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La insignia
18 de junio del 2004


Bocas del tiempo (I)


Eduardo Galeano
La Insignia*. México, junio del 2004.


Tiempo que dice

Bocas del tiempo

De tiempo somos.
Somos sus pies y sus bocas.
Los pies del tiempo caminan en nuestros pies.
A la corta o a la larga, ya se sabe, los vientos del tiempo borrarán
las huellas.
¿Travesía de la nada, pasos de nadie? Las bocas del tiempo
cuentan el viaje.

Huellas

Una pareja venía caminando por la sabana, en el oriente del África, mientras nacía la estación de las lluvias. Aquella mujer y aquel hombre todavía se parecían bastante a los monos, la verdad sea dicha, aunque ya estaban erguidos y no tenían rabo.

Un volcán cercano, ahora llamado Sadiman, estaba echando cenizas por la boca. El cenizal guardó los pasos de la pareja, desde aquel tiempo, a través de todos los tiempos. Bajo el manto gris han quedado, intactas, las huellas. Y esos pies nos dicen, ahora, que aquella Eva y aquel Adán venían caminando juntos, cuando a cierta altura ella se detuvo, se desvió y caminó unos pasos por su cuenta. Después, volvió al camino compartido.

Las huellas humanas más antiguas han dejado la marca de una duda.

Algunos añitos han pasado. La duda sigue.


La madre

Una zapatilla Adidas,
una carta e amor de firma ilegible,
diez macetitas con flores de plástico,
siete globos de colores,
un delineador de pestañas,
un lápiz de labios,
un guante,
una gorra,
una vieja fotografía de Alan Ladd,
tres tortugas ninja,
un libro de cuentos,
una maraca,
catorce broches de pelo
y unos cuantos autitos de juguete forman parte del botín de una gata que vive en el barrio de Avellaneda y roba en el vecindario.

Deslizándose por azoteas y cornisas, ella roba para su hijo, que es paralítico y vive rodeado de esas ofrendas mal habidas.


El padre

Vera faltó a la escuela. Se quedó todo el día encerrada en casa. Al anochecer, escribió una carta a su padre. El padre de Vera estaba muy enfermo, en el hospital. Ella escribió: -Te digo que te quieras, que te cuides, que te protejas, que te mimes, que te sientas, que te ames, que te disfrutes. Te digo que te quiero, te cuido, te protejo, te mimo, te siento, te amo, te disfruto.

Héctor Carnevale duró unos días más. Después, con la carta de su hija bajo la almohada, se fue en el sueño.


El nacimiento

El hospital público, ubicado en el barrio más copetudo de Río de Janeiro, atendía a mil pacientes por día. Eran, casi todos, pobres o pobrísimos.

Un médico de guardia contó a Juan Bedoian:

-La semana pasada, tuve que elegir entre dos nenas recién nacidas. Aquí hay un solo respirados artificial. Ellas llegaron al mismo tiempo, ya moribundas, y yo tuve que decidir cuál iba a vivir.

Yo no soy quién, pensó el médico: que decida Dios.

Pero Dios no dijo nada.

Eligiera a quien eligiera, el médico iba a cometer un crimen. Si no hacía nada, cometía dos.

No había tiempo para la duda. Las nenas estaban en las últimas, ya yéndose de este mundo.

El médico cerró los ojos. Una fue condenada a morir, y la otra fue condenada a vivir.


Mano de obra

Mohamed Ashraf no va a la escuela.

Desde que sale el sol hasta que asoma la luna, él corta, recorta, perfora, arma y cose pelotas de futbol, que salen rodando de la aldea paquistaní de Umar Kot hacia los estadios del mundo.

Mohammed tiene once años. Hace esto desde los cinco.

Si supiera leer, y leer en inglés, podría entender la inscripción que él pega en cada una de sus obras: Esta pelota no ha sido fabricada por niños.


El castigo

Reina y señora fue la ciudad de Cartago, en las costas del África. Sus guerreros llegaron a las puertas de Roma, la rival, la enemiga, y a punto estuvieron de aplastarla bajo las patas de sus caballos y sus elefantes.

Unos años después, Roma se vengó. Cartago fue obligada a entregar todas sus armas y sus naves de guerra, y aceptó la humillación del vasallaje y el pago de tributos. Todo aceptó Cartago, inclinando la cabeza. Pero cuando Roma mandó que los cartagineses abandonaran la mar y se marcharan a vivir tierra adentro, lejos de la costa, porque la mar era la causa de su arrogancia y de su peligrosa locura, ellos se negaron a irse: eso sí que no, eso sí que nunca. Y Roma maldijo a Cartago, y la condenó al exterminio. Y allá marcharon las legiones.

Cercada por tierra y por agua, la ciudad resistió tres años. Ya no quedaba agujero por raspar en los graneros, y habían sido devorados hasta los monos sagrados de los templos: olvidada por sus dioses, habitada por espectros, Cartago cayó. Seis días y seis noches duró el incendio. Después, los legionarios romanos barrieron las cenizas humeantes y regaron la tierra con sal, para que nunca más creciera allí nada ni nadie.

La ciudad de Cartagena, en las costas de España, es hija de aquella Cartago. Y es nieta de Cartago la ciudad de Cartagena de Indias, que mucho después nació en las costas de América. Una noche, charlando bajito, Cartagena de Indias me confió su secreto: me dijo que si alguna vez la obligaran a irse lejos de la mar, también ella elegiría morir como murió la abuela.


Otro castigo

No sólo por pena de exilio pierden sus mares los pueblos marineros.

Un día sí, y otro también, la marea negra, pegajosa y mortal, ataca las aguas y sus orillas. A fines del año 2002, un buque petrolero, partido por la mitad, vomitó su veneno sobre Galicia y más allá.

Las costas, negras de petróleo, se llenaron de cruces. Los peces muertos y las aves muertas flotaban en la podredumbre de las aguas.

¿El estado? Ciego. ¿El gobierno? Sordo.

Pero los pescadores, barcas ancladas, redes enrolladas, no estaban solos.

Miles y miles de voluntarios enfrentaron, con ellos, la invasión enemiga. Armados de palas y tachos y lo que pudieron encontrar, fueron desnudando trabajosamente, día tras día, semana tras semana, las arenas y las rocas que el petróleo había vestido de luto.

Esas muchas manos, ¿estaban mudas? Ellas no pronunciaban discursos de teatro. Haciendo decían, en gallego: Nunca máis.


La cerveza

Este elixir conduce a la perdición. A la perdición de los caracoles. Cuando oscurece, ellos salen de sus escondrijos y a ritmo de caracol avanzan dispuestos a devorar la carne verde de las plantas.

En medio de la huerta, un vaso de cerveza monta guardia. Es una tentación irresistible. Llamados por el aroma, los caracoles trepan a lo alto del vaso. Desde el filo del abismo, se asoman a la sabrosa espuma y cuesta abajo resbalan, dejándose caer. Y en la mar de cerveza, borrachitos, felices, se ahogan.


El ginkgo

Es el más antiguo de los árboles. Está en el mundo desde la época de los dinosaurios. Dicen que sus hojas evitan el asma, calman el dolor de cabeza y alivian los achaques de la vejez.

También dicen que el ginkgo es el mejor remedio pata la mala memoria. Eso sí que está probado. Cuando la bomba atómica convirtió a la ciudad de Hiroshima en un desierto de negrura, un viejo ginkgo cayó fulminado cerca del centro de la explosión. El árbol quedó tan calcinado como el templo budista que el árbol protegía. Tres años después, alguien descubrió que una lucecita verde asomaba en el carbón. El tronco muerto había dado un brote. El árbol renació, abrió sus brazos, floreció.

Ese sobreviviente de la matanza sigue estando ahí.

Para que se sepa.


(*) Textos pertenecientes al libro libro del autor Bocas del tiempo. México, Siglo XXI, 2004. 347 p. Reproducidos con autorización de la editorial.



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