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La insignia
15 de febrero del 2005


Dos grandes valijas


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, febrero del 2005.


En alguna de sus cartas Gustave Flaubert expresó el deseo de que sus personajes llegaran a perdurar en la memoria de la humanidad, y que él fuera olvidado. Casi lo ha conseguido. El nombre de Madame Bovary, su desgraciada dama de provincias desesperada de ambiciones y marcada por un sino trágico, es ya más famosa que el propio Flaubert. Es la suerte que seguramente espera a Willy Loman, el personaje de La muerte de un viajante del dramaturgo estadounidense Arthur Miller, quien acaba de morir.

La gran literatura, y el gran arte, están marcados por íconos que representan los sentimientos y la atmósfera de una época, y que en no pocos sentidos la encarnan. Son los personajes arquetípicos. El viajante de comercio que regresa a su estrecho apartamento de los suburbios cargando dos enormes valijas pasa a ser un símbolo de sueños nunca conquistados, un nuevo caballero de la triste figura en el paisaje desolado de la mitad del siglo XX, del que han desaparecido los molinos de viento, y a cambio se multiplican las chimeneas de la era industrial que han llenado de hollín toda quimera. Y los edificios de apartamentos en serie, como ratoneras, "ladrillos y ventanas, ventanas y ladrillos", como repite el propio Willy Loman, donde siempre faltará el aire, forman parte también de ese paisaje, que es también un paisaje de la soledad, como en los cuadros de Edgard Hoppe.

Son las ambiciones de riqueza y bienestar las que mueren asfixiadas. Toda la escenografía del american dream, el gran sueño americano que rescata de la mediocridad de la pobreza a unos pocos, y deja en el infierno gris del fracaso a muchos más. Cuando La muerte de un viajante se estrenó en 1949, tras el fin de la segunda guerra mundial y el comienzo de la guerra fría, el sueño americano se mostraba en todo su esplendor, encarnando una filosofía de vida que terminada ya la era industrial, aún perdura, como el más terco de los espejismos.

Es la filosofía que Willy Loman sigue encarnando, mientras recorre pueblos tras pueblo de Nueva Inglaterra colocando mercancías entre sus clientes habituales. Soy imprescindible en Nueva Inglaterra para la empresa, le dice a Linda, su mujer, pero es la compañía la que va prescindir de él. Las dos grandes valijas de muestras comerciales son el escudo y la lanza de este caballero de la triste figura al que el tiempo ha derrotado ya, treinta y cuatro años cargándolas sin conquistar nada. Lo único que le queda es ese sueño americano que ya ni siquiera sueña él mismo, sino que lo traspasa a la figura de Ben, su hermano mayor, que desde el pasado remoto sigue invitándolo a irse a Alaska, donde aguarda la quimera del oro. El pasado remoto que es la muerte.

Ésta es una de las piezas más brillantes del teatro del siglo XX, que se sigue representando hoy tanto en Pekín como en Buenos Aires, y en cualquier escenario, pequeño o grande, de los Estados Unidos. Todo el mundo quisiera ser como el gran Gatsby de Scott Fitgerald, el triunfador, pero todo el mundo compadece al antihéroe que es Willy Loman, el derrotado. Y no pocos se compadecen a sí mismos.

El Quijote pertenece a una imagen invariable, suficientemente reproducida, enjuto caballero de huesos a flor de piel, mientras Willy Loman, lejos de tener una figura única, ha pasado a ser encarnado por una variedad de grandes actores, de diferentes aspectos físicos, y temperamentos, mientras lo único que permanece invariable son las dos grandes valijas que el viajante entra cargando al escenario ya terminado el día.

Desde Lee J. Cobb, que estrenó el papel en la puesta de 1949 en Broadway, uno de los duros de las películas, a Frederich March, que lo interpretó en el cine en 1951, para insatisfacción de Miller, porque resultó un Willy Loman lunático; a la par, la Columbia lanzó otra película, La vida de un viajante, el agente viajero feliz y buen padre de familia, para no desvirtuar el sueño americano imperturbable. Luego George C. Scott en 1975, al que recordamos por su papel del general Patton; Dustin Hoffman en 1984, tomando su caracterización como un desafío, como si se tratara de Hamlet, y por último Brian Dennehy, capaz de llenar todo el escenario por sí mismo con la majestad de su presencia, en la última de las grandes puestas en Broadway en 1999, cuando se celebró el medio siglo del estreno de la obra.

Willy Loman nunca pudo terminar de pagar la hipoteca del préstamo para comprar el apartamento. No vende lo suficiente para pagar los gastos de la casa, tiene que hacer préstamos a los vecinos. Su hijo mayor es un fracaso. El dueño original de la compañía ha sido repuesto ya por su hijo, que no lo comprende lo mismo. Van a terminar despidiéndolo. Tiene ya sesenta años. En su último día planta semillas a la medianoche en su jardín, ayudándose con un foco de mano. El escenario se llena luego con los ruidos del motor de su carro, que se aleja hacia la muerte. Casi nadie vendrá al funeral.

Este viajante de comercio fatigado por el fracaso, entra entonces a la galería de personajes inmortales, junto con sus dos grandes valijas, y junto con su creador. Hasta que el creador consiga que sea a Willy Loman a quien recuerden los siglos, y no a él.


Masatepe, febrero del 2005.



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