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La insignia
3 de agosto del 2005


Elogio de la indiferencia


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, agosto del 2005.


Veintiocho de julio: «Todas las unidades del IRA han recibido la orden de dejar las armas». Conozco de primera mano la reacción de muchos norirlandeses que tal vez fueron simpatizantes, tal vez miembros, tal vez víctimas, tal vez, de los Óglaigh na hÉireann: indiferencia. Ya no están Bobby Sands, los H-Blocks de Long Kesh, ni el eco de un domingo sangriento precedido por otros, menos notorios, donde las manos de Gran Bretaña siempre estuvieron manchadas de sangre. Porque todo eso es cierto, sí, pero también la barbarie de una contraparte que en sus peores días no pasó de la vendeta, en la extraordinaria versión de los que afirman actuar por motivos políticos: no se mata al agresor directo, sino a un concepto que el verdugo materializa en forma de policía de Yorkshire, soldado de Glasgow, mujer que salía a pasear, joven al que se saca de casa en plena noche para darle un tiro en la nuca. Y luego hay quien dice que no sabe qué es el terrorismo, que es algo vago, que no hay frontera.

Recuerdo un día de marzo de 1988, horas después de que un grupo de élite del SAS (Special Air Service) matara a tres miembros desarmados del IRA en una gasolinera de Gibraltar. Seiscientos y pico kilómetros al norte, nuestra casa albergaba rumores sobre el proceso que a finales de mes terminó en los Acuerdos de Sapoá, el principio del fin de la guerra entre el gobierno de Nicaragua y la Contra. Yo no era precisamente optimista sobre el panorama, que no se parecía demasiado a lo que los medios sandinistas y nosotros mismos, todos amigos de la revolución, queríamos creer; el mundo -no sólo Nicaragua- estaba contra las cuerdas, y añado que pocas cosas me han causado tanto dolor como el resultado electoral que, dos años más tarde, certificó el hundimiento. En un aparte, lejos de aquellas preocupaciones, un muy querido tal vez de los que mencionaba en el primer párrafo (va por ti, V.) sacó el asunto de Gibraltar y su relación personal con alguno de los fallecidos. No puedo decir que me sorprendiera, porque hay cosas que se saben sin necesidad de mencionarlas; pero me sorprendió su indiferencia, marcada todavía, por aquel entonces, por un poso de amargura que hoy no existe.

Miles de muertos, decenas de miles de heridos. Familias, vecinos, amigos condenados al odio. Buenos días, infierno, ¿cómo estás hoy? Llueve bajo un permanente cielo gris, más allá de metáforas. Y para qué, por qué, por nada. La indiferencia, como supe, puede ser un sentimiento activo. Puede ser revuelta, compromiso, rechazo a participar de un proceso diabólico.

Los voluntarios irlandeses han dicho que deponen las armas. Probablemente es uno de los pocos elementos que se pueden deponer cuando ya se pertenece al pasado, porque la política es dada a maravillas como conceder sustancia a fantasmas que hablan de guerras que soñaron y perdieron en su sueño, pesadilla de los demás. Pero está bien, bye-bye, adiós. Ahora sólo falta que alguien pegue una patada, lo más definitiva posible, al conjunto de aberraciones intelectuales que llevaron a sectores muy determinados de nuestra izquierda a pasar del nosotros internacionalista y de clase al «nosotros solos». Que el nacionalismo se destierre de nuestro imaginario y vuelva a la derecha, a quien pertenece. Que no pueda volver a cargar recámaras y simplificaciones.


Madrid, tres de agosto.



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