Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
26 de febrero del 2005


El librero de Kabul*


Asne Seierstad
La Insignia. México, febrero del 2005.


Tentaciones

Ella entra con la luz del sol como una gracia ondeante que irrumpe en la penumbra de la habitación. Mansur sale de su letargo a la vista de esta criatura que se desliza por las estanterías.

-¿En qué puedo ayudarte?

Mansur sabe de inmediato que tiene ante él a una mujer joven y bella: lo ve en el porte, los pies, las manos y la manera de llevar el bolso. Contempla los dedos largos y pálidos.

-¿Tiene Química nivel II?

Mansur pone su cara de librero más profesional. Sabe que no tiene el libro; no obstante, pide a la joven que lo siga hasta el fondo del local para buscarlo. Se coloca muy cerca de ella y busca en los estantes, mientras el perfume de la joven le cosquillea en la nariz. Se pone de puntillas y se inclina fingiendo buscar. A veces voltea hacia ella para escrutar las sombras de los ojos. Nunca ha oído hablar de ese libro.

-Por desgracia, no nos queda ningún ejemplar aquí, pero tengo algunos en casa. Si puedes volver mañana, te lo traigo.

Al día siguiente se pasa toda la jornada esperando que aparezca la maravilla, sin el libro de química, pero con un plan. Pasa el tiempo elaborando nuevas fantasías hasta la hora de cerrar, al crepúsculo. Frustrado, baja las rejas metálicas que protegen las agrietadas lunas del escaparate por la noche.

Ese día, el posterior a su decepción, está de mal humor y languidece detrás del mostrador. Privado de electricidad, el local está en sombras, y ahí donde entran los rayos del sol, el polvo vuela, acentuando la tristeza del lugar. Cuando los clientes le piden un libro, Mansur responde secamente que no lo tiene, incluso si está en un estante delante de sus narices. Maldice las cadenas que lo atan a la librería de su padre, maldice a su padre que no le deja el viernes libre ni le permite estudiar, que no lo deja comprar una bicicleta o ver a sus amigos. Odia las obras polvorientas de la tienda; de hecho, odia los libros en general y no ha empezado a leer uno solo desde que lo sacaron del colegio. Lo despiertan unos pasos ligeros acompañados por un crujido de tela pesada. Igual que la primera vez, ella aparece en medio de un rayo de sol que hace bailar el polvo de los libros a su alrededor. Mansur reprime las ganas de saltar de pura alegría y de nuevo adopta un aire de librero serio.

-Te esperaba ayer -comenta con el tono benevolente de un profesional. Tengo el libro en casa, pero no sabía qué edición ni qué encuadernación o qué precio buscas. Este libro ha salido en muchas ediciones y no podía traerlas todas. ¿Podrías acompañarme para elegir el ejemplar que quieres?

La joven dentro de la burka lo mira extrañada y manosea su bolso un poco insegura.

-¿A tu casa?

Ambos se quedan callados durante un momento. "El silencio es el mejor medio de persuasión", piensa Mansur, temblando de nerviosismo. Es una invitación osada la que acaba de hacer.

-Necesitas el libro, ¿no? -dice por fin.

Milagro de milagros, la muchacha acepta. Se sienta en el asiento trasero del coche, pero de forma que puede ver a Mansur por el retrovisor. Durante la conversación, él intenta sostener lo que cree es su mirada.

-Bonito coche -comenta la joven. ¿Es tuyo?

-Ah, es mío, pero no es nada especial -responde Mansur, restándole importancia. Pero entonces el vehículo parece aún más bonito, y él, más rico.

Conduce al azar por las calles de Kabul con una joven velada en el asiento trasero. No tiene el libro que ella busca, y además en casa están su abuela y todas sus tías. La presencia tan cercana de la desconocida lo preocupa y lo excita. En un momento de valentía, le pide que lo deje ver su cara. Ella se queda completamente rígida durante unos segundos antes de levantar la pieza delantera de la burka y mantener su mirada en el retrovisor. Lo sabía: es muy bella, sus ojos maquillados son grandes y oscuros. Parece unos años mayor que él. Haciendo unas piruetas verbales excepcionales, y gracias a su encanto y su capacidad de convencer, Mansur logra que la estudiante se olvide del libro de química y la invita a un restaurante.

Detiene el auto, la joven sale y se cuela discretamente por la escalera que lleva al restaurante Marco Polo, donde Mansur pide toda la carta: brochetas de pollo asado, kebab, mantu (fideos afganos rellenos de carne), pilau y pudín de pistache de postre.

Durante la comida, Mansur intenta hacerla reir, quiere que se sienta halagada y la invita a comer más. Ella está sentada en un rincón del restaurante, de espaldas a las otras mesas, con la burka echada hacia atrás. Ha dejado a un lado los cubiertos y come con las manos, como la mayoría de los afganos, mientras le cuenta su vida a Mansur y le habla de su familia y de sus estudios. Pero él, presa de la excitación, no la escucha. Es su primera cita, su primera cita ilegal. Al irse deja una propina exageradamente generosa a los camareros con la que busca impresionar a su acompañante. Por su vestimenta, Mansur deduce que no es rica, pero que tampoco es pobre. Él tiene que volver cuanto antes a la tienda y ella entra sola en un taxi, algo que con el régimen talibán hubiera costado latigazos y cárcel para ella y para el taxista. La cita que acaban de celebrar en el restaurante habría sido imposible entonces, un hombre y una mujer que no eran parientes no podían caminar juntos por la calle, y ni en sueños ella hubiese podido quitarse la burka en público. Las cosas han cambiado, por suerte para Mansur, quien promete a la estudiante llevarle el libro a la tienda al día siguiente.

Toda la jornada siguiente pondera qué decirle a la chica cuando vuelva. Debe cambiar de táctica, dejar de ser librero y empezar a comportarse como un seductor. Del lenguaje del amor, Mansur no conoce otra cosa que las frases grandilocuentes de las películas indias y paquistaníes, que invariablemente comienzan con un encuentro y pasan por el odio, la traición y el desengaño antes de acabar con maravillosas promesas de amor eterno. Buena escuela para un joven seductor.

Detrás del mostrador, junto a una pila de libros y de papeles, Mansur se imagina la conversación con la estudiante:

-Desde que te fuiste ayer, no he dejado de pensar en ti. Sabía que tú tenías algo especial, que tú estás hecha para mí. ¡Eres mi destino!

Seguramente le gustará escuchar esto, y habrá que mirarla a los ojos, tal vez incluso tomarla de la muñeca.

-Necesito estar a solas contigo. Quiero verte entera, quiero ahogarme en tus ojos -dirá. O se mostrará más reservado y le dirá:

-No te pido mucho, sólo que si puedes vengas de vez en cuando; lo entenderé si no quieres hacerlo, pero ¿podrías entonces venir al menos una vez a la semana?

Tal vez debía hacerle promesas:

-Cuando cumpla dieciocho años, podremos casarnos.

Tendrá que actuar como el Mansur del auto caro, el Mansur de la tienda elegante, el Mansur que da generosas propinas, el Mansur vestido al estilo occidental. Tiene que tentarla con la vida que podría tener con él.

-Tendrás una casa grande con jardín y muchos criados, e iremos de viaje al extranjero.

Tiene que hacerla sentirse deseada y demostrarle lo mucho que ella significa para él.

-Sólo te quiero a ti, cada segundo que paso sin ti es un sufrimiento.

Si aun así ella no hace lo que él le pide, habrá que echar mano del dramatismo:

-Si me dejas, ¡primero mátame! ¡O de lo contrario quemaré el mundo entero!

Pero la estudiante no vuelve ese día, ni al siguiente, ni al siguiente. Mansur sigue ensayando sus mensajes, pero se siente cada vez más descorazonado. ¿Será que no le cayó bien a la muchacha? ¿Acaso sus padres la descubrieron y le han prohibido salir? ¿Es posible que alguien los viera y los delatará? ¿Tal vez un vecino o un pariente? ¿Dijo él algo improcedente?

Un señor mayor con bastón y gran turbante interrumpe sus cavilaciones saludando en voz baja y preguntando por una obra religiosa, que Mansur -fastidiado- le tira sobre el mostrador. Él no es Mansur, el seductor, no es más que Mansur, el soñador romántico, el hijo del librero.

Cada día la espera y cada día cierra con llave las puertas metálicas sin que ella haya hecho acto de presencia. Las horas que Mansur pasa en la tienda se vuelven cada vez más insoportables.


La librería de Sultán no es la única de la calle, hay otras; así como hay otras papelerías, centros de copiado y talleres de encuadernación. En una de las tiendas trabaja Rahimula. Pasa a menudo por la tienda de Mansur a tomar té y charlar, pero este día es Mansur quien pasa por la tienda de Rahimula. Lamenta su suerte; Rahimula sólo se ríe.

-Eso te pasa por probar suerte con una estudiante. Ésas son demasiado virtuosas; debes intentarlo con alguien que necesite dinero. Las más fáciles son las mendigas, y muchas de ellas no están nada mal. O vete donde está la ONU y ofrécete para distribuir harina y aceite, ahí van muchas viudas jóvenes.

Mansur se queda boquiabierto. Conoce la esquina donde se reparte comida para los más necesitados, sobre todo viudas de guerra con hijos pequeños. Reciben una ración al mes, y muchas mujeres venden una parte de la ración ahí mismo para obtener un poco de dinero.

-Tú ve allí y búscate una con aspecto juvenil. Cómprale una botella de aceite y pídele que venga aquí. "Si vienes conmigo a la tienda, yo te ayudo en el futuro", eso les suelo decir yo. Cuando vienen, les ofrezco un poco de dinero y las llevo a la trastienda. Llegan con el velo y salen con el velo; nadie sospecha nada. Yo obtengo lo que quiero y ellas se quedan con dinero para sus hijos.

Incrédulo, Mansur mira cómo Rahimula abre la puerta de la trastienda para mostrarle cómo funciona. La pieza es de unos pocos metros cuadrados y el suelo está cubierto con cajas de cartón desplegadas, sucias, pisadas y con manchas oscuras.

-Les quito el velo, el vestido, las sandalias, los pantalones y la ropa interior. Una vez dentro, es demasiado tarde para cambiar de opinión. Gritar es impensable: incluso si alguien viene en su auxilio, la culpa será de ella de todas formas, y saben que el escándalo les arruinaría la vida. Con las viudas no hay problema, pero si son jóvenes, si son vírgenes, lo hago entre sus piernas, simplemente les pido que las aprieten. O lo hago por detrás, ya sabes, por detrás -explica el comerciante.

Mansur mira desconcertado al hombre, que es algo mayor que él. ¿Tan simple es?

Esa misma tarde, cuando para junto a la masa azul de burkas, comprueba que no, que no es tan simple. Compra una botella de aceite, pero las manos de la mujer que se la ofrece son ásperas y están gastadas. Mira alrededor de él y sólo ve pobreza. Tira la botella en el asiento trasero del auto y se va.

Mansur ha dejado de ensayar las frases cinematográficas pero sin abandonar la esperanza de tener que usarlas algún día. Una joven viene a la tienda y pregunta por un diccionario inglés. Él pone su cara más amable y ella le cuenta que ha iniciado un curso de inglés para principiantes. Todo un caballero, el hijo del librero le ofrece su ayuda:

-Tengo pocos clientes. Si quieres, podría ayudarte con tus tareas.

El refuerzo escolar empieza en el sofá de la tienda y continúa detrás de una estantería, con promesas de matrimonio y fidelidad eterna. Un día Mansur levanta el velo de la chica y la besa. Ella se zafa y se va para no volver nunca más.

Una vez liga con una chica que conoce en la calle, es una analfabeta que nunca ha visto un libro. Está esperando en la parada de autobuses que hay enfrente de la tienda, y Mansur le dice que quiere mostrarle algo. La joven es guapa y dócil y va varias veces a la tienda. También a ella Mansur le promete un futuro dorado, y ella a veces se deja toquetear por debajo de la burka. Pero esto sólo hace que a Mansur le hierva más la sangre.

-Tengo el corazón negro -le confía a Eqbal, su hermano menor, pues sabe que no es bueno pensar en esas muchachas.

-Me pregunto por qué son tan aburridas -le comenta Ra- himula un día que Mansur pasa a tomar té en su tienda.

-¿Cómo que aburridas? -pregunta Mansur.

-Aquí las mujeres no son como las de las películas. No se mueven, permanecen completamente rígidas -explica el hombre de más edad.

Ha conseguido unos filmes pornográficos y cuenta cada detalle a Mansur: lo que hacen las mujeres y qué aspecto tienen.

-¿Será que las mujeres afganas son diferentes? Intento explicarles lo que tienen que hacer, pero nada... -suspira, y Mansur también.

Entra una chiquilla en la tienda, tal vez tenga doce años, tal vez catorce. Tiende una mano sucia y mira implorante a los dos hombres.

Un sucio chal blanco con flores rotas le cubre la cabeza y los hombros, es demasiado pequeña para llevar la burka, que no se suele llevar hasta la pubertad.

En las tiendas a menudo entran mendigos. Mansur suele decirles que se vayan, pero Rahimula se queda mirando la cara infantil con forma de corazón. Saca diez billetes del bolsillo, la chiquilla abre los ojos de par en par e intenta cogerlos con codicia, pero la mano de Rahimula se escapa. El comerciante dibuja un gran círculo en el aire con la mano mientras mantiene la mirada de la pequeña mendiga.

-No hay nada gratis en la vida -declara.

La mano de la chica se inmoviliza. El hombre mayor le tiende dos billetes.

-Vete a un hammam [baño turco], lávate y vuelve después. Entonces te daré el resto.

Ella mete el dinero apresurada en el bolsillo del vestido y esconde la cara a medias detrás del sucio chal con las flores rotas. Mira a Rahimula con un solo ojo. En una de sus mejillas y en su frente se ven las marcas dejadas por la viruela. Da media vuelta y se va; su cuerpo delgado desaparece en las calles de Kabul.

Unas horas más tarde regresa recién lavada. Una vez más, Mansur está de visita.

-Bueno, va -dice Rahimula, resignándose a que la chiquilla lleve la misma ropa sucia de antes. Sígueme a la trastienda, te voy a dar el resto del dinero -le promete sonriendo. Y luego, dirigiéndose a Mansur, añade-: Cuida de la tienda mientras.

La niña y Rahimula se ausentan durante mucho tiempo. Una vez satisfecho, el comerciante se viste y pide a la pequeña que se quede echada sobre los cartones.

-Es tuya -le ofrece a Mansur.

Mansur se queda mirándolo. Echa un vistazo a la puerta de la trastienda y sale corriendo de la tienda.


(*) Fragmento del libro de la autora El librero de Kabul. Traducción de Sara Hoyrup y Marcelo Covián. México, Océano, Maeva, 2004. 285 p. Reproducido con permiso de la editorial.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto