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La insignia
14 de enero del 2005


La planta nueva o el faccioso


Mariano José de Larra
España, 10 de noviembre de 1833.


Razón han tenido los que han atribuido al clima influencia directa en las acciones de los hombres. Duros guerreros ha producido siempre el norte, tiernos amadores el mediodía, hombres crueles, fanáticos y holgazanes el Asia, héroes la Grecia, esclavos el África, seres alegres e imaginativos el risueño cielo de Francia, meditabundos aburridos el nebuloso Albión. Cada país tiene sus producciones particulares: he aquí por qué son famosos los melocotones de Aragón, la fresa de Aranjuez, los pimientos de Valencia y los facciosos de Roa y de Vizcaya.

Verdad es que hay en España muchos terrenos que producen ricos facciosos con maravillosa fecundidad; país hay que da en un solo año dos o tres cosechas; puntos conocemos donde basta dar una patada en el suelo, y a un volver de cabeza nace un faccioso. Nada debe admirar por otra parte esta rara fertilidad, si se tiene presente que el faccioso es fruto que se cría sin cultivo, que nace solo y silvestre entre matorrales, y que así se aclimata en los llanos como en los altos; que se trasplanta con facilidad y que es tanto más robusto y rozagante cuanto más lejos está de población. Esto no es decir que no sea también en ocasiones planta doméstica; en muchas casas los hemos visto y los vemos diariamente, como los tiestos en los balcones, y aun sirven de dar olor fuerte y cabezudo en cafés y paseos. El hecho es que en todas partes se crían; sólo el orden y el esmero perjudican mucho a la cría del faccioso, y la limpieza, y el olor de la pólvora sobre todo, le matan. El faccioso participa de las propiedades de muchas plantas; huye, por ejemplo, como la sensitiva al irle a echar mano; se cierra y esconde como la capuchina a la luz del sol, y se desparrama de noche; carcome y destruye como la ingrata hiedra el árbol a que se arrima; tiende sus brazos como toda planta parásita para buscar puntos de apoyo; gústanle sobre todo las tapias de los conventos, y se mantiene, como esos frutos, de lo que coge a los demás; produce lluvia de sangre como el polvo germinante de muchas plantas, cuando lo mezclan las auras a una leve lluvia de otoño; tiene el olor de la azafétida, y es vano como la caña; nace como el cedro en la tempestad, y suele criarse escondido en la tierra como la patata; pelecha en las ruinas como el jaramago; pica como la cebolla, y tiene más dientes que el ajo, pero sin tener cabeza; cría, en fin, mucho pelo como el coco, cuyas veces hace en ocasiones.

Es planta peculiar de España, y eso moderna, que en lo antiguo o se conocía poco, o no se conocía por ese nombre; la verdad es que ni habla de ella Estrabón, ni Aristóteles, ni Dioscórides, ni Plinio el joven, ni ningún geógrafo, filósofo ni naturalista, en fin, de algunos siglos de fecha.

En cuando a su figura y organización, el faccioso es en el reino vegetal la línea divisoria con el animal, y así como la mona es en éste el ser que más se parece al hombre, así el faccioso en aquél es la producción que más se parece a la persona; en una palabra, es al hombre y a la planta lo que el murciélago al ave y al bruto; no siendo, pues, muy experto, cualquiera lo confunde; pondré un ejemplo: cuando el viento pasa por entre las cañas silba; pues cuando pasa por entre facciosos habla; he aquí el origen del órgano de la voz entre aquella especie. El faccioso echa también, a manera de ramas, dos piernas y dos brazos, uno a cada lado, que tienen sus manojos de dedos, como púas una espiga; presenta faz y rostro, y al verle, cualquiera diría que tiene ojos en la cara, pero sería grave error; distínguese esencialmente de los demás seres en estar dotado de sinrazón.

Admirable es la naturaleza y sabia en todas sus cosas: el que recuerde esta verdad y considere las diversas calidades del hombre que andan repartidas en los demás seres, no extrañará cuanto de otras propiedades del faccioso maravillosas vamos a decir. ¿Hay nada más singular que la existencia de un enjambre de abejas, la república de un hormiguero, la sociedad de los castores? ¿No parece que hay inteligencia en la africana palma, que ha de vivir precisamente en la inmediación de su macho, y que arrancado éste, y viuda ella, dobla su alta cerviz, se marchita y perece como pudiera una amante tórtola? Por eso no se puede decir que el faccioso tenga inteligencia, sólo porque se le vean hacer cosas que parezcan indicarlo; lo más que se puede deducir es que es sabia, admirable, incomprensible la naturaleza.

Los facciosos, por ejemplo, sin embargo de su gusto por el despoblado, júntanse, como los lobos, en tropas, por instinto de conservación; se agarran con todas sus ramas al perdido caminante o al descarriado caballo; le chupan el jugo y absorben su sangre, que es su verdadero riego, como las demás plantas el rocío. Otra cosa más particular. Es planta enemiga nata de la correspondencia pública; dondequiera que aparece un correo, nacen en el acto, de las mismas piedras, facciosos por todas partes; rodéanle, enrédanle sus ramas entre las piernas, súbensele por el cuerpo como la serpentaria, y le ahogan; si no suelta la valija, muere como Laomedonte, sin poderse rebullir; si ha lugar a soltarla, sálvase acaso. Diránme ahora, ¿y para qué quieren la valija, si no saben leer? Ahí verán ustedes, respondo yo, si es incomprensible la naturaleza; toda la explicación que puedo dar es que se vuelven siempre a la valija como el heliotropo al sol.

Notan también graves naturalistas de peso y autoridad en la materia, que así como el feo pulpo gusta de agarrarse a la hermosa pierna de una mujer, y así como esas desagradables florecillas, llenas de púas y en forma de erizos, que llamamos comúnmente amores, suelen agarrarse a la ropa, así los facciosos, sobre todo los más talludos y los vástagos principales, se agarran a las cajas de fondos de las administraciones; y plata que tiene roce con facciosos pierde toda su virtud, porque desaparece. ¡Rara afinidad química! Así que, en tiempos revueltos, suélese ver una violenta ráfaga de aire que da con un gran manojo de facciosos, arrancados de su tierra natural, en algún pueblo, el cual dejan exhausto, desolado y lleno de pavor y espanto. Meten por las calles un ruido furioso a manera de proclama, y es niñería querer desembarazarse de ellos, teniendo dinero, sin dejársele; bien así como fuera locura querer salir de un zarzal una persona vestida de seda, sino desnuda y arañada.

Muchas de las calidades de esta estrambótica planta pasamos en silencio, que pueden fácilmente de las ya dichas inferirse, como son las de albergarse en tiempos pacíficos entre plantas mejores, como la cizaña entre los trigos, y pasar por buenas, y tomar sus jugos de donde aquéllas los toman, y otras.

Planta es, pues, perjudicial y aun perjudicialísima, el faccioso; pero también la naturaleza, sabia en esto como en todo, que al criar los venenos crió al paso los antídotos, dispuso que se supiesen remedios especiales a los cuales no hay mata de facciosos que resista. Gran vigilancia sobre todo, y dondequiera que se vea descollar uno tamaño como un cardillo, arrancarle; hacer ahumadas de pólvora en los puntos de Castilla que, como Roa y otros, los producen tan exquisitos, es providencia especial; no se ha probado a quemarlos como los rastrojos, y aunque éste es remedio más bien contra brujas, podría no ser inoportuno, y aun tengo para mí que había de ser más eficaz contra aquéllos que contra éstas. El promover un verdadero amor al país en todos sus habitantes, abriéndoles los ojos para que vean a los facciosos claros como son y los distingan, sería el mejor antídoto; pero esto es más largo y para más adelante, y ya no sirve para lo pasado. Por lo demás, podemos concluir que ningún cuidado puede dar a un labrador bien intencionado la acumulación del faccioso, pues es cosa muy experimentada que en el último apuro la planta es también de invierno, como si dijéramos de cuelga; y es evidente y sabido que una vez colgado este pernicioso arbusto y altamente separado de la tierra natal que le presta el jugo, pierde como todas las plantas su virtud, es decir, su malignidad. Tiene de malo este último remedio que para proceder a él es necesario colgarlos uno a uno, y es operación larga. Somos enemigos, además, de los arbitrios desesperados, y así, en nuestro entender, de todos los medios contra facciosos parécenos el mejor el de la pólvora, y más eficaz aún la aplicación de luces que los agostan, y ante las cuales perecen corridos y deslumbrados.



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