Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
20 de septiembre del 2004


El Manifiesto Comunista, hoy


Fragmento de El Manifiesto Comunista, de Eric Hobsbawm
Tomado de Papeles Rojos. España, 2004.


El Manifiesto es, desde luego, un documento escrito para un momento particular de la historia; parte de su contenido se volvió obsoleto casi de inmediato, por ejemplo las tácticas recomendadas para los comunistas en Alemania, que de hecho no fueron las que éstos siguieron durante la revolución de 1848 y sus secuelas. Otra parte se volvió también obsoleta con el paso del tiempo. Hace mucho que Guizot y Metternich cambiaron el gobierno por los libros de historia. El Zar ya no existe -aunque el Papa sí-. En cuanto a la discusión de "literatura comunista y socialista", sus mismos autores admitieron, en 1872, que estaba caduco.

Además, con el lapso de tiempo el lenguaje del Manifiesto ya no era el de sus lectores. Por ejemplo, mucho se ha hecho con la frase de que el avance de la sociedad burguesa había rescatado "a una parte considerable de la población de la idiotez de la vida rural". Si bien no hay duda de que Marx, en su tiempo, compartía mucho del desprecio usual y de la ignorancia del citadino por el ambiente rural, la frase alemana, analíticamente más interesante ("dem Idiotismus des Landlebends entrissen") remite no a la "estupidez" sino a la "estrechez de miras" o al "aislamiento del resto de la sociedad" en el que los campesinos vivían. Hay aquí un eco del significado original del término griego idiotes del que se deriva el significado corriente de "idiota" o "idiotez", a saber: "Persona que se preocupa solamente de sus asuntos privados y no de los del resto de la comunidad." Con el transcurso del tiempo y en movimientos cuyos miembros, a diferencia de Marx, carecían de educación clásica, el sentido original se evaporó y fue mal leído.

Esto es aun más evidente en el vocabulario político del Manifiesto. Términos como Estado, democracia y nación/nacional, como quiera que se apliquen o no en la política de finales del siglo XX, ya no tienen el mismo significado que en el discurso político o filosófico de los años cuarenta del siglo XIX. Para dar un ejemplo obvio, el "Partido Comunista" cuyo Manifiesto pretendía ser nuestro texto, no tiene nada que ver con los partidos de la política democrática moderna o los partidos de vanguardia del comunismo leninista, ni mucho menos con los partidos estatales del tipo chino o soviético. Ninguno de estos existía aún. "Partido" significa todavía esencialmente una tendencia o corriente política o de opinión, aunque Marx y Engels reconocieron que una vez que ésta hallara expresión en movimientos de clase, desarrollaba algún tipo de organización ("diese Organisation der Proletarier zur Klasse, und damit zur politischen Partei"). De ahí la distinción, en la parte IV del Manifiesto, entre "los partidos de trabajadores ya constituidos… los cartistas de Inglaterra y los partidarios de la reforma agraria en América del Norte" y los otros, no del todo constituidos. Como el texto deja claro, el Partido Comunista de Marx y Engels en esta etapa no era una forma de organización, ni intentaba establecerla, mucho menos una organización con un programa específico, distinto del de otras.

A propósito, el Manifiesto no menciona la Liga a cuyo nombre fue escrito. Además, es claro que el Manifiesto fue escrito no sólo en y para una situación histórica particular, sino que además representa una fase -relativamente inmadura- del pensamiento de Marx. Esto es evidente en el aspecto económico del documento. Aunque Marx había comenzado a estudiar seriamente economía política desde 1843, no empezó a desarrollar el análisis económico expuesto en El Capital sino hasta su exilio inglés tras 1848, cuando tuvo acceso a los tesoros de la biblioteca del Museo Británico, en el verano de 1850. Así, la distinción entre la venta de trabajo del proletario al capitalista, y la venta de la fuerza de trabajo, esencial para la teoría marxista del plusvalor y la explotación, no es clara aún en el Manifiesto. Marx escribió el Manifiesto menos como economista marxista que como comunista ricardiano.

Aunque Marx y Engels recordaron a los lectores que el Manifiesto era un documento histórico, caduco en muchos aspectos, promovieron y colaboraron con la publicación del texto de 1848, con enmiendas y esclarecimientos relativamente menores. Entendieron que el Manifiesto seguía siendo una declaración mayor del análisis que distinguía su comunismo del resto de los proyectos para crear una sociedad mejor.

En esencia se trataba de un análisis histórico, su corazón era la demostración del desarrollo histórico de las sociedades, y específicamente de la sociedad burguesa, que reemplazó a sus predecesoras, revolucionó al mundo y, de paso, creó las condiciones para su inevitable supresión. A diferencia de la economía marxista, la "concepción materialista de la historia" que sustentaba este análisis, alcanzó su formulación madura a mediados del decenio de 1840 y permaneció relativamente sin cambios en los años siguientes. A este respecto, el Manifiesto era un documento definitorio del marxismo. Encarnaba su visión histórica, aunque su contorno general debía ser llenado con un análisis más completo.


El Manifiesto en 1998

¿De qué manera impactará el Manifiesto al lector que llega a él por primera vez en 1998? Éste difícilmente podrá evitar ser absorbido por la apasionada convicción, la brevedad concentrada, la fuerza intelectual y estilística de este panfleto asombroso. Aunque está escrito en un solo arrebato creativo, sus frases lapidarias se transformaron casi naturalmente en aforismos memorables, que se conocen mucho más allá del mundo del debate político: desde el inicial "Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo", hasta el final "Los proletarios no tienen nada qué perder salvo sus cadenas. Tienen un mundo que ganar".

Poco común en la literatura alemana decimonónica, está escrito en párrafos cortos, apodícticos, la mayoría de cinco líneas; de los 200 párrafos que lo componen, sólo cinco tienen quince líneas o más. De la manera que sea, el Manifiesto comunista como retórica política tiene una fuerza casi bíblica. Es imposible negar su irresisitible poder como literatura.

No obstante, lo sin duda también impactará al lector contemporáneo del Manifiesto, es su extraordinario diagnóstico del carácter revolucionario y del impacto de la "sociedad burguesa". No se trata simplemente de que Marx reconociera y proclamara los logros extraordinarios y el dinamismo de una sociedad que detestaba -para sorpresa de más de uno de los que más tarde defenderían al capitalismo de la amenaza roja- sino que el mundo transformado por el capitalismo que él, Marx, describiera en 1848 en pasajes de sombría, lacónica elocuencia, es el mundo en que vivimos 150 años después.

Curiosamente, el -en términos políticos- muy irreal optimismo de dos revolucionarios de 28 y 30 años, ha probado ser la fuerza más perdurable del Manifiesto. Aunque el "fantasma del comunismo" de veras espantaba a los políticos, y aunque Europa sufría un período grave de crisis económica y social, y estaba a punto de hacer erupción la más grande revolución continental de su historia, no había terreno adecuado para creer, como Marx y Engels, que el momento de derribar al capitalismo se acercaba ("La revolución burguesa en Alemania sólo puede ser el preludio de una inmediata revolución proletaria"). Al contrario. Como ahora sabemos, el capitalismo se preparaba para su primera era de triunfante avance global.

Dos cosas dan fuerza al Manifiesto. La primera es la visión de que, incluso al inicio de la marcha triunfal del capitalismo, este modo de producción no era permanente, estable, "el fin de la historia", sino una fase temporal en la historia de la humanidad, y que, como sus predecesoras, esperaba ser suplantado por otro tipo de sociedad (a menos que -la frase del Manifiesto no ha sido del todo notada- se hundiera "en la ruina común de las clases contendientes"). La segunda es el reconocimiento de que las tendencias históricas del desarrollo del capitalismo eran necesariamente de largo plazo. El potencial revolucionario de la economía capitalista era de hecho evidente -y Marx y Engels no pretendieron ser los únicos en reconocerlo. Desde la revolución francesa algunas de las tendencias que ellos observaron tenían ya efectos sustanciales -por ejemplo el declive de "provincias independientes o poco conectadas, con intereses, leyes, gobiernos y sistemas de impuestos distintos" ante Estados-nación "con un gobierno, un código de leyes, un interés nacional de clase, una frontera y una tarifa aduanal".

Sin embargo, para el final del decenio de 1840 lo que "la burguesía" había logrado era bastante más modesto que los milagros adscritos a ella en el Manfiesto. Después de todo, en 1850 el mundo produjo no más de 71 000 toneladas de acero (casi el 70 por ciento en Gran Bretaña) y había construido menos de 24 000 millas de vías férreas (dos tercios de éstas en Inglaterra y los Estados Unidos). No es difícil para los historiadores demostrar esto, incluso en Inglaterra la revolución industrial (un término específicamente utilizado por Engels desde 1844) 11 difícilmente había creado un país industrial, o incluso predominantemente urbano después del decenio de 1850. Marx y Engels no describieron el mundo tal como había sido transformado por el capitalismo en 1848, predijeron cómo sería transformado lógicamente por éste.

Vivimos ahora en un mundo en que esa transformación tuvo lugar hace mucho. La fuerza de las predicciones del Manifiesto es más evidente para nosotros que para las generaciones que nos anteceden. Hasta la revolución de los transportes y las comunicaciones en la Segunda Guerra Mundial, todavía había límites para que la globalización de la producción le diera "un carácter cosmopolita a la producción y el consumo en cada país". Hasta los años setenta, la industrialización permanecía en forma aplastante confinada a sus regiones de origen.

Algunas escuelas marxistas pueden incluso argüir que el capitalismo, por lo menos en su forma imperialista, obligando "a todas las naciones, por el dolor de la extinción, a adoptar el modo burgués de producción", se estaba perpetuando por su propia naturaleza, e incluso creando "subdesarrollo" en el así llamado Tercer Mundo.

Mientras un tercio de la raza humana vivió en economías de tipo comunista soviético, parecía que el capitalismo jamás lograría obligar a todas las naciones "a volverse ellas mismas burguesas". Otra vez, después de los años sesenta, no parece haber ocurrido la destrucción de la familia por el capitalismo que anunciaba el Manifiesto, incluso en los países occidentales avanzados, donde hoy algo así como la mitad de los niños son traídos al mundo o criados por madres solteras y la mitad de los hogares de las grandes ciudades consisten en personas solas.

En síntesis, lo que en 1848 podría haberle parecido al lector no comprometido retórica revolucionaria o en el mejor de los casos predicción plausible, puede ser leído ahora como una caracterización concisa del capitalismo de fines del siglo XX. ¿De qué otro documento del decenio de 1840 puede decirse esto?

Sin embargo, si al final del milenio debemos estar sorprendidos por la visión precisa del Manifiesto del entonces remoto futuro de un capitalismo globalizado, no debe sorprendernos menos el fracaso de otro de sus pronósticos. Hoy es evidente que la burguesía no ha producido "sobre todo, sus propios sepultureros" en el proletariado. "Su caída y la victoria del proletariado" no han probado ser "igualmente inevitables". El contraste entre las dos mitades del análisis del Manfiesto en su sección acerca de "Burgueses y proletarios" necesita más explicaciones después de 150 años que en su centenario.

El problema no está en la visión de Marx y Engels de un capitalismo que, necesariamente, transformaba a la mayoría de la gente que se gana la vida en esta economía en hombres y mujeres que dependen, para sobrevivir, de alquilarse a sí mismos a cambio de salarios. Sin duda que el capitalismo tiende a provocar esto, aunque hoy los ingresos de algunos que están técnicamente alquilados por un salario, como los ejecutivos de un corporativo, pueden difícilmente contarse como proletarios.

El problema no está tampoco en la creencia de Marx y Engels de que la mayoría de la población trabajadora sería fuerza de trabajo industrial. Gran Bretaña era un caso bastante excepcional de país donde los trabajadores manuales asalariados formaban la mayoría absoluta de la población: el desarrollo de la producción industrial requería entradas masivas y crecientes de trabajo manual ya desde un siglo antes de la publicación del Manifiesto; esto es incuestionable, pero ya no es el caso de la producción capitalista intensiva de alta tecnología, desarrollo que el Manifiesto no consideró, aunque de hecho Marx, en la madurez de sus estudios económicos, consideró el posible desarrollo de una creciente economía sin trabajo, por lo menos en una era postcapitalista.

Incluso en las viejas economías industriales del capitalismo, el porcentaje de gente empleada en la industria manufacturera permaneció estable hasta el decenio de 1970, salvo en los Estados Unidos, donde su declive comenzó un poco antes. En efecto, con muy pocas excepciones como Inglaterra, Bélgica y los Estados Unidos, en 1970 los trabajadores industriales formaban la proporción mayor del total de la población ocupada en el mundo industrializado e industrializante.

En cualquier caso, la caída del capitalismo contemplada en el Manifiesto no dependía de la previa transformación de la mayoría de la población ocupada en proletarios, sino de la asunción de que la situación del proletariado en la economía capitalista era tal, que una vez organizado necesariamente como un movimiento político de clase, podía instigar el descontento de las otras clases y asumir su liderazgo, para entonces adquirir poder político como "el movimiento independiente de la inmensa mayoría por los intereses de la inmensa mayoría". De esta manera el proletariado "ascendería a ser la clase dirigente de la nación… constituiría en sí la nación".

Dado que el capitalismo no ha sido derribado, estamos en condiciones de descartar esta predicción. Sin embargo, con todo lo improbable que pareciera en 1848, la política de muchos países capitalistas de Europa sería transformada por el ascenso de movimientos políticos organizados, basados en la conciencia de clase de los trabajadores, que en ese entonces apenas aparecían fuera de Inglaterra. Los partidos socialistas y laboristas emergieron en muchas partes del mundo "desarrollado" en los años ochenta del siglo XIX y se volvieron partidos de masas en aquellos Estados que tenían derechos democráticos, mismos que laboristas y socialistas habían conseguido con mucho esfuerzo. Durante y después de la Primera Guerra Mundial, mientras una rama de los "partidos proletarios" siguió el camino revolucionario de los bolcheviques, otra se convirtió en pilar de un capitalismo democratizado. La rama bolchevique ya no significa mucho en Europa, o los partidos de esta tendencia han sido asimilados por la socialdemocracia. La socialdemocracia, como se entendía en los días de Bebel o incluso de Clement Attlee, ha estado peleando en la retaguardia en el decenio de 1990. No obstante, a la fecha de este texto (1997), los descendientes de los partidos socialdemócratas de la Segunda Internacional, algunas veces con sus nombres originales, son los partidos gobernantes en toda Europa salvo España y Alemania, donde ya han gobernado y puede que lo hagan de nuevo.

En síntesis, lo erróneo del Manifiesto no es la predicción del papel central de los movimientos políticos basados en la clase trabajadora (algunos de los cuales todavía tienen el nombre de clase, como los Partidos Laboristas de Inglaterra, Holanda, Noruega y Australia). Lo erróneo es la afirmación de que "de todas las clases que hoy enfrentan a la burguesía, sólo el proletariado es una clase realmente revolucionaria" cuyo inevitable destino, implícito en la naturaleza y el desarrollo del capitalismo, es derribar a la burguesía: "Su caída [de la burguesía] y la victoria del proletariado son igualmente inevitables."

Incluso en los deveras "hambrientos cuarenta", el mecanismo que aseguraría esto, a saber la inevitable pauperización de los trabajadores,14 no era del todo convincente; a menos que se asumiera -y esto también es implausible- que el capitalismo estuviera en crisis terminal y a punto de ser inmediatamente derribado. Era un mecanismo doble. Probaba que la burgesía era "inapta para gobernar, porque es incompetente para asegurarle una existencia al esclavo en su esclavitud, porque no puede ayudarlo dejándolo hundirse en ese estado, que tiene que alimentarlo en vez de ser alimentado por él". Lejos de proveer la ganancia que sería el combustible del motor del capitalismo, el trabajo lo seca. Pero, dado el enorme potencial económico del capitalismo, tan dramáticamente expuesto en el Manifiesto mismo, ¿por qué era inevitable que el capitalismo no pudiese proveer sustento, aunque fuera miserable, para la mayoría de su clase trabajadora, o como una alternativa, que no pudiese permitirse el lujo de un sistema de seguridad social?

¿Este pauperism (en el sentido estricto) se desarrolla aún más rápido que la población y la riqueza. Si el capitalismo tenía larga vida después de ello -y se volvió obvio que sí muy poco tiempo después de 1848- esto no tendría por qué ocurrir, y de hecho no ocurrió.

La visión del Manifiesto del desarrollo histórico de la "sociedad burguesa", incluyendo a la clase trabajadora que ésta había generado, no lleva necesariamente a la conclusión de que el proletariado puede derribar al capitalismo y, al hacerlo, abrir camino al desarrollo del comunismo, porque la visión y la conclusión no derivan del mismo análisis.

El objeto del comunismo, adoptado antes de que Marx se volviera "marxista", no se derivaba del análisis de la naturaleza y desarrollo del capitalismo sino de un argumento filosófico, escatológico, para ser precisos, acerca de la naturaleza y el destino. La idea -fundamental para Marx- de que el proletariado era una clase que no se podría liberar sin por eso liberar a todo el resto de la sociedad, es primero "más bien una deducción filosófica más que un producto de la observación".16 Como dice George Lichteim: "El proletariado aparece por primera vez en los escritos de Marx como la fuerza social necesaria para realizar los objetivos de la filosofía alemana" como éste la veía en 1843-1844.

La auténtica posibilidad de emancipación alemana -escribió Marx en la Introducción a una crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel- descansa en la formación de una sociedad con cadenas radicales… una clase que es la disolución de todas las clases, una esfera de la sociedad cuyo carácter es universal porque sus sufrimientos son universales, y que no reclama un derecho particular porque se ha hecho contra ella no un mal en particular sino mal como tal… Esta disolución de la sociedad como clase particular es el proletariado… La emancipación de los alemanes es la emancipación del ser humano. La filosofía es la cabeza de esta emancipación y el proletariado su corazón. La filosofía no se puede realizar a sí misma sin abolir al proletariado, y el proletariado no puede ser abolido sin que la filosofía sea hecha realidad.

En este tiempo Marx sabía del proletariado poco más que "aparece en Alemania sólo como resultado del creciente desarrollo industrial" y este era precisamente su potencial como fuerza liberadora dado que, a diferencia de las masas pobres de la sociedad tradicional, emergía de una "drástica disolución de la sociedad" y por lo tanto, con su existencia proclamaba "la disolución del orden del mundo existente". Marx sabía aún menos de los movimientos laboristas, aunque conocía bien la historia de la Revolución Francesa; Engels trajo a colación el concepto de "Revolución Industrial", una manera de comprender la dinámica de la economía capitalista tal y como era en Inglaterra, y los rudimentos de un análisis económico19 que llevaron a los autores del Manifiesto a predecir una futura revolución social hecha por la clase trabajadora, que Engels conocía muy bien por su estancia en Inglaterra a principios del decenio de 1840.

Las aproximaciones de Marx y Engels al "proletariado" eran complementarias; y también su concepción de la lucha de clases como motor de la historia, derivada en el caso de Marx de un largo estudio de la Revolución Francesa, y en el de Engels de la experiencia de los movimientos sociales en la Inglaterra post-napoleónica. No es sorprendente que estuvieran (en palabras de Engels) "de acuerdo en todos los campos teóricos". Engels le consiguió a Marx los elementos de un modelo que demostraba la naturaleza fluctuante y autodesestabilizadora de las operaciones de la economía capitalista -notablemente las líneas generales de una teoría de la crisis económica- y material empírico acerca del ascenso del movimiento laborista inglés y del papel revolucionario que éste podía jugar en Gran Bretaña.

En el decenio de 1840, no era implausible la conclusión de que la sociedad estaba al borde de una revolución. Tampoco lo era la predicción de que la clase trabajadora, aunque inmadura, pudiera dirigirla. Después de todo, a semanas de la publicación del Manifiesto un movimiento de trabajadores de París derrocó a la monarquía francesa, y dio la señal para la revolución a media Europa. No obstante, la tendencia del desarrollo capitalista a generar un proletariado esencialmente revolucionario, no puede ser deducida del análisis de la naturaleza del desarrollo capitalista. Era una consecuencia posible de este desarrollo, pero no puede considerarse como la única.

Menos aún puede considerarse que derrocar con éxito al capitalismo abre necesariamente camino al comunismo. (El Manifiesto pretende solamente que después de ello iniciaría un proceso de cambio muy gradual). La visión de Marx de un proletariado cuya esencia más profunda destinaba a la emancipación de toda la humanidad y a terminar con la sociedad de clases derrocando al capitalismo, representa una esperanza atisbada en su análisis del capitalismo, no una conclusión necesariamente impuesta por ese análisis.

A lo que el análisis del capitalismo del Manifiesto puede indudablemente llevar es a una conclusión menos específica, más general, acerca de las fuerzas autodestructivas del desarrollo capitalista. Éste debe alcanzar un punto -y en 1998 incluso los no marxistas aceptarán esto- donde "las relaciones burguesas de producción e intercambio, las relaciones de propiedad burguesas, la moderna sociedad burguesa, que ha conjurado gigantescos medios de producción e intercambio, es como la hechicera que ya no puede controlar las fuerzas del submundo a las que ha llamado… Las relaciones burguesas se han vuelto demasiado estrechas para abarcar la riqueza creada por ellas".

Es razonable concluir que las "contradicciones" inherentes a un sistema de mercado basado en ningún otro nexo entre seres humanos "que el egoísmo desnudo, que el insensible 'pago en efectivo'; un sistema de explotación y acumulación infinita" jamás podrá ser vencido, que algún punto en la serie de transformaciones y reestructuraciones de este sistema en esencia autodesestabilizante, llevará a un estado de cosas que ya no podrá ser llamado capitalismo. O, para citar al Marx tardío, cuando "la centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo al fin alcancen un punto donde se vuelvan incompatibles con su tegumento capitalista" y ese "tegumento se rompe en pedazos con un estallido". Por la forma en que el estado de cosas subsecuente es descrito, es inmaterial. Sin embargo -como los efectos de la explosión económica en el ambiente mundial lo han demostrado- habría necesariamente que dar un claro viraje de la apropiación privada al manejo público del capital a escala global.

Es muy dudoso que tal "sociedad postcapitalista" correspondiera a los modelos tradicionales de socialismo, y menos aún a los socialismos "reales" de la era soviética. Qué formas tomará, y qué tanto encarnará los valores humanistas del comunismo de Marx y Engels, dependerá de la acción política a través de la cual venga ese cambio. Porque ésta, como lo sostiene el Manifiesto, es esencial para dar forma al cambio histórico.

Desde el punto de vista de Marx, como quiera que describamos ese momento histórico cuando "el tegumento se rompe a pedazos con un estallido", la política será un elemento esencial. El Manifiesto ha sido leído por principio como un documento de inevitabilidad histórica, y en efecto su fuerza se deriva, con mucho, de la confianza que daba a sus lectores de que el capitalismo sería enterrado por sus sepultureros, y que era en ese momento y no en eras más tempranas de la historia cuando las condiciones para la emancipación habían llegado. Sin embargo, contrariamente a asunciones generalizantes, en la medida en que el Manifiesto cree que el cambio histórico opera a través de hombres que hacen su propia historia, no es un documento determinista. Las tumbas han de ser excavadas por o a través de la acción humana.

Es posible hacer una lectura determinista del argumento. Se ha sugerido que Engels tendía a ello con más naturalidad que Marx, lo que tiene importantes consecuencias para el desarrollo de la teoría y de los movimientos laborales marxistas tras la muerte de Marx.

No obstante, aunque los borradores más tempranos de Engels han sido citados como evidencia, de hecho no puede leerse esta supuesta tendencia en el Manifiesto. Cuando éste deja el análisis histórico y trata el presente, es un documento de opciones, de posiblidades políticas más que de probabilidades, excepto las certezas. El terreno de la acción política está entre "ahora" y el tiempo impredecible cuando, "en el transcurso del desarrollo", podría haber "una asociación en la cual el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos".

El corazón del cambio histórico a través de la praxis social está en la acción colectiva. El Manifiesto ve el desarrollo del proletariado como la "organización de los proletarios en una clase y consecuentemente en un partido político". La "conquista del poder político por el proletariado" ("ganar la democracia") es "el primer paso de la revolución de los trabajadores", y el futuro de la sociedad depende de las acciones políticas subsecuentes del nuevo régimen (de qué manera "el proletariado utilizará su supremacía política"). El compromiso con la política ha distinguido históricamente al socialismo marxista de los anarquistas. Incluso antes de Lenin, la teoría marxista no se limitaba al "lo que la historia nos muestra ocurrirá" sino a "qué hacer".

Es cierto que la experiencia soviética del siglo XX nos ha enseñado que puede ser mejor no hacer lo que hay "qué hacer" bajo condiciones históricas que virtualmente dejan al éxito fuera de alcance. Pero esta lección debe aprenderse también de las implicaciones del Manifiesto Comunista.

Pero entonces el Manifiesto -no es la menor de sus extraordinarias cualidades- es un documento que preveía el fracaso. Su esperanza era que el resultado del desarrollo capitalista fuera "una reconstitución revolucionaria de toda la sociedad" pero, como hemos visto, no excluía la alternativa: "Ruina común."

Muchos años después, una ideóloga marxista planteó esto como la opción entre socialismo y barbarie. ¿Cuál de éstas prevalecerá? Ésta es una pregunta que el siglo XXI habrá de respondernos.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto