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La insignia
30 de mayo del 2004


Cuando ya no importe (fragmento)


Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)


3 de mayo

Era la hora del hambre, del sol justo encima de nuestras cabezas. Estábamos dentro del edificio que me quedo destinado como casa, hecho con grandes piedras fofas. Alguien había ido hasta la caravana para volver con una botella de whisky, de marca para mi desconocida, y vasos de plástico. Uno de los gringos me dijo:

-Ahora le falta conocer a dona Eufrasia. Para ir bien con ella hay que mantenerle el tratamiento. Ya vera. Todavía tiene buen cuerpo. Nadie sabe si treinta o cuarenta. Ella es tres cuartos de india y muy mandona si le toleran. Con nosotros anda en una especie de paz armada. Fue al este a comprarnos alimentos frescos. Odia las latas mas que nosotros. Y nunca nos falla, debe estar por volver.

Y dona Eufrasia llego; un cuerpo que me pareció deseable aunque con grandes pechos cayentes. Pero la cara había sufrido mucho y era mejor no mirarla; probablemente ella lo agradeciera.

Era alta, oscura, sudorosa y desgreñada, un animal cargado en los lomos con una mochila de cuero reluciente, propiedad de mis amigos, y colgando de cada brazo una bolsa red llena de marcas comerciales. Saludo con un cabezazo mientras mis gringos hacían presentaciones confusas. Se alivio de los pesos y me mostró como un relámpago su dentadura blanca, interrumpida por el lento saboreo de la hoja de coca. Nos apretarnos las manos y yo apreté una maderita seca, y tanto sus ojos negros como los míos compusieron un mirar turbio y burlón.

Pero supe enseguida que había algo mas. Oí tres palabras de orden: saluda al señor. Entonces se desprendió del refugio de la pollera la forma intimidada de una niñita rubia, con grandes ojos claros, impasibles, que solo investigaban tranquilos, con su breve pollera escocesa y una blusita blanca y limpia. Insistió la madre:

-Elvirita, saluda.

Y entonces la niña dijo "salú" moviendo una mano, levantando la clara inocencia de sus ojos.

Mucho tiempo paso antes de que aceptara que había sido yo el inocente.

La mujer hablo:

-Es preciosa, todo el mundo comenta y me la hacen consentida. Otra tuve, de apelativo Josefina, morochona como el padre. Poco se de su vida. Me tienen dicho que esta en casa de un medico, pero un medico de verdad.

Bastaba mirar la piel de la señora Eufrasia para saber que no necesito ayuda oscura para tener una hija morochona.

Pasaron meses rellenos por la monótona reiteración de los días. Al agua para vigilar su presión y vigilar el trabajo del mestizaje, casi recompensados de la miseria que les aguardaba en sus chozas de la selva, por las libras que, turnados, algunos de mis amigos gringos les tiraban en las quincenas de pago.

La casona demasiado grande y toda pintada de blanco, en guerra contra el sol asesino, inútil para las noches en que el calor se situaba, inmóvil y resuelto, sobre nosotros, la casa blanca, el mundo en que vivíamos. Quedaron los mundos helados del recuerdo pero ya no ayudaban, ya no se creían. Y entonces comenzaron las bromas porque dona Eufrasia, insuperable en la factura del locro, en el arte de asar carnes y sabiendo siempre quien la quería seca o sangrienta, comenzó a engordar.

Éramos cuatro: Tom, Dick, Harry y yo. Y el calor nos obligaba a quemarnos labios y boca con salsas de ají. Así sudábamos mas.

Eufrasia cocinaba, hacía de la casa un alarde excesivo de limpieza, Eufrasia era feliz y sin necesidad de sonrisas, Eufrasia seguía engordando, milímetro a milímetro.

Todos los domingos, al madrugar, Eufrasia iba caminando hasta la iglesia de Santamaría. El edificio evocaba la Colonia española y tenía, puntual-mente, rosadas las cuatro esquinas. Había dejado en la casa alguna comida y era necesario tirar a suertes quien debía encargarse de ir hasta el pueblo ciudad para comprar alimentos y bebidas. Y siempre viajábamos en pareja para disfrutar del lento placer de apoyarnos en el mostrador del Chamame para tomar un aperitivo o mas. Según venían las cosas, y era imposible adivinar su origen, los mediodías del domingo transcurrían en silencios sin rencor, cada uno en su vaso, cada uno mirando sin ver la estantería pesada de botellas, las manchas de humedad en la placa sin replica del espejo que algún día lejano reflejo fiestas, parejas, suizos de tez rojiza y atezada.

Otras veces la compañía se hacia sentimental y se producía una especie de competencia no deseada, con evocaciones de lugares, montañas, lagos, caseríos o ciudades de cemento, vidrio y aluminio. Y no faltaba la exhibición de fotos de mujeres con sonrisas tontas y niños pecosos. Todos esbozados en la bruma de anécdotas que creíamos definitorias y clavadas en el tiempo.

Teníamos que regresar con la hora de la siesta. Eufrasia, después de lavar culpas en el confesionario, había emprendido su trote corto y sin fatiga hasta el rancherío norteño donde tenia familia o tal vez un hombre esperando en soledad, calor y botella. Ahora Eufrasia engordaba centímetro a centímetro. Me contaban los gringos que, cuando empezaron a estudiar el no arroyo para emplazar la represa, escucharon justificaciones de indígenas ancianos que recordaban o simulaban recordar una gran crecida que anego el valle, trepo hasta tapar las pequeñas colinas, arrastro taperas, animales y vivientes. (Por lo menos, se acordaban de tantos abuelos muertos, llevados por la correntada hacia el mar, y nunca mas se supo.) Cierto día, cuando ya habían quedado en el recuerdo de los gringos las zambullidas para calcular profundidades y resistencia del fango, eso fue en un principio del trabajo, la gordura tenaz de Eufrasia derive hasta formarle un vientre en punta.

Sintetizando, tratando de afirmar su compenetración con aquel lugar de tierra al que habían traído el tipo de cultura y los impasibles métodos de ganancia y explotación, proclamados allá lejos en el lema de su única bandera: In gold we trust, las bromas iban por ahí: -Conocemos la madre del cordero.

-Se sospecha quien es el padre de la criatura.

Y las tres caras rosadas, pecosas, que conservarían, y tal vez para siempre, en la hora del regreso, de los golpes en la espalda como serial de cariño, de los cócteles preparados o vigilados por sus respectivas esposas, de la indomable barriguita, reiteraban graciosos chistes agotados:

-Que aquel domingo los dejamos solos y vi como te brillaban los ojos.

-Que hay que ver como ella te prefiere al repartir la comida.

-Que anda simulando que no te mira.

-Que cuando dos se enamoran es cosa que se huele.

-Que tiene que ser casi desde que llegamos. Porque le debe faltar poquitos días y acaso horas.

-En cuanto aparezca le vamos a ver el parecido.

Eufrasia, impasible, tan olvidada de su barriga como del momento en que se la iniciaron, limpiaba la casa, nos alimentaba con lentejas, verduras y un poco de carne cada semana. Y trotaba sin perder domingo, hacia la iglesia, hacia los rancheríos del norte. Aquel día, como siempre, nos había dejado empanadas de dulce de membrillo. Iba recitando para si los padrenuestros y las avemarías que había recetado el señor cura. Y a cada paso, centímetros mas o me-nos, aumentaban su dicha y su sudor, se iba sintiendo limpia, bendita, hostiada, lista para trepar a la serenidad eterna de los cielos.

Pero los cuatro hombres no teníamos nuestra iglesia; y además debíamos recurrir a las latas de diecisiete conservas, siempre dudosas. No teníamos iglesia ni heladera a querosén. Porque Tom era baptista, Dick metodista, Harry judío y yo había perdido tiempo atrás una vaga creencia papista.

Estar colocados en aquel casi desierto no era nuestra culpa, era voluntad divina. Si a ellos les nacía algún temor, algún reproche de conciencia, lo descartaban con la oración nocturna y lecturas de la Biblia. Tal vez no coincidieran en interpretar el significado de versículos, frases tortuosas, tenaz reiteración de disparates, amenazas tan terribles que parecían saltar sonoras del papel donde estaban impresas.



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