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La insignia
5 de agosto del 2004


Parte VII

Edipo rey


Sófocles


(Sale Edipo de palacio).

Edipo: ¡Oh Yocasta, muy querida mujer! ¿Por qué me has mandado venir aquí desde palacio?

Yocasta: Escucha a este hombre y observa, al oírle, en qué han quedado los respetables oráculos del dios.

Edipo: ¿Quién es éste y qué me tiene que comunicar?

Yocasta: Viene de Corinto para anunciar que tu padre, Pólibo, no está ya vivo, sino que ha muerto.

Edipo: ¿Qué dices, extranjero? Anúnciamelo tú mismo.

Mensajero: Si es preciso que yo te lo anuncie claramente en primer lugar, entérate bien de que aquél ha muerto.

Edipo: ¿Acaso por una emboscada, o como resultado de una enfermedad?

Mensajero: Un pequeño quebranto rinde los cuerpos ancianos.

Edipo: A causa de enfermedad murió el desdichado, a lo que parece.

Mensajero: Y por haber vivido largos años.

Edipo: ¡Ah, ah! ¿Por qué, oh mujer, habría uno de tener en cuenta el altar vaticinador de Pitón o los pájaros que claman en el cielo, según cuyos indicios tenía yo que dar muerte a mi propio padre? Pero él, habiendo muerto, está oculto bajo tierra y yo estoy aquí, sin haberlo tocado con arma alguna, a no ser que se haya consumido por nostalgia de mí. De esta manera habría muerto por mi intervención.
En cualquier caso, Pólibo yace en el Hades y se ha llevado consigo los oráculos presentes, que no tienen ya ningún valor.

Yocasta: ¿No te lo decía yo desde antes?

Edipo: Lo decías, pero yo me dejaba guiar por el miedo.

Yocasta: Ahora no tomes en consideración ya ninguno de ellos.

Edipo: ¿Y cómo no voy a temer al lecho de mi madre?

Yocasta: Y ¿qué podría temer un hombre para quien los imperativos de la fortuna son los que lo pueden dominar, y no existe previsión clara de nada? Lo más seguro es vivir al azar, según cada uno pueda.
Tú no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues muchos son los mortales que antes se unieron también a su madre en sueños. Aquel para quien esto nada supone más fácilmente lleva su vida.

Edipo: Con razón hubieras dicho todo eso, si no estuviera viva mi madre. Pero como lo está, no tengo más remedio que temer, aunque tengas razón.

Yocasta: Gran ayuda suponen los funerales de tu padre.

Edipo: Grande, lo reconozco. Pero siento temor por la que vive.

Mensajero: ¿Cuál es la mujer por la que temen?

Edipo: Por Mérope, anciano, con la que vivía Pólibo.

Mensajero: ¿Qué hay en ella que los induzca al temor?

Edipo: Un oráculo terrible de origen divino, extranjero.

Mensajero: ¿Lo puedes aclarar, o no es lícito que otro lo sepa?

Edipo: Sí, por cierto. Loxias afirmó, hace tiempo, que yo había de unirme con mi propia madre y coger en mis manos la sangre de mi padre. Por este motivo habito desde hace años muy lejos de Corinto, feliz, pero, sin embargo, es muy grato ver el semblante de los padres.

Mensajero: ¿Acaso por temor a estas cosas estabas desterrado de allí?

Edipo: Por el deseo de no ser asesino de mi padre, anciano.

Mensajero: ¿Por qué, pues, no te he liberado yo de este recelo, señor, ya que bien dispuesto llegué?

Edipo: En ese caso recibirías de mí digno agradecimiento.

Mensajero: Por esto he venido sobre todo, para que en algo obtenga un beneficio cuando tú regreses a palacio.

Edipo: Pero jamás iré con los que me engendraron.

Mensajero: ¡Oh hijo, es bien evidente que no sabes lo que haces...

Edipo: ¿Cómo, oh anciano? Acláramelo, por los dioses.

Mensajero: ...si por esta causa rehuyes volver a casa!

Edipo: Temeroso de que Febo me resulte veraz.

Mensajero: ¿Es que temes cometer una infamia para con tus progenitores?

Edipo: Eso mismo, anciano. Ello me asusta constantemente.

Mensajero: ¿No sabes que, con razón, nada debes temer?

Edipo: ¿Cómo no, si soy hijo de esos padres?

Mensajero: Porque Pólibo nada tenía que ver con tu linaje.

Edipo: ¿Cómo dices? ¿Que no me engendró Pólibo?

Mensajero: No más que el hombre aquí presente, sino igual.

Edipo: Y ¿cómo el que me engendró está en relación contigo que no me eres nada?

Mensajero: No te engendramos ni aquél ni yo.

Edipo: Entonces, ¿en virtud de qué me llamaba hijo?

Mensajero: Por haberte recibido como un regalo -entérate- de mis manos.

Edipo: Y ¿a pesar de haberme recibido así de otras manos, logró amarme tanto?

Mensajero: La falta hasta entonces de hijos lo persuadió del todo.

Edipo: Y tú, ¿me habías comprado o encontrado cuando me entregaste a él?

Mensajero: Te encontré en los desfiladeros selvosos del Citerón.

Edipo: ¿Por qué recorrías esos lugares?

Mensajero: Allí estaba al cuidado de pequeños rebaños montaraces.

Edipo: ¿Eras pastor y nómada a sueldo?

Mensajero: Y así fui tu salvador en aquel momento.

Edipo: ¿Y de qué mal estaba aquejado cuando me tomaste en tus manos?

Mensajero: Las articulaciones de tus pies te lo pueden testimoniar.

Edipo: ¡Ay de mí! ¿A qué antigua desgracia te refieres con esto?

Mensajero: Yo te desaté, pues tenías perforados los tobillos.

Edipo: ¡Bello ultraje recibí de mis pañales!

Mensajero: Hasta el punto de recibir el nombre que llevas por este suceso.

Edipo: ¡Oh, por los dioses! ¿De parte de mi madre o de mi padre lo recibí? Dímelo.

Mensajero: No lo sé. El que te entregó a mí conoce esto mejor que yo.

Edipo: Entonces, ¿me recibiste de otro y no me encontraste por ti mismo?

Mensajero: No, sino que otro pastor me hizo entrega de ti.

Edipo: ¿Quién es? ¿Sabes darme su nombre?

Mensajero: Por lo visto era conocido como uno de los servidores de Layo.

Edipo: ¿Del rey que hubo, en otro tiempo, en esta tierra?

Mensajero: Sí, de ese hombre era él pastor.

Edipo: ¿Está aún vivo ese tal como para poder verme?

Mensajero: (Dirigiéndose al Coro.) Ustedes, los habitantes de aquí, podrían saberlo mejor.

Edipo: ¿Hay entre ustedes, los que me rodean, alguno que conozca al pastor a que se refiere, por haberlo visto, bien en los campos, bien aquí? Indíquenmelo, pues es el momento de descubrirlo de una vez por todas.

Corifeo: Creo que a ningún otro se refiere, sino al que tratabas de ver antes haciéndolo venir desde el campo. Pero aquí está Yocasta que podría decirlo mejor.

Edipo: Mujer, ¿conoces a aquel que hace poco deseábamos que se presentara? ¿Es a él a quien éste se refiere?

Yocasta: ¿Y qué nos va lo que dijo acerca de un cualquiera? No hagas ningún caso, no quieras recordar inútilmente lo que ha dicho.

Edipo: Sería imposible que con tales indicios no descubriera yo mi origen.

Yocasta: ¡No, por los dioses! Si en algo te preocupa tu propia vida, no lo investigues. Es bastante que yo esté angustiada.

Edipo: Tranquilízate, pues aunque yo resulte esclavo, hijo de madre esclava por tres generaciones, tú no aparecerás innoble.

Yocasta: No obstante, obedéceme, te lo suplico. No lo hagas.

Edipo: No podría obedecerte en dejar de averiguarlo con claridad.

Yocasta: Sabiendo bien qué es lo mejor para ti, hablo.

Edipo: Pues bien, lo mejor para mí me está importunando desde hace rato.

Yocasta: ¡Oh desventurado! ¡Que nunca llegues a saber quién eres!

Edipo: ¿Alguien me traerá aquí al pastor? Dejen a ésta que se complazca en su poderoso linaje.

Yocasta: ¡Ah, ah, desdichado, pues sólo eso te puedo llamar y ninguna otra cosa ya nunca en adelante!

(Yocasta, visiblemente alterada, entra al palacio.)

Corifeo: ¿Por qué se ha ido tu esposa, Edipo, tan precipitadamente bajo el peso de una profunda aflicción? Tengo miedo de que de este silencio estallen desgracias.

Edipo: Que estalle lo que quiera ella. Yo sigo queriendo conocer mi origen, aunque sea humilde. Esa, tal vez, se avergüence de mi linaje oscuro, pues tiene orgullosos pensamientos como mujer que es. Pero yo, que me tengo a mí mismo por hijo de la Fortuna, la que da con generosidad, no seré deshonrado, pues de una madre tal he nacido. Y los meses, mis hermanos, me hicieron insignificante y poderoso. Y si tengo este origen, no podría volverme luego otro, como para no llegar a conocer mi estirpe.



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