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La insignia
20 de febrero del 2005


A fuego lento: De griegos, inquisidores y enanos

La censura, ayer y hoy


Mario Roberto Morales
La Insignia*. Guatemala, febrero del 2005.


Anticipándose al cambio de siglo, ocurrido hace ya cinco años, el periódico El Mundo, de España, publicó una colección de libros que llamó "Las 100 joyas del milenio", de la que he podido leer unos cuantos con prólogos demasiado impresionistas para mi gusto, uno de los cuales sin embargo me pareció interesante. Me refiero al que escribió Ramón Irigoyen para el extraordinario libro de Robert Graves, Dioses y héroes de la antigua Grecia (Madrid: Unidad Editorial, 1999), publicado originalmente en 1960, en el que nos cuenta que había estado leyendo el prólogo a la imprescindible obra de Diógenes Laercio, Vidas de los más ilustres filósofos griegos (Barcelona: Ediciones Folio, 2002, Vols. I y II), escrito por su traductor, el prominente helenista del siglo XVIII, José Ortiz y Sainz. El prólogo de Irigoyen llama la atención de inmediato porque empieza con esta cándida confesión:

"Mi experiencia, gravemente traumática, de la religión católica fue la razón determinante de mi tardío descubrimiento de los maravillosos mitos griegos. (…) Frente a la verdad cristiana revelada, cuyo cielo estaba gobernado serena y castamente por Dios Padre, y que iluminaba mi vida con las más divinas luces de los profetas del Antiguo Testamento y los salvíficos relatos de los evangelistas, el miserable Olimpo griego, poblado promiscuamente por dioses y diosas que copulaban como camellos, me parecía un repugnante prostíbulo sin pies ni cabeza. La religión, me decía después de la comunión, es algo profundamente serio y solemne, y estos dioses griegos degenerados no son más que tratantes de ganado."

Una vez ubicado el entorno ideológico del prologuista de Graves, podemos entender su indignación cuando, al hablar del piadoso traductor de las Vidas, dice que éste declara en su respectivo prólogo "que ha disfrazado muchas palabras y expresiones menos decentes que Diógenes Laercio usa, como gentil que es, sin ninguna reserva. Y el traductor las anota, para que no dañen al lector, porque son opiniones ajenas a la sana moral. E incluso un hombre tan culto y fino como Ortiz y Sainz no puede librarse de la demente suficiencia que suele generar la fe en el Dios de los católicos. Aquí aparece, con todos sus hierros y yerros, el católico español que es más bruto que un arado etrusco, incluso, insisto, en el caso de un hombre fino como Ortiz y Sainz".

Irigoyen se refiere a los siguientes pasajes del prólogo del traductor de las Vidas:

"Pero digamos algo ya de la traducción presente. He sido muy escrupuloso en expresar la mente del autor, no tanto en la materialidad de las síntesis, que en Laercio no son elegantes, cuanto en lo formal que contienen. Más cuidado he puesto en disfrazar muchas palabras y expresiones menos decentes que el autor usa sin reserva, como gentil; si bien es creíble, por varias circunstancias, lo ejecutase así por no defraudar a la verdad de lo que escribía, tomado de otros escritores. Antes quiero se me note de poco ajustado al original que de inducir algún daño en las buenas costumbres. Me ha parecido ésta una de las primeras obligaciones de quien pone en manos del pueblo piadoso un libro gentílico, aunque de ciencias humanas."

Por si no bastara con su bienpensante concepción del traductor como censor y de las traducciones como adaptaciones a la moralidad oficial, Ortiz y Sainz puntualiza estos inquietantes criterios:

"En cuanto a varias expresiones propias del gentilismo, he notado en sus propios lugares lo conveniente aunque, con suma brevedad, en beneficio de la gente joven y sencilla, especialmente cuando se ofrecen opiniones ajenas de la sana moral. Así lo tiene mandado el santo Tribunal de la Inquisición por decreto del año próximo pasado 1791 (con apoyo del Concilio Lateranense, terminado en 1571), a los maestros de filosofía siempre que les ocurran opiniones filosóficas que, dejadas sin explicación, pudieran ser dañosas al pueblo cristiano. Por lo demás, los lectores se reirán como yo al ver los caprichos, sandeces y necedades de Aristipo, Teodoro, Diógenes y demás cínicos; la metempsicosis pitagórica; el fanatismo republicano de Solón y otros; las manías de Crates; las aprensiones de Pirrón, Bión, etc.; el ateísmo de unos; el politeísmo de otros; y, en una palabra, cuantos disparates hacían y decían algunos filósofos de éstos; pues, como ya dijimos, la filosofía que no va sujeta a la revelación, apenas dará paso sin tropiezo" (Vidas, p.15).

La cándida "corrección política" de este deliberado traduttore tradittore espanta, sobre todo si se piensa en que lo que hemos estado leyendo como pensamiento griego antiguo está tan filtrado por la censura cristiana como lo están las cosmovisiones indígenas de Hispanoamérica contenidas en los textos precolombinos, reescritos a lo largo de la época colonial bajo la piadosa tutela de los frailes mendicantes en los "pueblos de indios". Si duda, el traumatismo religioso de Irigoyen es el mismo que el de muchos hispanoamericanos. Por eso, cala esta cita que él hace de Luis Cernuda cuando en 1958 este lúcido poeta escribiera:

"No puedo menos de deplorar que Grecia nunca tocara al corazón ni a la mente española, los más remotos e ignorantes, en Europa, de 'la gloria que fue Grecia'. Bien se echa de ver en nuestra vida, nuestra historia, nuestra literatura."

Juicio que remata Irigoyen diciendo:

"Y Grecia no ha rozado la cultura española porque aquí, levantes donde levantes una piedra, siempre te salta al ojo una puta iglesia románica."

En Hispanoamérica lo que salta al ojo son iglesias barrocas construidas por España sobre la dura roca de las pirámides indígenas. Pero más que el trauma católico de España y, por herencia, de Hispanoamérica, me interesa la persistencia histórica de la censura como lógica cultural bienintencionada y como cumbre de la más excelsa soberbia moral y espiritual. Esa soberbia que Erasmo de Rotterdam ridiculizara en su Elogio de la locura (1511), uno de cuyos ejes temáticos e ideológicos está dado precisamente por la cultura griega compendiada en Las metamorfosis (8 d.C.), de Ovidio, un libro en el que la transfiguración es la forma que adoptan los cambios, tanto en lo relativo al mundo físico como al moral, y en el que la mitología griega es recreada con la festiva libertad característica de la época en que aún no existían la intolerancia y la censura cristianas que asolarían y entristecerían a la Europa del Medioevo, falseando el pensamiento griego como ocurrió con las traducciones al castellano de las Vidas de filósofos de Diógenes Laercio.

El libro de Robert Graves es celebrado por Irigoyen precisamente porque aborda los mitos griegos con la naturalidad de quien sitúa su moral más allá de cualquier censura y normativa moralista, una virtud que hoy hace más falta que nunca no sólo en España sino también en Hispanoamérica, en donde los fundamentalismos protestantes subsumen la ciencia, el arte, la economía, la política y, por supuesto, la moral, en una forma de adoración intolerante que se traduce en un poder económico corporativo que invade sin tregua los imaginaros consumistas de las legiones de "pobres de espíritu" que pueblan nuestros campos y ciudades; lugares a los que la cooperación internacional y los profesores universitarios estadounidenses han llevado el virus de la peor pandemia ideológica de la era posmoderna: la "corrección política".

Sin duda ya no es la santa Inquisición sino la santa Corrección el poder ideológico encargado de presionar a quienes son más propensos -dado su pasado religioso y su consecuente proclividad a la culpa cristiana- a instaurar la autocensura en sus corazones y sus cerebros para, desde allí, instituirse en jueces y verdugos de quienes no acatan los dogmas "políticamente correctos" de ciertos culturalismos, etnicismos, feminismos, ecologismos y demás "ismos" derivados de la juntura de las tradiciones puritana y conductista que anima la moral estadounidense, rectora de los criterios con los que la sociedades civiles y políticas del tercer mundo suplican los financiamientos externos que constituyen la punta de lanza de la injerencia foránea en los asuntos internos de los países en los que la institucionalidad democrática es particularmente endeble y corrupta. Por lo que veremos a continuación, a estos "ismos" deberemos agregar ahora el periodismo.

El más reciente ejemplo de censura bienintencionada que ha caído en mis manos es el folleto titulado Periodismo sin discriminación, publicado en 2004 por la oenegé guatemalteca DOSES, con financiamiento de la Agencia Noruega para el Desarrollo (NORAD). A pesar de que el documento registra que "hay una corriente de rechazo a la corrección política, por las exageraciones que se presentan y por considerar que estas prácticas pueden inducir a pensar que su sola adopción es suficiente para el cambio de actitudes" (p.52), sus autores caen en el abismo que advierten cuando, por ejemplo, evalúan una nota periodística y afirman que en ella "es evidente el empleo de términos peyorativos como 'limpiavidrios', 'menores', 'pequeños', para dirigirse (sic) a niños y niñas que trabajan en la calle" (p.31). Francamente, si para referirse (no para dirigirse) a niños y niñas no se pueden usar palabras que aluden a su trabajo, a su edad y a su estatura, estas piadosas formas de censura desembocan por fuerza en un inmediato empobrecimiento expresivo del idioma y de su psicología, además de que fomentan un lamentable conductismo acomodaticio en quienes deciden acatar el intolerante mandato. La cosa empeora cuando los autores del folleto se permiten presentar una "tabla con algunos consejos" para los periodistas principiantes, entre los cuales consejos se cuenta el siguiente:

"Evitar el uso de términos como minusválidos o inválidos o impedidos, que tienden a restarles valía como personas. Se sugiere emplear el término 'discapacitado'. (…) Evitar el uso del término enanos. Se sugiere emplear 'gente pequeña'" (p.55).

El DRAE define minusválido como "la persona incapacitada, por lesión congénita o adquirida, para ciertos trabajos, movimientos, deportes, etc."; inválido, como"la persona que adolece de un defecto físico o mental, ya sea congénito, ya adquirido, que le impide o dificulta alguna de sus actividades"; e impedido, como la persona "que no puede usar alguno o algunos de sus miembros". En cuanto a discapacitado -que es el término propuesto como "políticamente correcto" por los autores del manual que nos ocupa- el DRAE simplemente indica: "minusválido". Si estamos de acuerdo en que estas definiciones del DRAE se apegan al uso popular de los respectivos vocablos, vale preguntarse ¿de dónde, entonces, la idea de que nombrar a los discapacitados con uno que otro sinónimo "tiende a restarles valía como personas"?

Asimismo, el DRAE define enano como "diminuto en su especie" y como "persona de extraordinaria pequeñez". ¿En dónde está la desvaloración de la "gente pequeña" en esta palabra? Sin duda, sólo en la mente paranoica de ciertas buenas conciencias torturadas por la culpa y la ira, las cuales aplacan mediante un desesperado (y desesperante) fariseísmo redentor.

Por todo, la candidez de los autores del folleto también espanta, sobre todo si, como reza un párrafo en la contraportada, esta "guía destinada a los principiantes de un oficio, que para muchos es una misión, ha sido elaborada con la idea de aportar a la profesionalización del periodismo en Guatemala. Asimismo, con la convicción de que ese profesionalismo redundará positivamente no sólo en prestigio para periodistas y empresas periodísticas, sino también en impactos sociales positivos".

Hablando de impactos sociales, sugerir la sustitución de las palabras indicadas como despectivas por otras propuestas como respetuosas conlleva legitimar el uso del eufemismo y la doble moral que anima ese uso, aunque como parte del mismo consejo periodístico se diga que hay que "evitar las actitudes paternalistas, pues eso implica la creencia de que son personas disminuidas en sus potencialidades". ¿Se evita la percepción inferiorizante (si es que existe) de las personas denotadas con palabras como "minusválidos" y "enanos" mediante eufemismos como "discapacitados" y "gente pequeña"? Lo dudo. Además, si de veras se está en desacuerdo con que la mera sustitución de términos puede cambiar conductas y se acepta que éstas sólo se verán modificadas si forman parte de radicales cambios estructurales en la sociedad, ¿para qué proponer sustituciones eufemísticas a la vez que se aceptan los excesos de la "corrección política", si además esas sustituciones son en sí mismas un exceso "políticamente correcto"?

En un reciente artículo titulado "¿Tenemos que volver a pelear la lucha por la Ilustración?" (La Jornada 23-1-05), Salman Rushdie, actual presidente del PEN Internacional, escribió refiriéndose a la libertad de pensamiento:

"En el momento en que se dice que cualquier sistema de ideas es sagrado, ya sea dentro de un sistema de fe o una ideología laica; desde el momento en que se declara que un conjunto de ideas debe ser inmune a la crítica, la sátira, el desacuerdo o el desprecio, la libertad de pensamiento se vuelve imposible."

Al mutilar el lenguaje desde una perspectiva censuradora, se mutila la capacidad humana de satirizar, de ejercer el desprecio y el sentido del humor, de expresar mentalidades tan variadas como la diversidad en nombre de la cual se quiere uniformizar el léxico reduciéndolo a una mínima expresión permitida por las buenas conciencias laceradas por la corrosiva emoción de la culpa. El racismo, el sexismo y el autoritarismo en general, sólo se podrán aliviar cuando un cambio social sacuda las estructuras que posibilitan tanto su ejercicio como la doble moral que pretende "remediarlos" con conductas aprendidas que sólo reprimen el síntoma pero que dejan intacta la raíz y causa del problema. La censura no puede ser condición del respeto mutuo. Debe serlo el ejercicio responsable de la libertad de expresión. Y esta responsabilidad es por fuerza crítica y plenamente conciente, o no es. El respeto hacia el prójimo sólo resultará de un cambio social radical y autónomo, con el que deberíamos comprometernos todos y el cual implica un proyecto económico que proporcione fuentes de trabajo para la ciudadanía en general y un Estado fuerte, eficiente y no corrupto. Jamás se logrará con parchados cosméticos que dejan intacto el problema estructural y que están diseñados únicamente para tapar las llagas culposas de las malas conciencias.

La interiorización inconsciente de la censura a estas alturas del intelicidio global perpetrado por los medios de comunicación transnacionales y el moralismo "políticamente correcto" de la cooperación internacional, hace que las buenas intenciones potenciadas por la soberbia moral y espiritual sucumban a la censura. Una censura amable, sonriente, velada y disfrazada de amor y solidaridad "de izquierda". La religiosidad de la "corrección política" empata así con las religiosidades que se apoyan en verdades reveladas porque todas apelan a mentalidades autoritarias e intolerantes que encuentran en la bienintencionada soberbia moral un efectivo estímulo para su irredenta vocación pater(mater)nalista, que cree tener siempre la razón y además la obligación de salvar a la inválida, perdón, discapacitada, humanidad de sus amadas cuanto irrenunciables pasiones.


(*) También publicado en A fuego lento



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