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La insignia
3 de agosto del 2005


Hiroshima: La lección que la humanidad no aprendió


Rafael Poch de Feliu
La Vanguardia. España, agosto del 2005.


A las 8, 15 del 6 de agosto de 1945, un bombardero B-29 de un grupo de tres "fortalezas volantes" que navegaban a 8500 metros de altura, lanzó una bomba sobre Hiroshima. Los aviones habían despegado seis horas y media antes, en plena noche, de la isla de Tinian, al lado de Guam, a 2700 kilómetros al sureste de Japón. La bomba llevaba el inocente nombre de "Little Boy", medía tres metros de largo y 0,7 de ancho. Su peso era de 4 toneladas. Explotó a 590 metros de altura, liberando una energía equivalente a la explosión de 13.000 toneladas de Tnt, es decir la capacidad convencional de bombardeo de 2000 aparatos B-29, sumada. La bomba tuvo tres efectos mortales; calor, explosión y radiación.

En el momento de la explosión se creó, en su epicentro aéreo, una bola de fuego de centenares de miles de grados centígrados. Tres décimas de segundo después, la temperatura en el hipocentro (el punto situado en el suelo directamente bajo el epicentro) ascendió a 3000 o 4000 grados. Entre tres y diez segundos después de la explosión, esa enorme emisión de calor mató a quienes estuvieron expuestos a ella en el radio de un kilómetro, quemándolos y destrozando sus órganos internos. En un radio de 3,5 kilómetros la gente también se quemó; la madera de las casas, los árboles y los vestidos prendían.

La onda expansiva de la explosión fue devastadora. A 1,3 kilómetros del hipocentro, registró una fuerza de siete toneladas por metro cuadrado y generó un huracán de 120 kilómetros por segundo. Ese viento huracanado llegó hasta once kilómetros de distancia. La onda desnudó a la gente, arrancó las tiras de su piel quemada, fracturó los órganos internos de algunas víctimas y clavó en sus cuerpos fragmentos de vidrios y otros escombros. En un radio de tres kilómetros, el 90% de los edificios fueron completamente destruidos o se desmoronaron. En total 76.327 edificios, de madera o cemento.

A los ocho minutos, una columna de humo, polvo y escombros se elevó hasta 9000 metros en el cielo, creando una enorme nube con forma de hongo.

La radiación de rayos gamma y neutrones, el tercer efecto, ocasionó un amplio espectro de lesiones y enfermedades en un radio de 2,3 kilómetros. Quienes entraron en la zona en las siguientes cien horas, también recibieron radiaciones gamma. Sus consecuencias a largo plazo continúan siendo hoy responsables de cánceres, leucemias y otras enfermedades.

De las 350.000 personas que se encontraban en Hiroshima el 6 de agosto, en el momento de la explosión, 140.000 habían muerto en diciembre de 1945. En Nagasaki, bombardeada tres días después, murieron 70.000 de sus 270.000 habitantes. No todas las víctimas fueron japonesas. Entre los muertos hubo decenas de miles de coreanos y católicos. En el momento de la explosión, en Hiroshima había 50.000 coreanos, de los que 30.000 murieron. Los coreanos eran trabajadores que habían sido deportados a Japón en condiciones próximas a la esclavitud. En Nagasaki este colectivo ascendía a unos 10.000 y la mayoría murió. En Hiroshima había una comunidad jesuita, con cuatro sacerdotes, dos de los cuales sufrieron quemaduras. El padre Wilheim Kleinsorge, alemán de 38 años, era uno de ellos. Sobrevivió a la bomba y en los años cincuenta solicitó la nacionalidad japonesa y adoptó el nombre de padre Makoto Takakura. Crónicamente enfermo y siempre trabajando duro al servicio de los demás, murió en 1977. Un caso entre muchos. Entre las víctimas de Nagasaki hubo más de 8500 católicos de los 12.000 que habían en la ciudad.

En ambas ciudades, la mitad de quienes se encontraban en un radio de 1,2 kilómetros del hipocentro murieron el mismo día de la explosión. Las posibilidades de vivir entre quienes sobrevivieron al primer día, dependieron de su proximidad al hipocentro y de la gravedad de sus heridas.

Los relatos de víctimas y supervivientes son abundantes y abrumadores. En sesenta años todo se ha explicado ya en los "Apuntes de Hiroshima" del premio Nóbel Kenzaburo Oe, en los libros y relatos de brillantes periodistas laureados con el Pulitzer, como John Hersey, historiadores, filósofos, o en los completos archivos del Museo Memorial de la Paz de Hiroshima. Todo eso convierte en redundante la búsqueda de nuevos testimonios entre los casi 300.000 "hibakusha" (afectados por la bomba) que aun quedan en Japón, 90.000 de ellos residentes en esta ciudad.

Tres aspectos se repiten con gran frecuencia en sus relatos. El primero, el recuerdo de la segunda sirena de aquella luminosa mañana de agosto, indicando, a las 7,31, el fin de la alarma aérea que había sonado 22 minutos antes. Las alarmas aéreas eran frecuentes y formaban parte de la cotidianeidad desde hacía varios meses, pero la bomba cayó cuando su agobio había pasado. Otro, es el recuerdo del fogonazo, una luz irreal, sin parangón en la naturaleza, que da lugar a descripciones de lo más variado y hasta francamente contradictorias. El tercero es la impresión de que la bomba ha caído en el edificio o lugar exacto en el que el narrador se encuentra, en un impacto directo, una convicción desmentida luego con sorpresa al darse cuenta de la total devastación de todo el horizonte...

Taeko Teramae, 15 años, estudiante, trabajaba con otras compañeras de su colegio, en la central de teléfonos de la ciudad, situada a 500 metros del hipocentro.

"Era una hermosa mañana, miré hacia el cielo por la ventana y vi que algo brillante descendía, cada vez era mas largo y se hacía más y más brillante conforme caía. Justo cuando pensaba ¿qué será eso?, explotó en un gran resplandor. Fue tan fuerte que creí que mi cuerpo se iba a fundir. Luego el resplandor se hizo menor ... y blanco. Miré a mí alrededor y escuche un enorme estruendo, como de terremoto. Entonces se hizo oscuro de repente, me encontré atrapada entre los escombros del edificio y me desmayé." Un joven de 21 años que se encontraba a dos kilómetros del hipocentro, explica, ya anciano, que recordar el 6 de agosto, es algo "horrible". "Hubo un flash y no podía ver nada porque el polvo y el humo cubrían mis ojos. Me preguntaba qué había pasado. Mire a mí alrededor y vi los cuarteles militares destruidos, las casas ardiendo...

Minutos después, al mirar y recorrer las calles devastadas, los relatos abundan en descripciones de gente andrajosa, con el cabello chamuscado, la piel pegada a la ropa y colgando en tiras, caminando como almas en pena, descalzos y con las plantas de los pies quemadas porque la explosión se había llevado los zapatos, o porque la suela de estos se había pegado al asfalto derretido por el calor.

"En los alrededores del Puente Tsurumi, casi todos estaban desnudos y parecían personajes salidos de una película de horror, con la piel y las carnes terriblemente quemadas y llagadas", recuerda Miyoko Matsubara, entonces una niña de doce años. "El lugar estaba repleto de heridos. El calor era insoportable, así que me metí en el río. En el agua había mucha gente, llorando y pidiendo ayuda. La corriente arrastraba innumerables cadáveres, unos flotaban, otros se hundían. Algunos cuerpos estaban destrozados con los intestinos al aire. Era una visión horrible, pero salté al agua para salvarme del calor insoportable".

"Vi a gente quemada, caminando por las calles sin saber a donde ir", explica Teramae, la estudiante de 15 años de la central telefónica. "Entre ellos había una mujer embarazada que había dado a luz a causa del shock de la bomba. El primer llanto del hijo fue sobre el cuerpo quemado de la madre."

"Lo más horrible que recuerdo es cómo escapé de la ciudad caminando por encima de los cadáveres", recuerda una mujer, que entonces era una niña de ocho años. "Había gente postrada con quemaduras graves que al pasar me agarraba las piernas pidiendo agua, pero huí, abandonándolos, porque quería vivir. Desde entonces, mi vida ha sido miserable", dice.

"Acudí al hospital de la Cruz Roja de al lado de mi casa para atender a unos parientes, al pasar una mujer me llamó, me dio un par de palillos y me pidió que retirara los papeles de periódico que cubrían su espalda", recuerda un trabajador coreano, entonces de 17 años. "Cuando los retire, quedé sin palabras; estaba llena de gusanos. Me pidió que los extrajera con los palillos. No estaban allí pululando, sino que vivían en su cuerpo. No lo puedo olvidar".

Otra niña de 15 años, recuerda que, "pocas horas después de la explosión había relámpagos y caía una lluvia negra como de chaparrón vespertino. Temíamos que hubiera otro bombardeo y corrimos a escondernos bajo los árboles. Pasamos la noche en un bosquecillo de bambú, muchos venían allí en busca de refugio, todos vomitaban. Hasta los que parecían heridos y quemados leves morían a los pocos días, lo que provocaba mi asombro".

Un joven de 21 años que sobrevivió a un kilómetro del hipocentro explica que el día 8 le introdujeron herido en la tienda de un hospital de campaña; "había gente con quemaduras mas graves que las mías, un hombre con cristales rotos en los ojos, una persona cegada con los ojos completamente abiertos, y otros enloquecidos que gritaban cosas extrañas y temblaban. Era el mismo infierno".

La mayoría de las ciudades japonesas, con la excepción de Kioto, ya habían sido destruidas, pero Hiroshima estaba casi intacta y mucha gente creía aquel verano que nunca sería atacada. No sabían que en mayo el Comité de Política Militar de Estados Unidos había prohibido el bombardeo de media docena de ciudades seleccionadas como objetivo de "bombardeo A", "para garantizar que los efectos de la destrucción fuesen claramente observados".

El 25 de julio, la lista de ciudades seleccionadas se redujo a cuatro; Hiroshima, Kokura, Niigata y Nagasaki. El 2 de agosto se definió a Hiroshima como "primer objetivo", porque se creía, falsamente, que en ella no habían prisioneros de guerra aliados. La suerte de la ciudad estaba echada.

La bomba no tenía una justificación militar, la derrota de Japón era un hecho y su rendición incondicional era cuestión de pocos meses, según las estimaciones militares estadounidenses, hoy aceptadas por la mayoría de los historiadores, pero el nuevo artefacto contenía un mensaje de poder mundial que trascendía al desafío japonés y cuyo verdadera destinatario era la Unión Soviética.

El 13 de febrero de 1945, en Europa, más de 2500 aviones estadounidenses y británicos habían destruido Dresde, una gran ciudad alemana prácticamente indefensa y carente de una industria de guerra relevante, matando a 35.000 personas. Para julio de 1945 la aviación estratégica estadounidense había bombardeado las 60 mayores ciudades japonesas, destruyendo millones de viviendas y provocando el éxodo de ocho millones de ciudadanos. EE.UU perdió 292.000 hombres y muy pocos civiles en todos los escenarios de la segunda guerra mundial, mucho menos que los no combatientes muertos en el bombardeo de las ciudades japonesas de la primavera-verano de 1945. En Tokio las bombas incendiarias lanzadas la noche del 9 al 10 de marzo, en una sola operación, habían convertido las calles de la ciudad en ríos de fuego matando a 100.000, hiriendo a otras 40.000 y dejando sin hogar a más de un millón, pero lo de Hiroshima y Nagasaki era diferente, de otra naturaleza.

La mortandad de esas ciudades se logró con un solo artefacto, cuyos efectos permanecían; algunos morían al instante, otros, aparentemente ilesos o heridos leves, días, meses o años después. Y los hijos de afectados también podían ser víctimas. Solo allí, la escala y naturaleza de la mortandad hizo pensar a las víctimas, no como habitantes de una ciudad desgraciada, ni como japoneses ciudadanos de un país en guerra, sino como miembros de la especie humana.

Técnicamente, la bomba anunciaba, por primera vez en la historia, la capacidad humana de autodestrucción de toda vida en el planeta. Con el tiempo, la socialización de ese recurso en el ámbito internacional (primero Estados Unidos, luego la URSS, Inglaterra, Francia, luego China, Israel, India y Pakistán y, potencialmente, casi todos) lo cambiaba todo, tal como había dicho Albert Einstein; "el arma nuclear lo ha cambiado todo, menos la mentalidad del hombre".

Esa reflexión inspiró a muchos en los años cincuenta y sesenta, y dejó una huella especial en Japón, pero ha sido aparentemente olvidada. La "perestroika" de Mijail Gorbachov, frecuentemente menospreciada o ridiculizada, por pura ignorancia, tenía como principal impulso ético aquel gran pensamiento einsteniano. Desde Gorbachov, nadie ha vuelto a hablar, desde posiciones de poder de primer nivel, de la abolición del arma nuclear.

Su fracaso político, que no moral, fue, por esa razón, una grave e inadvertida pérdida, que algún día habrá que recuperar. En el mundo hay más de 10.000 cabezas nucleares, cada una de ellas veinte veces más potentes que la bomba de Hiroshima. Oficialmente la guerra fría se ha acabado pero las cosas siguen más o menos igual, en cuanto a la lógica de los arsenales y las mentalidades. Los peligros no se han reducido. El ex Secretario de Defensa de Estados Unidos William J. Perry dijo el año pasado, "Nunca había estado más temeroso de una explosión nuclear de lo que estoy ahora."

Sesenta años después, Hiroshima es una ciudad espléndida de poco más de un millón de habitantes. Su emplazamiento de 400 años de historia, sobre el delta formado por siete ríos, en un valle rodeado de montañas y protegido del mar por una serie de islas, alberga hoy una ciudad modélica que expresa muchas de las virtudes del pueblo japonés. Alrededor del lugar donde cayó la bomba en el "Parque de la Paz", se ha creado un lugar de recogimiento que incluye un museo ejemplar que centenares de miles de escolares visitan anualmente. "Que todas las almas que hay aquí, descansen en paz", reza la inscripción del sencillo monumento que guarda dentro de una piedra un registro con todos los nombres de las víctimas. Cada 6 de agosto, el registro se actualiza con nuevos nombres.

En agosto de 1945 Ichiro Moritaki era un profesor de la Universidad de Hiroshima. La mañana del día 6 se encontraba con sus alumnos movilizados, trabajando en los astilleros de la ciudad, a 3,7 kilómetros del hipocentro. Todo su cuerpo y rostro quedó cubierto de cristales por la explosión. Quedó ciego de un ojo, pero sobrevivió.

"Su horrible experiencia y su condición de filósofo, le hicieron reflexionar y dedicar su vida a impedir la repetición de algo como aquello", explica su hija, Haruko. Durante casi medio siglo, Moritaki, primer presidente de la Asociación de supervivientes de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, "Nihon Hidankyo", dos veces nominada al premio Nóbel de la paz, se sentó una hora en silencio cada vez que en el mundo se realizaba una prueba nuclear.

Lo hizo en 475 ocasiones, la última de ellas en julio de 1993 en vísperas de su muerte, cuando tenía 92 años. Fue uno de los padres del movimiento pacifista y antinuclear japonés, hoy de capa caída.

"Su tesis era que la humanidad debía pasar de la civilización del poder a la civilización del amor y que el ser humano no puede coexistir con la tecnología nuclear, un poco en la línea de Ghandi y Einstein".

Después de la guerra, Japón contribuyó a un mundo viable con dos cosas muy importantes: su constitución pacifista, que prohibía a Japón meterse en guerras y mantener fuerzas armadas, y los tres principios antinucleares de 1967, no producir, no adquirir y no admitir en su territorio tales armas.

Hasta los años ochenta estos principios tuvieron un apoyo de entre el 70% y el 90% en las encuestas, pero en los últimos diez años, desde que se rompió la "borbuja económica" del crecimiento japonés, las cosas han cambiado, explica Haruko Moritaki, que sigue los pasos de su padre como secretaria general de la Alianza para la abolición de las armas nucleares de Hiroshima (HANWA).

Las ideas pacifistas y antinucleares siguen teniendo un gran apoyo popular en el país, pero la derecha y los halcones locales han fortalecido claramente su dominio y están descafeinando la constitución y esos principios, a base de leyes y modificaciones, explica Moritaki, que tenía cinco años cuando la bomba estalló y padece de cáncer.

"Dicen que todo aquello fue resultado de la imposición de los estadounidenses -lo que es parte de verdad- y aprovechan la "crisis de identidad" que Japón atraviesa actualmente, como resultado de su declive demográfico y económico, para afirmar lo que presentan como un "país normal", libre de las hipotecas derivadas de su derrota en la segunda guerra mundial". Este es el contexto de la remilitarización de Japón, que Estados Unidos fomenta en su propósito de rodear militarmente a China con un demencial "escudo antimisiles" (NMD), así como de la desvergonzada actitud oficial rescribiendo y embelleciendo los crímenes de guerra japoneses contra sus vecinos asiáticos, actitud simbolizada por el bochornoso santuario y museo de Yasukuni, en Tokio.

Durante años, la "educación pacifista" formó parte de la enseñanza en Japón. Las escuelas solicitaban charlas y visitas de las asociaciones de "hibakusha" para propagar su mensaje antinuclear y de paz. Desde hace tres años, el ministerio de educación controla e impide eso. "En los últimos dos años, ni una sola escuela pública nos ha llamado para esos cursos y se nos impide el acceso, por lo que nuestra acción ha quedado reducida a universidades y escuelas privadas", explica Moritaki.

Japón, que hace sesenta años fue la primera víctima del arma nuclear, demuestra con su actual involución, que el hombre no aprendió la lección de Hiroshima. Su ambigüedad y desprecio por las víctimas de su cruel ocupación y guerra en Corea, China y Asia Oriental, demuestra que, "esta nación madura, admirable y ejemplar en tantas cosas, es absolutamente inmadura e infantil en su política exterior", dice el ex diplomático australiano Gregory Clark, treinta años residente en Japón. Unida al azuzamiento del complicado régimen norcoreano y del independentismo taiwanés, dos políticas diseñadas en Washington a las que Tokio contribuye cada vez más, todo eso está incubando una seria crisis en Asia.



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