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La insignia
21 de julio del 2005


Dos reflexiones sobre inmigración en Europa (I)


__Especial__
Emigración
Francisco Fernández Buey
La Insignia. España, julio del 2005.


«Hasta hace poco, la mayor parte de la emigración portuguesa tenía carácter ilegal. Las fronteras de España y Francia se cruzaban clandestinamente. En Lisboa había contrabandistas que organizaban los cruces ilegales. Muchos aspirantes a emigrar se veían burlados. Los llevaban a la zona montañosa situada al otro lado de la frontera de España y allí les abandonaban. Completamente desorientados, algunos morían víctimas del hambre y de la insolación; otros conseguían regresar a su lugar de origen después de haber perdido los 350 dólares pagados. Hasta que al fin los emigrantes idearon una forma de defenderse de tales maniobras. Antes de emprender el viaje se hacían una foto. La rompían en dos mitades dando una al guía y quedándose ellos con la otra. Una vez que llegaban a Francia mandaban su mitad de la foto a Portugal para que su familia comprobara que efectivamente les habían ayudado a cruzar la frontera sin novedad; el "guía" se dirigía por su parte a la familia mostrándoles su mitad de la foto para demostrar que era él quien había ayudado al emigrante a cruzar, y únicamente entonces recibía de manos de los familiares del emigrante los 350 dólares acordados.»
-John Berger y Jean Mohr. Un séptimo hombre (1974)-


Las llamadas leyes de extranjería, empezando por la vigente en nuestro país, son equívocas, parten de una mentira. No son leyes que pretendan regular la situación de los extranjeros en España o en Europa. No son leyes de extranjería propiamente dicha. Son leyes de emigración. Son leyes que han sido pensadas para discriminar la situación de los inmigrantes que vienen a trabajar. No son leyes que afecten a los extranjeros ricos o privilegiados.

Esto que acabo de decir no es puntillismo nominalista. Tiene importancia en la práctica porque revela una mala actitud política. Se juega con un equívoco que luego, en la vida cotidiana, tiene efectos negativos, perversos e inesperados para el legislador y para ciudadanía. Me explico. La palabra inmigrante debería tener connotaciones relativamente positivas para la mayoría de la población de este país porque muchos, seguramente la mayoría de las personas en nuestra sociedad actual, hemos sido inmigrantes o hijos de inmigrantes o hijos de matrimonios mixtos. Millones de personas, españoles, portugueses, italianos, griegos, podrían reconocerse todavía en ese precioso álbum de familia de la emigración que es Un séptimo hombre, publicado por John Berger y Jean Mohr en 1974 y reeditado hace poco.

En cambio, la palabra extranjero sigue connotando distancia, distanciamiento respecto del otro, sobre todo cuando se trata de extranjeros pobres, como es el caso de la mayoría de los inmigrantes procedentes de África, de América Latina y del Este de Europa. Como le ocurre al protagonista del relato del escritor sudanés Tayyeb Saleh, no es nada fácil comunicar a quién pregunta sobre otra cultura, desde el supuesto de la diferencia radical, lo que se piensa desde la experiencia de la emigración, desde la vivencia del encuentro cultural: que, en el fondo, ellos son "exactamente como nosotros" en la mayor parte de las cosas que importan para una vida humana sensible y digna. Es más fácil mecerse en la selva de los tópicos y de los estereotipos.

Ya esto último tiene el efecto sociocultural de provocar los instintos atávicos, xenófobos, incluso en muchas personas que han sido inmigrantes, hijos o nietos de inmigrantes, pero que han dejado de considerarse extranjeros en el país en que viven. Teun van Dijk viene escribiendo cosas muy interesantes, desde el punto de vista del análisis del discurso, sobre el uso de las palabras que tienen que ver con la inmigración. Vale la pena prestarle atención (1).

Pues este es el verdadero "efecto llamada" de las leyes de emigración generalmente denominadas leyes de extranjería. Una llamada subliminar a los miedos atávicos y desordenados, y, con ella, a la discriminación entre los nacionales o autóctonos y los inmigrantes pobres. Y por ahí, por la reflexión sobre este equívoco, me parece a mí, es por donde, una vez hecha la denuncia y la crítica de la legislación vigente en la mayoría de los países de la Unión Europea, debe empezar su corrección en un sentido positivo. Porque la legislación actual miente respecto de lo que dice que pretende legislar.

El legislador, y con él la sociedad de acogida, particularmente a través de los medios de comunicación, deriva la cuestión inmigración, que en primera instancia es un asunto socio-económico (directamente relacionado con las expectativas laborales y el mercado de trabajo) hacia otro asunto, el de las diferencias de nacionalidad, cultura o religión implicadas en la noción de extranjería.

A este respecto ya es sintomático que cuando se trata de técnicos, profesionales vinculados o altos cargos de la dirección de empresas transnacionales o residentes ricos el legislador no vea la necesidad de regular la entrada ni de preguntar a los que llegan por sus identidades o pertenencias ni suela tampoco preocuparse mayormente por sus culturas o por sus prácticas religiosas. En este caso se tiende a poner el acento simplemente en la inserción de las personas en el proceso productivo o en su personalidad y se da por supuesto que la religión (o falta de religiosidad) y la cultura del otro son asuntos personales, privados, en los que no hay que entrar. Se entiende que estas personas han venido aquí para negociar, comerciar, descansar o mandar. Y punto. No se hace cuestión de su extranjería.

A partir de ahí, y a la hora de abordar una política positiva de inmigración, tiene interés pensar acerca de dónde hay que poner los acentos: si en la consideración del inmigrante como fuerza de trabajo incorporada al proceso productivo de los países de acogida o en la consideración del inmigrante como extranjero, cultural y religiosamente diferenciado respecto de la población de acogida. O si conviene ponerlo en las dos cosas a la vez. Lo que suele ocurrir, por el momento, es que las clases dominantes de los países receptores usan la mano de obra inmigrante con criterios exclusivamente economicistas referidos al mercado de trabajo y luego en cambio, sus ideólogos priorizan en sus discursos la diferencia cultural-religiosa de los inmigrantes, con lo cual contribuyen a hacer aumentar las desconfianzas de los de abajo sobre "lo extranjero". Así se da alas a la xenofobia.

Obviamente, una de las novedades de las migraciones recientes en el marco de la Unión Europea es ahora la diferencia cultural-religiosa. Pero habría que reflexionar acerca de si no se está exagerando esta diferencia en detrimento de la consideración del inmigrante como trabajador. En esto los sindicatos tienen mucho que decir (y no siempre lo dicen; o no siempre lo dicen bien). Hace ya años que Wieviorka, al estudiar el caso de Francia, vio ahí, en la perplejidad y en la dejadez de los sindicatos mayoritarios, una de las razones del nuevo espacio que se estaba abriendo el racismo después del eclipse del llamado "racismo biológico". Las investigaciones que vienen realizando Antonio Izquierdo Escribano y Ubaldo Martínez Veiga sobre inmigración y mercado de trabajo en España pueden ser un punto de partida para la crítica de la hipocresía dominante y para poner las cosas en su sitio (2).

Es equívoco, pues, llamar "ley de extranjería" a disposiciones legales promulgadas ad hoc para regular la situación de los inmigrantes en tal o cual país y a continuación establecer reglamentos, también ad hoc, promulgados puntualmente para corregir, en función de otras circunstancias, lo que se sabe que es inaplicable en la práctica, puesto que: a) una parte importante de los inmigrantes hoy en situación regular han estado antes en situación irregular; b) las causas de los grandes movimientos migratorios (desde países pobres o empobrecidos a países ricos o relativamente ricos) se mantienen en lo sustancial.

Todos los estudios realizados al respecto muestran que, con independencia de las leyes de extranjería actualmente vigentes en los países de la Unión Europea, no es previsible a medio plazo que descienda sustancialmente el flujo de inmigrantes desde el sur al norte del Mediterráneo, desde el centro de África a Europa, desde el este al oeste de Europa y desde las antiguas colonias a las antiguas metrópolis colonizadoras. Ni siquiera es seguro que la llamada "ayuda al desarrollo", aun en el hipotético caso de que fuera potenciada por los gobiernos de los países más ricos, vaya a frenar los movimientos migratorios en curso. Hay causas persistentes que favorecen hoy en día estos flujos migratorios y en la dirección en que se dan: desequilibrios demográficos, desequilibrios económicos, desequilibrios medioambientales, huidas por guerras civiles, por problemas políticos y desplazamientos por proximidad lingüístico-cultural. Estos motivos quedan reforzados por el aumento en flecha de las posibilidades técnicas de movilidad de las personas y por la relativa permeabilidad de las fronteras existentes.

En general, las leyes restrictivas de los flujos migratorios promulgadas en la Unión Europea desde la década de los noventa del siglo pasado empezaron poniendo el acento en este último factor, el de la permeabilidad de las fronteras. Se decidió entonces cerrar fronteras y/o poner obstáculos a las personas procedentes de fuera de la comunidad europea que intentaban cruzarlas (3). Esto suscita una contradicción entre la tendencia a abrir fronteras para los ciudadanos de la Unión y la tendencia a cerrarlas para los extracomunitarios. Pero, más allá de esta contradicción y de los problemas que plantea desde el punto de vista jurídico, pronto se vio que la idea de una "Europa fortaleza" ante lo que empezó a llamarse "invasión" es inmantenible en la práctica. Pues algunas personas entran legalmente en los territorios de los estados europeos con visados turísticos o como estudiantes y se quedan en ellos una vez terminado el plazo del visado; otras muchas entran clandestinamente con la ayuda de organizaciones profesionalizadas; y otras lo hacen, también clandestinamente, por cuenta propia.

En este punto se plantean dos problemas distintos que el legislador no puede dejar de abordar. Uno, de orden teórico-jurídico, es el de los riesgos de la ley ad hoc: proliferación legislativa, adecuación de los reglamentos para su aplicación, rectificación frecuente de la legislación atendiendo mayormente a nuevas circunstancias inmediatas, consecuencias indeseadas de la legislación, etc. El otro problema, al que viene refiriéndose desde hace años Javier de Lucas, es, precisamente, el de las consecuencias negativas que, para la universalización de los derechos humanos y para la noción de ciudadanía, tiene una legislación que pone casi exclusivamente el acento en el acceso, en la entrada y en las fronteras, o sea, en la seguridad y en los controles de policía.

Aunque desde hace una década se han alzado voces en la Unión Europea a favor de la convergencia legislativa en cuanto a inmigración y extranjería, todavía ahora las leyes de los distintos estados nacionales siguen estando condicionadas por enfoques diferentes en la consideración del inmigrante. La comparación de los casos de Alemania, Francia, Reino Unido, Suiza, Bélgica, Holanda, etc., pone de manifiesto esa diferencia de enfoque, que se suele concretar en consideraciones distintas sobre el carácter provisional o, por así decirlo, más o menos permanente, de los inmigrantes en los países de acogida.

Estos casos difieren, a su vez, del enfoque adoptado en países del área mediterránea (Italia, España, Portugal, Grecia) que fueron tradicionalmente exportadores de emigrantes hasta de la década de los setenta del siglo pasado y que se han convertido últimamente en receptores de inmigrantes no sólo del sur del Mediterráneo sino de otras regiones de África.

Una diferencia patente entre países tradicionalmente receptores de inmigrantes (Alemania, Reino Unido, Francia, Suiza, Holanda, Bélgica, etc.) y países en los que la inmigración es un hecho relativamente reciente (Italia, España, Portugal, Grecia) es la siguiente: por la falta de experiencia en estos últimos, las disposiciones legales y las prácticas administrativas que pretenden regular la vida del inmigrado en el correspondiente país de acogida están mucho más atrasadas. Y hay que tener en cuenta que esas disposiciones y prácticas se refieren a todo lo que tiene que ver con la inserción social de los inmigrantes: nada menos que a contratos de trabajo, seguridad social, vivienda, educación, participación social y política, vida cultural, etc.

Visto eso, conviene distinguir, por tanto, entre políticas de recepción de inmigrantes y políticas de inserción de los inmigrantes. Si tomamos en consideración no sólo las medidas que tratan de regular los flujos migratorios (o sea, la entrada) sino también las medidas para la inserción social de los inmigrantes en la sociedad de acogida, se puede decir que en gran parte de la Europa mediterránea no hay todavía políticas de inmigración e integración propiamente dichas o, a lo sumo, que éstas están en mantillas.

Lo que resulta patente en la mayoría de los casos es un doble juego de intereses (económicos, demográficos y xenófobos) cuyo resultado es siempre la discriminación de los inmigrantes más pobres, en peor situación, de los llamados "sin papeles" o "irregulares". De una parte, se dice que hay razones demográficas y económicas a favor de potenciar la acogida de inmigrantes; de otra parte, se aduce que la inmigración quita puestos de trabajo a los autóctonos y pone en peligro la identidad de los estados-nación europeos o incluso de las naciones sin estado. Con algunos matices, eso mismo se dice en los países del área mediterránea, en Bélgica, Francia, Alemania y otros países de la Unión Europea, en cuales también se viene regulando ad hoc cada x años la situación de los inmigrantes considerados ilegales o "irregulares".En este punto se hace indispensable el estudio comparativo de las políticas de inmigración puestas en práctica hasta ahora en el marco de la Unión Europea y la evaluación de sus resultados.

El equívoco anterior se convierte en tragedia, en la práctica, porque al llamar ley a lo que son en realidad normas de contención y fragmentación al hoc de la mano de obra inmigrante que llega a nuestros países se entra incluso en conflicto con lo que dicen los textos constitucionales de estos países sobre los derechos de los ciudadanos: derecho al trabajo, derecho a la salud, derecho a la vivienda, derecho a expresarse libremente, derecho a manifestarse, etc. Todo el proceso inmigratorio, desde el principio mismo, se hace así irregular: desde la intervención de las mafias y traficantes (exteriores e interiores) hasta el trabajo sin contrato (facilitado por empresarios sin escrúpulos) pasando por las detenciones, retenciones y expulsiones de los sin papeles.

Así se ha ido creando una categoría de súbditos, no-ciudadanos, privados de derechos, a los que se llama "irregulares", etc., pero a los que se puede explotar regularmente en el trabajo y expoliar fuera del trabajo porque viven, ellos sí, con el miedo en el cuerpo. No con el miedo al otro, a la otra cultura, a la diferencia, sino con el miedo a la ley, a la denuncia, a la criminalización, a la arbitrariedad de quienes tienen que aplicar la ley.

Esto es lo que hemos visto y vivido durante los últimos años. Y esto es lo que está en el origen de los encierros y de las huelgas de hambre de los inmigrantes llamados "irregulares", cuyo eco en los medios de comunicación ha sido sintomáticamente mucho menor que el que suele tener la oposición a tal o cual demanda de mezquita u oratorio.

Según los datos más recientes, hace un año, cuando se promulgó el actual Reglamento de Extranjería, había en España algo más de un millón de inmigrantes sin papeles (algunos estudios elevan esta cifra a 1.300.000). Después del último proceso de regularización, en 2005, se han echado las campanas al vuelo. Pero conviene saber que, según los estudios de los sociólogos, un porcentaje muy alto de los inmigrantes hoy regulares (regularizados ad hoc por las varias leyes y reglamentos promulgados durante los últimos años) fueron antes "irregulares". De ahí que pueda hablarse, con razón, del carácter estructural de la inmigración denominada "irregular". Y es que esa es una situación que se ha producido en casi todos los grandes procesos migratorios de este siglo. Se normalizan y regularizan situaciones no tanto en función del tiempo que el inmigrante lleva trabajando en el país de acogida cuanto en función de los intereses en juego entre trabajo legal y economía subterránea o sumergida. Lo que quiere decir que, sin cambio en las políticas de inmigración y sin una reconsideración de lo que se entiende por ciudadano, el problema seguirá existiendo a pesar de las últimas regularizaciones.

En este punto lo que habría que hacer es tan sencillo como poco practicado por los gobiernos: escuchar las demandas de los principales afectados (4). He aquí lo que exigía la Asamblea por la regularización sin condiciones con motivo de los encierros y huelgas de hambre que han tenido lugar durante el mes de mayo en Barcelona y otras ciudades: un proceso de regularización para todas las personas que residen en España; que ninguna persona pierda sus derechos por la ineficiencia de la Administración; la anulación de las órdenes de expulsión no ejecutadas y el fin de toda expulsión; el fin del acoso policial; el cierre de los centros de internamiento; la derogación de la ley de extranjería; y el cambio de política migratoria para garantizar la plenitud de derechos civiles, políticos y sociales.


Notas

(1) T. Van Dijk, Racismo y discurso de las élites y Dominación étnica y racismo discursivo en España y América Latina, ambos libros publicados por la editorial Gedisa, Barcelona, 2003.
(2) Antonio Izquierdo, Inmigración: mercado de trabajo y protección social en España (conclusiones), CES, 2003; Ubaldo Martínez Veiga, Trabajadores invisibles, Los Libros de la Catarata, 2004.
(3) J. De Lucas, Puertas que se cierran, Icaria, 1996; C. Wihtol de Wenden, ¿Hay que abrir las fronteras?, Bellaterra, 2000.
(4) Para el escuchar: "Exluidos", un reportaje de urgencia realizado por Jordi Mir y Clara Sopeña en mayo de 2005 en Barcelona.



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