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La insignia
5 de junio del 2004


Donde crecen las cruces de hierro (I)
La más bella muerte del mundo


España, 1936-1939
Donde crecen
las cruces de hierro (II)
Jesús Gómez Gutiérrez (*)
La Insignia. España, 5 de junio.


«(...) ni el pasado ha muerto
ni está el mañana -ni el ayer- escrito.»
-Antonio Machado, El dios ibero-


La más bella muerte del mundo

Hace unos días, varios amigos debatían en un foro sobre las mejores películas de la Segunda Guerra Mundial. De haber querido intervenir, mi primera respuesta habría sido: «La cruz de hierro», de Sam Peckinpah. Se me ocurren alrededor de quince títulos excelentes sobre el mayor conflicto de la historia de la humanidad, pero sólo uno -el único de carácter bélico que firmó su director- recoge determinados aspectos de la guerra y de las relaciones de clase que las demás idealizan o subvierten en alguna medida.

La segunda respuesta, en cambio, me habría llevado a un título bastante menos perfecto que el anterior pero más contundente en algunas tomas (Ven y Mira, de Elem Klimov) y al absurdo de la guerra que frecuentemente surge en un callejón donde se acumulan muchos de los gilipollas de este mundo y gran parte de los canallas: la identidad y sus subgéneros: la nación, el nacionalismo, las culturas propias e impropias, la estafa de ocultar la economía y las ambiciones personales bajo un manto de banderas, supuestos intereses colectivos y otras cuentas de vidrio.

A quién le extraña que la política mienta tan a menudo cuando afirma decir la verdad y que el cine -como la literatura- diga tan a menudo la verdad desde la ficción. Es un hecho, no una relativización destinada a hacer poética, y en mi opinión resulta procedente porque pretenden cambiarnos la realidad por una mala película firmada en Washington y nos dicen, en el aniversario del desembarco en Normandía, que aquella operación salvó a Europa y al mundo. Falso. Es una de las mentiras más torpes de la historia, así, con minúsculas, porque si aceptamos las minúsculas para nuestras historias y la mayúscula para la historia de la humanidad, estaremos aceptando que esta última no es la vida de los seres humanos, sumados uno a uno, sino una especie de superestructura que nos antecede y supera y de la cual seríamos piezas perfectamente desechables.

Stalingrado, 1942-1943. Última carta de un soldado alemán:

«La muerte tiene que ser siempre heroica, entusiasmante, que arrastre, que tenga una finalidad, que sea grande y convincente. En realidad, ¿qué es la muerte? Reventar, morir de hambre, de frío, un simple hecho biológico, como comer y beber. Caen como moscas y ninguno piensa en ellos, ninguno los sepulta. Yacen por todas partes a nuestro alrededor, sin brazos, sin piernas, sin ojos, con las tripas reventadas. Se tendría que hacer una película con la finalidad de impedir la más bella muerte del mundo. Una muerte bestial que un día será ennoblecida en una lápida de granito junto con los 'soldados moribundos', con la cabeza o el brazo escayolados.»

La batalla de Stalingrado fue el primer acto de la derrota del III Reich, escrita enteramente al este de Berlín entre su fracaso a las puertas de Moscú y la debacle de la Operación Citadelle contra Kursk. Cuando las tropas estadounidenses desembarcaron en Normandía, Alemania ya había perdido la guerra. El único territorio soviético que todavía controlaba la Wehrmacht el 6 de junio de 1944 era Bielorrusia, a la espera de que el Ejército Rojo iniciara la ofensiva de verano; días más tarde, las unidades al mando de Zúkov y Vasilevski, cuyos nombres tampoco encontrarán en las películas de Hollywood, atacaron y destruyeron a todo el Grupo Centro de los ejércitos alemanes.

Lo demás es simple propaganda que no soporta una mirada a la situación militar europea en 1944. El grueso del ejército alemán, unas 200 divisiones propias y 40 de sus aliados, se encontraban en el frente oriental. Llevaban más de un año batiéndose en retirada, en una suma de ofensivas y contraofensivas devastadoras que supusieron las mayores batallas de toda la guerra y donde las víctimas se contaban por millones. Frente a eso, Hitler ofreció en occidente una resistencia mínima cuyo objetivo no consistía tanto en frenar a EEUU como en conseguir la firma de una paz separada con Washington, intención claramente visible en la posterior ofensiva de las Ardenas.

Pavel Zilin, historiador militar de la antigua Unión Soviética, cierra cualquier posible discusión al respecto con un dato interesante: «en los primeros tres meses de acciones bélicas en el frente soviético-alemán, las bajas del ejército nazi eran de más de medio millón de hombres, incluidos dieciocho mil oficiales». En sólo noventa días el III Reich había sufrido más bajas que en todas las batallas del frente occidental. Y apenas fue el principio.


No hagáis que el viento se lleve esta lección

Si los seres humanos somos la escoria que nos quieren hacer creer, si nos reducimos a números con pulsiones, sería mejor olvidar el asunto y pasar ante las mentiras de ayer sin detenernos. A fin de cuentas, qué valor tienen unas cuantas decenas de millones de personas muertas y enterradas entre las estepas rusas y las fosas de Badajoz, sí, porque aquella guerra no empezó en 1939 sino en 1936, cuestión a la que me referiré más tarde. Y si por otra parte fuera cierto que la historia traza una línea constante y ascendente, sin rupturas ni giros sobre sí misma, no debemos preocuparnos: nada de lo anterior volverá a nosotros ni nos estallará en la cara.

Stalingrado, 1942-1943. Última carta de un soldado alemán:

«Me he asustado cuando he visto el papel. Estamos completamente aislados, sin ayuda exterior. Hitler nos ha dejado. Esta carta saldrá si el aeropuerto está todavía en nuestras manos. Nos encontramos al norte de la ciudad. Los hombres de la batería lo intuyen también, pero no lo saben tan claramente como yo. Se acerca el fin. Hannes y yo no iremos a la cárcel. Ayer he visto apresar a cuatro hombres por parte de los rusos, después de que nuestra infantería recuperara la avanzada. No, no iremos a prisión. Cuando caiga Stalingrado ya lo sabrás; entonces sabrás que no volveré.»

De todo lo que se podría decir al respecto, lo más fácil y en cierto modo lo menos doloroso son las mentiras: miente Bush, mienten sus generales, mienten las universidades y medios de comunicación de ese país; mienten sobre la Segunda Guerra Mundial como mintieron antes sobre su propia Guerra Civil, la Guerra de Cuba, la masacre de Filipinas y la Primera Guerra Mundial (al después, no creo necesario referirme; vean, como ejemplo, la gran mentira de Irak). Parece justo, entonces, que ya que nos sustituyen la realidad por una película les cambiemos el rollo y pongamos otras cintas. Arriba tienen dos por si quieren pasar el rato, pero también podemos dejarnos de espectáculos e intentar asumir los hechos.

Fueran cuales fueran las razones, y sin ánimo de juzgar ahora y mucho menos de excusar el proceso que llevó a su hundimiento, nadie con conocimiento de causa puede negar que la Unión Soviética salvó dos veces al mundo. La primera vez, contra la Alemania nazi. La segunda, durante la crisis de los misiles en Cuba, cuando otro combatiente de la II Guerra Mundial, Nikita Jruschev, evitó la guerra nuclear que estuvieron a punto de provocar J. F. Kennedy y un caudillo cubano a quien la historia -que tanto nombra- condenará.

Del panteón de canallas ilustres, conviene rescatar cierta frase supuestamente pronunciada por el general Sherman durante la Guerra Civil estadounidense: «Es imposible llevar a cabo una guerra teniendo una prensa libre». Pero la guerra sigue, concluye una batalla, comienza otra y la frase se extiende y varía hasta alcanzar la necesidad de modificar no ya una información determinada en un ámbito determinado sino toda la historia. Sólo así se pueden mantener los mitos fundacionales de naciones como Estados Unidos. Sólo así se puede impedir que el fantasma que recorrió Europa regrese otra vez, como lo hará, cuando los comisarios políticos sean un mal sueño.

Stalingrado, 1942-1943. Última carta de un soldado alemán:

«Tú eres coronel, querido papá, y del Estado Mayor. Tú sabes lo que significa todo esto, por lo que me ahorrarás explicaciones que podrían sonar a sentimentalismo. Es el final. Creo que aún durará unos ocho días; después se cerrará el cerco. No quiero indagar en los motivos a favor o en contra de nuestra situación. Estos motivos son perfectamente insignificantes y carecen de importancia, pero si pudiera añadir algo quisiera decir que no busquéis en nosotros las razones de esta situación, sino más bien en vosotros y en quien es responsable de todo. ¡Levantad la cabeza! Tú, papá, y quienes son de tu misma opinión, estad alerta para que no le suceda algo todavía peor a nuestra patria. Que el infierno del Volga sirva de llamada de atención. Por favor, no hagáis que el viento se lleve esta lección.»


(*) Editor de La Insignia.



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