta en el museo. Todo fue una invención mía, cuando escribía la novela, y -en mi editorial no me dejarán mentir- puede comprobarse que, mucho antes de la apertura de esa exposición de Klucis en Nueva York, yo había entregado el original del texto, donde constan todos esos pormenores. Y, ahora, en Manhattan, me encontraba con una exposición dedicada a Klucis. ¿Cómo podía yo pensar que era una simple coincidencia? De manera que había viajado hasta Nueva York para, entre otras cosas, ir a buscar el domicilio de Blondstein (aún sabiendo, sí, que yo mismo había inventado su localización), y me topaba con Klucis, cuya relación con él se debía también exclusivamente a mi imaginación, o a mis delirios. ¿O, tal vez, tendría que concluir que no existen las casualidades?

El jueves, decidí volver al cruce de la 59 y Madison. Estuve deambulando por los alrededores. Por Lexington, bajaba un hombre negro que llevaba una Biblia en la mano, y que iba predicando a voz en cuello, sin detenerse. Apenas miraba a la gente. Decía, a gritos, que la televisión, la radio, los homosexuales las drogas, fumar, la fornicación, el comunismo, eran lo peor, la decadencia definitiva, la corrupción, el pecado, la perdición del género humano. Lo decía con una extraña convicción, mientras caminaba hacia el sur, envuelto en un abrigo raído. Me estremecí, por si era un aviso, mientras llegaba a la 59.

Una vez allí, en la esquina de Madison, volví a constatar que Blondstein no podía vivir en medio de tantas oficinas. De repente, caí en la cuenta de que, a menos de cien metros, estaba Park Avenue. Corrí hacia allí, como si algo me estuviera esperando. Todo era normal: un día de trabajo. Los ricos inquilinos de la calle pasaban junto a los demás transeúntes, y algunos elegantes coches negros y una enorme berlina circulaban por la avenida. Mientras estaba mirando los edificios, para decidir (¡otra vez!) en cuál vivía Blondstein, ví venir hacia mí un hombre. Llevaba traje, gabardina, un portafolio de piel en la mano derecha, gafas redondas y -el único rasgo menos serio de su atuendo- una bufanda de colores. Cuando llegó a mi altura, sonrió, me saludó, y, sin detenerse, prosiguió su camino. Quedé paralizado. Lo perdí de vista. Apenas unos segundos más tarde, pensé que debería haberlo seguido, para ver adónde se dirigía, dónde entraba, con quién hablaba. Pero ya era tarde. Intenté mirar en algunos edificios de Park Avenue, pero los porteros se mostraron firmes en su negativa a mi investigación.

En el hotel, consulté la guía telefónica de Nueva York: sólo hay un Blondstein en la ciudad, y vive en cierto número de la calle 95 West. Se llama Neil, mientras que mi corresponsal se llama Eugeni, o Evgeni. Allí, a mi alcance, tenía el número teléfono de aquel hombre, que tal vez era familiar del Blondstein que yo andaba buscando, pero no me atreví a llamarlo, discúlpenme. Además, me dije, era improbable que tuviese relación con quién yo buscaba, cuyo nombre, por otra parte, no aparecía en la guía, aunque yo no ignoraba que muchas personas con fortuna deciden mantener oculto su número de teléfono.

Sin embargo, algo me decía que había desperdiciado una oportunidad: aquel tipo que me saludó en Park Avenue tenía alguna relación con el embrollo. Pensé que, tal vez, había perdido para siempre la posibilidad de encontrar a Blondstein. Para consolarme, sin duda, recordé que, en el primer correo electrónico que me envió Blondstein, me pedía un artículo sobre las Brigadas Internacionales, y, movido por ello, decidí visitar las oficinas de los Veteranos de la Brigada Abraham Lincoln. Están en el 799 de Broadway. Allí, hablé con Moe Fishman, el presidente. Después, volví al hotel.


***

Pasaron unos meses. En Barcelona, no conseguía estar tranquilo. Si han llegado hasta aquí, ustedes pensarán que no es mayor problema todo este asunto, pero me gustaría que estuvieran en mi piel. Finalmente, tomé una determinación. Compré un pasaje para un vuelo barato y llegué a Londres, un día de verano, algo fresco. De inmediato, sin apenas tiempo para hacer nada más que dejar la bolsa en el hotel, tomé el metro hasta Victoria Station. Tenía esa rara sensación de quien sigue pistas dispersas, como un explorador que desconoce el territorio, pero que no puede abandonar las pesquisas, ya me entienden. Con un plano, localicé el lugar que buscaba. Ya lo han adivinado: perseguía el rastro de Jacques Austerlitz, un personaje de novela, a quien W. G. Sebald hacía vivir en Londres. Llegué, por la calle Warwick, hasta Alderley Street, después de perderme varias veces por detrás de Victoria Station, pese al plano. Alderley es una calle con pequeños porches a la entrada de las casas, casi todas blancas, como se ven en otras zonas de Londres. Los números están pintados en las dos columnas que dan entrada a cada residencia. Sebald lo indicaba con precisión: Austerlitz vivía en la primera de unas seis o siete viviendas que se hallaban al final de un muro de ladrillo de unos 50 metros de largo. Compruébenlo, en la novela. Busqué por toda la calle, pero no había rastros del muro. Miré, al azar, los apellidos que aparecían en los timbres. Vi un Morris, un Bishop, un Ridley. En un balcón, vi un bambú. Pero ni rastro de Austerlitz. Reparé en que el muro podría haber estado en lo que hoy es un edificio de apartamentos, el único de la calle. Pero, más allá, en la primera casa, nada llevaba a Austerlitz. Miré los nombres: un Antonelli, un Stein, algunos otros. ¿Debía concluir que Austerlitz era una total invención de Sebald, como Blondstein lo era mía? Reflexioné que había sido un viaje inútil.

Después, ante el Parlamento británico, vi a una mujer que llevaba un plano de París abierto. Lo consultaba mientras iba caminando, mirando alternativamente casas y calles: parece que no encontraba nada. Me sobresalté: podía ser una pista. ¿Qué hacía aquella mujer en Londres, con un plano de París? Pero me sobrepuse, a punto de perder la razón: decidí que no iría, bajo ningún concepto, a París.

No tenía nada más que hacer. Sin embargo, antes de volver a Barcelona, movido por un presentimiento, decidí ir hasta el Museo de Historia Natural: allí había trabajado Blondstein. Es un edificio enorme, de piedra amarillenta, con franjas negras, que parece una iglesia. Tiene dos torres y una entrada monumental, que recuerda las grandes construcciones del románico tardío, o del gótico. Dentro, reinaba un enorme dinosaurio. Es un diplodocus de hace 150 millones de años, que llena el gran vestíbulo, espacio que semeja también el interior de una iglesia. En la escalinata, al fondo, hay una escultura que honra a Richard Owen (1804-1892), el autor de Lecciones de anatomía comparada. Recorrí con premura algunas salas. Vi una indicación, The Vegetable Substances collection, y me dirigí hacia allí. Después, llegué al Darwin Centre, y casi enloquecí: allí dentro, tenían ¡más de 60 millones de especímenes de todo tipo del mundo natural! Es probable que Blondstein hubiese trabajado con algunos. Vi, por ejemplo, los huevos de pingüino emperador, recogidos durante la expedición de Scott a la Antártida, en 1911, y que todavía tienen dentro los embriones. Vi las palomas de Darwin; un loro gris; una ballena que tenía cáncer de huesos, miles de carpetas con especímenes secos de plantas; murciélagos de Belice, unos pequeños crustáceos llamados copépodos ciclopoideos, que proceden del Lago Baikal y que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo; increíbles mariposas de alas abiertas, sujetas con alfileres en tablas de madera; grandes botes de vidrio donde se veían extraños animales conservados en un líquido de color amarillento, monstruosos seres que no supe identificar, pese a las etiquetas. Alguien, ya no sé quién, me dijo que utilizaban formalina para fijar los tejidos, y que, para su conservación, se sumergían en una solución con un 70 por ciento de alcohol metilado industrial. El público miraba con curiosidad, y, tras una puerta, descubrí a un hombre y una mujer con cara de taxonomistas, que me observaban con curiosidad. ¿Por qué clasificar el mundo natural? ¿Trabajó aquí Austerlitz? No recordaba, en ese instante, los detalles de la novela de Sebald. Reparé, sí, en que fue Blondstein quien trabajó aquí, o, al menos, eso decía, o imaginé yo, ya no lo sé. ¿Qué estaba haciendo yo, exactamente? Decidí marcharme.

Mientras salía del Museo de Historia Natural, vino a mi mente, de forma repentina, una carta que Rosa Luxemburgo escribió a Sonia Liebknecht (la mujer del dirigente comunista alemán Karl Liebknecht), mientras la propia Rosa Luxemburgo y Karl estaban en la cárcel, y cuando apenas faltaban dos años para que ambos murieran asesinados, tras la revolución espartaquista en Alemania. En la carta, Rosa le dice a Sonia que, en esos días, lee sobre todo libros de zoología, geografía, botánica, ciencias naturales. En esa misma carta, Rosa confiesa que morirá en el lugar que le corresponde: "en una lucha callejera o en el presidio". De ahí, salté a un recuerdo de Clara Zetkin, una dirigente comunista alemana, amiga de Rosa Luxemburgo. No era, claro, un recuerdo mío, sino el vestigio de la lectura de una novela de Lion Feuchtwanger, Los hermanos Oppermann, donde el novelista explica que, a la muerte de Clara Zetkin (que tuvo lugar en 1933, en la URSS, a donde se había dirigido ella tras el ascenso de Hitler al poder), los cuatrocientos prisioneros de un campo de concentración nazi de la región de Braunschweig quisieron rendir homenaje a su memoria con veinticuatro horas de silencio. Para romper el homenaje a Zetkin, para terminar con el silencio, el comandante del campo hizo torturar a decenas de prisioneros. Fueron golpeados; muchos, arrastrados, mientras seguían callados, ensangrentados, a consecuencia de la dureza de los guardianes nazis. A la mañana del día siguiente en que comenzó el silencio, el comandante del campo seleccionó a tres veteranos presos y, como seguían negándose a hablar, los hizo fusilar. Pero no pudo impedir el homenaje de aquellos cuatrocientos presos a lo que representaba Clara Zetkin.

Al lado del Museo de Historia Natural, está la Royal Geographical Society. Fui hacia allí, para hacer tiempo, para distraerme. Es una casa de ladrillo rojo, con un moderno edificio anexo, de metal y vidrio, que acaban de inaugurar: está frente a unas oficinas de la embajada afgana. Indago que las nuevas instalaciones están destinadas a guardar los archivos, y para atender las visitas del público curioso. Al lado, veo un portón de madera, negro, en la tapia de ladrillo, con la placa que indica el nombre de esa sociedad geográfica: es una entrada secundaria. En la esquina, en una hornacina, una estatua de Shackleton. Mientras miraba, yo seguía pensando en Blondstein. ¿Tendría familia? ¿Sería la suya, al igual que la de Chesterton, "respetable, pero honesta"? ¿O, por el contrario, sería una víctima más, un huérfano, de la Segunda Guerra Mundial?

En Kensington Gore, está la entrada principal de la sociedad, que enseña a un lado, en otra hornacina, la estatua de Livingstone. El enorme caserón, de tres plantas, con grandes ventanales, tiene delante un patio con piedrecitas y, sobre la entrada, un espacioso balcón, poco apropiado para el clima londinense. Veo las altas chimeneas, y, ante la casa, un busto de sir Clements Markham. Me sobresalté, inquieto: ese Markham, ¿tendría alguna relación familiar con Beryl Markham, la famosa aviadora cuya vida yo había utilizado para crear el imaginario personal de uno de los personajes de mi novela Vientre de nácar, una historia de la posguerra española? ¿Qué extrañas redes me estaba tendiendo Blondstein? ¿Habría hecho poner allí, provisionalmente, el busto de Markham para que yo me diera cuenta de que seguía mis pasos? Ustedes pensarán que es absurdo, pero no me atreví a entrar en la Royal Geographical Society: me dio miedo encontrarme con Blondstein.

Ya en Barcelona, indagué sobre la personalidad de Clements Markham: fue historiador, geógrafo, tenía el título de Sir. Había viajado por América, comisionado por el gobierno inglés a la búsqueda de semillas y de los árboles de la quinina; escribió un curioso libro sobre Cuzco y Lima, y explicó el origen de la palabra Patagonia, entre otras cosas. También había sido presidente, entre 1893 y 1905, de la sociedad geográfica londinense que yo acababa de ver, desde cuyo puesto apoyó al capitán de la Marina británica, Robert Falcon Scott, para emprender la exploración y conquista de la Antártida (¡los huevos de pingüino emperador!, ¿recuerdan?). Marhkam, sí. Pero no llegué a ninguna conclusión. En fin.

Recordé que, en la canción que cantaba Elíades Ochoa, que escuché en el bar neoyorquino de Park Avenue con la calle 20, el cubano decía algo de la triste vida del carretero, que trabaja para el inglés (¿para el inglés?), sabiendo que su vida es un destierro. Un destierro. Algo parecido sentía yo mismo, por culpa de Blondstein. De manera que, ahora, estoy en casa, pensando en sir Clements Markham, en Sebald, en Rosa Luxemburgo y en Clara Zetkin, al lado del teléfono, pendiente de que suene y sea ese Blondstein.


(*) Publicado originalmente en la revista El Viejo Topo, de España.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto