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La insignia
18 de julio del 2004


XXV aniversario de la revolución sandinista

La revolución que no fue (I)


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, julio del 2004.


Una madrugada de comienzos de este año, Manuel Salvador Monge, "El Chirizo", fue asesinado a estocadas de bayoneta durante una riña de cantina en el barrio de Monimbó, en Masaya. La víctima pasaba los cincuenta años, y a la hora de su muerte discutía con el hechor, un adolescente que ni siquiera lo conocía, acerca de quién de los dos era más hombre, dice la crónica policial. El adolescente ignoraba que había matado a uno de los integrantes del comando que bajo la jefatura de Edén Pastora tomó por asalto el Palacio Nacional en Managua, el 22 de agosto de 1978, uno de los hechos decisivos en la caída de la dictadura dinástica de la familia Somoza. Un héroe, pobre toda su vida, y olvidado, había caído en un oscuro pleito de borrachos.

Pero no sólo los héroes que sobrevivieron a la lucha contra el último de los Somoza se pierden hoy en el olvido. También los que cayeron combatiendo entonces van siendo relegados, y sus nombres, con los que al triunfo de la revolución fueron bautizados barrios, hospitales, mercados, escuelas, pasan al destierro o comparten glorias con los nombres que esos sitios tenían bajo la dictadura. Amargas ironías. Un barrio de Managua, que se llamaba Colonia Salvadorita en honor a la esposa del primero de los Somoza, pasó a llamarse Colonia Cristián Pérez, en homenaje a un mártir de la resistencia urbana asesinado en Managua pocos meses antes de la victoria. Hoy la colonia se conoce como Salvadorita-Cristián Pérez.

Un viajero que tras estos veinticinco años regresara a Nicaragua, o viniera por primera vez, habría de preguntarse si aquí hubo alguna vez una revolución. No hay huellas visibles, a no ser por la retórica, cada vez más confusa, del líder del Frente Sandinista, Daniel Ortega, quien igual ataca con la misma virulencia de antes al imperialismo norteamericano, y felicita cumplidamente a Fidel Castro en su cumpleaños, que propone a su antiguo adversario, el cardenal Miguel Obando y Bravo, como candidato al Premio Nóbel de la Paz, mientras sus diputados en la Asamblea Nacional tocan retirada a la hora de discutirse una ley sobre el aborto, y fieles a la nueva alianza con la jerarquía de la iglesia católica, rechazan aún el aborto terapéutico en caso de violaciones de menores.

¿Hubo alguna vez una revolución? Nunca antes la riqueza ha estado peor repartida, ni han sido tantos los pobres que arañan en los basureros de Acahualinca sobrevolados por los zopilotes, o que recorren en bandadas las vecindades de los semáforos en las calles de Managua vendiendo de todo, desde animalitos expulsados de las selvas que retroceden ante la inclemente depredación de las mafias madereras, a bisuterías y artículos de contrabando, y que cuando cae la noche regresan a las barriadas de casas improvisadas con ripios y desechos de empaque, y que se multiplican a diario, con lo que la ciudad, lejos de las luces de los mágicos centros de compra, parece un enorme campamento de damnificados.

¿Y los ideales? Desaparecidos bajo un alud de desesperanza, de frustraciones, de confusión ideológica, de retórica vacía, y, otra vez, de olvido. El setenta por ciento de la población actual de Nicaragua no pasa de los treinta años, con lo que la memoria que los jóvenes tienen de la revolución es precaria; tampoco se enseña mucho sobre ella en las escuelas, y los juicios de quienes la vivieron siguen polarizados como antes. Un amanecer radiante para unos, la noche oscura para otros, según la frase acuñada por el Papa Juan Pablo II en su segunda visita de 1996 a Nicaragua.

Desde el comienzo de los años noventa, tras la derrota electoral del sandinismo, los ideales de solidaridad y entrega a los más pobres y necesitados pasaron a ser sustituida por el culto exacerbado al individuo. El reino prometido es hoy para los jóvenes el de las oportunidades personales, y la nueva filosofía sin cuestionamiento dice que yo soy mi propio prójimo. Por supuesto, el sálvese quien pueda campea hoy en América Latina; pero sólo en Nicaragua hubo una revolución.

Y sólo Nicaragua proclamó con terquedad en el continente su derecho de país pequeño a la independencia política, lejos de la sombra tradicional de los Estados Unidos, presente en la historia desde que William Walker, el filibustero sureño, se proclamó presidente del país a mediados del siglo XIX, un dominio que tras repetidas intervenciones militares duró hasta el fin del reinado de la familia Somoza. Esa defensa de la soberanía, parte de los ideales de rescate de la nación, llevó al extremo del enfrentamiento y la agresión durante la era Reagan. Hoy, el sentido de soberanía parece disolverse en obsequiosa complacencia, como en los peores tiempos, y hay quienes piensan, otra vez, que el destino manifiesto de Nicaragua es adelantarse a los deseos de Washington. El envío de una pequeña tropa a Irak, una operación para la que el gobierno tuvo que buscar su propio financiamiento, es un ejemplo.

¿Y qué se hicieron las transformaciones revolucionarias? La severa enemistad de Reagan, que puso la máquina del imperio a trabajar en contra de un pequeño país en rebeldía como si se tratara de una potencia mundial, hizo que el gobierno sandinista tuviera que concentrar todos sus esfuerzos en la guerra, y dejara en el camino sus mejores ambiciones de transformación de la sociedad. El lema de la Cruzada Nacional de Alfabetización, "convirtiendo la oscurana en claridad", que logró unir en 1980 al país para que miles de jóvenes salieran por todo el territorio a enseñar, daría paso luego a otro contrario: "todo para los frentes de guerra". El empeño bélico consumió recursos y disparó el gasto publico más allá de toda posibilidad material, e hizo colapsar la precaria economía, con graves consecuencias de desabastecimiento e inflación, y, sobre todo, de inconformidad.

Hoy no sobrevive la alfabetización, ni el ensueño de la educación popular que llevaría a todos los estudiantes de la escuela primaria hasta el cuarto grado. Los índices de analfabetismo han retrocedido hasta niveles de ayer, y un millón de niños, la mitad de la población de edad escolar, no tienen escuelas adonde ir. En los hospitales públicos las carencias son tales que los familiares de los pacientes tienen que aportar el plasma, y hasta el hilo de sutura para las cirugías. Y de la reforma agraria, que pretendió entregar la tierra a los campesinos, sólo quedan escombros.



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