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La insignia
3 de septiembre del 2003


Venezuela

La metástasis del odio


Nelson González Leal
La Insignia. Venezuela, septiembre del 2003.


Al son de la Bruca Maniguá de Arsenio Rodríguez leo, el sábado por la mañana, una noticia que no sorprende: 324 casos de violación de derechos humanos, denunciados durante los últimos cuatro años, contabiliza un reciente informe emitido por la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz, una de las ONG que en Venezuela se ocupan con mayor alcance de esta problemática. Según la noticia, difundida por el diario El Nacional (16-08-2003, Pág. B-18), al frente de estos casos se ubican la Policía Metropolitana, el Cuerpo de investigaciones científicas, penales y criminalísticas (Cicpc) -antiguo Cuerpo Técnico de Policía Judicial, popularmente conocido como Petejota por las siglas que empleaban para identificarse de manera común, PTJ (Policía Técnica Judicial)- y la Guardia Nacional -componente de la Fuerza Armada encargado de actuar en situaciones de alteración del orden público y en el resguardo de puestos de control de tránsito interurbano. Como nota de color local cabe informar que desde hace un poco más de veinte años el lema que identifica a la GN, El honor es su divisa, ha sido modificado por el populacho para construirle uno nuevo: La divisa es su honor.

No hay sorpresa, sino desencanto e ironía al leer esto por la comprobación de una verdad triste: nada ha variado desde que en 1990 tuve la oportunidad de trabajar con esta ONG. En aquella época el mayor responsable de estos crímenes fue esta misma trinidad, que parece ser lo suficiente divina en su esencia como para campear en el libre exceso de sus actos ilegales.

Es cierto que no se puede juzgar a una institución por las arbitrariedades de uno de sus miembros, ni de dos, y ni aún de tres; pero cuando los ejecutantes pasan de la docena y las arbitrariedades suman 324, resulta evidente que algo se pudre, algo grande, algo que está haciendo metástasis.

Del 90 para acá han transcurrido 13 años, tres presidentes electos, uno interino, tres ideologías políticas distintas, no sé cuántos gobernadores y alcaldes, ni mucho menos cuántos proyectos regionales de seguridad ciudadana, y la realidad del delito de violación de derechos humanos continúa invariable: muerte e impunidad. No cabe duda, los sucesivos gobiernos nacionales y cada uno de los regionales han resultado incapaces de aportar soluciones al problema, y lo que es peor, pareciera que estimulan la sensación prevaleciente de impunidad oficial, puesto que su manifiesta insolvencia coloca a la injusticia como criterio definitorio de la aplicación de la ley.

Si hurgamos con atención perspicaz en esta realidad, podremos comprender las razones de la propagación del odio y el temor al resto de la sociedad venezolana. 324 casos de atropello policial describen un proceso de estimulación de la violencia urbana por parte de quienes tienen el deber de condonarla. Si a esto se agrega la territorialización violenta de los espacios públicos, el caciquismo en gremios y asociaciones, y el avasallante bombardeo mediático de ferocidad y agravios, tendremos un panorama sociopolítico cuyo horizonte estará dibujado por el quiebre del estado de derecho.

La metástasis del odio comienza con el desconocimiento de la norma, con el desprecio de los derechos humanos y, sobre todo, con el incumplimiento de los deberes fundamentales del hombre para con la sociedad. Mundele cabá con mi corazón, tanto maltrata cuerpo ta´ furí, dice Arsenio en su afro/son.


La violencia del 89 y los crímenes del odio

Cambio la Bruca Maniguá por un ritmo heredero. Bacalao Men dice yo no sé pa` dónde fue josé el día que le dieron mata e`café. Y llega el policía de la esquina que lento camina y me mira como cosa primorosa lista para su inquina. Y, además, recuerdo el año 89. Bajaron los cerros; yo estaba en Coche y me trasladé hasta San José, a pie. ¿Dónde están los muertos de esa fecha? ¿Y los desaparecidos? ¿Dónde está la contabilidad de esos casos de violación de derechos humanos y de trasgresión absoluta del deber? De nuevo impunidad, vanidad.

La metástasis del odio encuentra también un agente catalizador en la sociedad que escamotea evidencias. El año 89 marcó el inicio de un proceso de sinceración de la realidad nacional que agobia especialmente a los sectores acostumbrados a maquillarla. Por primera vez la certidumbre de que Caracas es campo del perpetuo estallido de la violencia fue aplastante. Como lo fue también el descubrimiento de que en nuestro país se producen delitos insertos dentro de esa categoría denominada por los estadounidenses como crímenes del odio. De los incontables casos de violación de derechos humanos acaecidos durante los imperdonables hechos de febrero y marzo de 1989, ¿cuántos podrían entrar dentro de esta categoría? Tal vez el de Armando Castellanos, quien el 1° de marzo se encontraba en su casa, en el barrio Bolívar de la zona industrial de Petare, cuando un jeep de la Policía Metropolitana, placas 73-31, irrumpió en el lugar. Sus ocupantes, un oficial de la PM y dos efectivos militares, comenzaron a disparar indiscriminadamente contra la residencia de Castellanos. Al asomarse para ver qué pasaba, resultó mortalmente herido por un impacto de bala en la cabeza. ¿Existe alguna razón que justifique este procedimiento, como no sea la de un corrosivo odio guardado en las entrañas? ¿Alguna otra puede explicar el caso de Daniel Guevara?, quien después de ser informado de que las clases en su liceo estaban suspendidas emprendió el camino de regreso a su casa, entre las 11 y las 12 del mediodía del 28 de febrero, y al doblar una esquina recibió la furia contenida de un efectivo de la Metropolitana bajo la forma de una descarga de perdigones, desde esa distancia que llaman a quema ropa.

Hasta la fecha no se tiene una cifra exacta de la cantidad de personas muertas y desaparecidas durante aquellos inclasificables sucesos, aunque el magistrado de la Sala Político Administrativa de la Corte Suprema de Justicia para el año 1999, Hermes Harting, en ponencia elaborado para instar a sus colegas del máximo tribunal a instruir directamente los expedientes relacionados con aquellos acontecimientos, luego de diez años de demora e insolvencia judicial, revela que hasta entonces se habían separado 423 causas. Realmente será imposible tener certeza de cuántas se vinculan con el odio, sin embargo hoy tenemos un amplio catálogo de referencias que genera igual inquietud: desde el 11 de abril del 2002 con Puente Llaguno, pasando por los días 12, 13 y 14 con el ataque a la embajada cubana y a algunos representantes del gobierno de turno, hasta los distintos asesinatos de la Plaza Altamira -denominada Plaza de la Libertad por los opositores al gobierno de Hugo Chávez Frías, quienes la han tomado como bastión- y los saldos mortales de las marchas cívicas.

Hoy son estos crímenes de clara correspondencia con la categoría descrita, pero ayer lo fueron otros, quizás menos terroríficos, pero igualmente canallescos, como las arbitrariedades de los patoteros neonazis de la urbanización El Marqués, ubicada al Este de Caracas, o la inadmisión de negros y de gordos en las discotecas de Las Mercedes, el centro de diversión de los estilizados chicos y chicas de la high society capitalina. Y para nadie es un secreto que al odio -como a la delincuencia- lo multiplica la certeza de la impunidad. La presencia de un odio racial, clasista, xenófobo, incorpóreo a los ojos de cierto sector de la sociedad y del Estado, desmoraliza al resto y lo debilita en su voluntad de atacar el problema.

Es por ello que la corporeidad de este odio resulta importante y necesaria para lograr medir su alcance real y, con ello, analizar sus causas y estructurar luego los mecanismos idóneos para erradicarlo. La metástasis avanza, pero ya ha sido detectada.

Uno de los tratamientos adecuados para detener la propagación del odio es inocular a la sociedad contra el determinismo de clase. Aceptar que la pobreza no es responsable de toda la violencia sería un avance saludable. Como ha dicho Carlos Monsiváis refiriéndose a la inopia del DF mexicano, en sus Notas sobre la violencia urbana (Revista Letras Libres, nº 5. Mayo 1999. Págs. 34-39), en la pobreza hay vida cultural y la escasez de dinero no elimina los recursos espirituales y morales. Y termino de escuchar a Bacalao Men, pero seguro que cuando se fue no estaba viendo al cielo (sino a la tv).


Más vale ONG en mano

Derivo en Desorden Público y digo con ellos quienes nacimos en el siglo pasado una y mil veces engañados ahora pasamos a esta nueva fecha arrastrando injusticia y violencia ¡bang! ¡bang! ¡bang! requetebangbang policía bang bang. La muestra pareciera indicar que no hay remedio, es una lectura triste, mala, de lo que somos como sociedad y de lo que parece gustarle a los gobernantes hijos del nuevorriquismo petrolero, hombres sin pumpá, de modales incorrectos, avasallantes, procaces, autocontemplativos, mediáticos.

Por allí anduvo uno vociferando plomo al hampa (como si el hampa no tuviera suficiente plomo). Llegó como Alcalde Mayor de Caracas y empezó a calcar conductas, frases e ideas del tráfago mediático donde se desarrolló. Así, para darle plomo al hampa, contrató a un especialista en seguridad preventiva, ¡vaya contradicción!, pero claro, los datos que el Alcalde tenía sobre el especialista se limitaban a la fama de "superpolicía de Nueva York", asunto que, dentro de la lógica espectacularista de todo ser mediático, hizo que lo asociara al modelo del supertecnológico Robocop, el que por cierto no sabe distinguir qué pesa más, si un kilo de plomo o un kilo de algodón, porque le disparan siempre con efectos especiales.

Y del modelo del superpolicía, para más señas apellidado Bratton, el alcalde sólo vio lo que quería ver: el aspecto violento, fachendoso, televisivo, y no el que apunta al trabajo básico de prevención comunitaria, aquel que se afianza en la teoría de "las ventanas rotas", mucho más famosa y eficiente que Bratton. Pero es que la aplicación de este aspecto del modelo Bratton es el que conviene a la exigencia de presupuesto elevado para la parafernalia tecnológica, el incremento de poder de fuego y la garantía de vistosidad modal en los cuerpos policiales. Para nadie es un secreto -¡por Dios, si salta a la vista!-, lo in que visten los policías caraqueños, y como usted bien sabe, nunca bien ponderado lector, lo que adorna es lo que vende.

La teoría de "las ventanas rotas" del profesor James Q. Wilson, de la Universidad de Harvard, explica que la principal causa del dominio delincuencial en los barrios norteamericanos es la desidia de sus habitantes, la escasa identificación de los vecinos con el deber de cuidar y mantener libre de desorden la zona donde habitan. Wilson ha dicho que si la ventana de una edificación, sea pública o privada, se rompe -o la rompen- y no se repara de manera inmediata, cualquiera que pase por el lugar y la observe pensará que no hay a quien le importe la condición de su hábitat, y si es un sujeto con problemas de adaptación social quien pasa, además de aquel pensamiento, se le ocurrirá que tiene el terreno libre para actuar en un espacio del que nadie se ocupa. Si esto se perpetua, al poco tiempo el desorden pequeño se hará mayor, es decir, no habrá una, sino diez ventanas rotas e igual número de delincuentes lanzando piedras al resto de los cristales. Como se ve, la teoría en la que se basó el modelo de Bratton tiene mucho de labor comunitaria, de integración social, de colaboración entre vecinos y cuerpos de seguridad preventivos, más que de acciones policiales represivas. Las ventanas no se reparan con plomo, así de sencillo.

Por otro lado, la labor de Bratton fue acompañada por la fortaleza de un alcalde que venía de hacer carrera como fiscal de distrito, Rudolph Giuliani, por el compromiso anticriminal de un elegante, bien atildado y joven policía de Boston, Jack Maple, y por un viejo zorro del trabajo policíaco de calle, el irlandés John Timoney. Juntos formaron equipo, a la manera de los intocables de Eliot Ness, bajo la consigna de concentración, dirección y supervisión. Y lo primero que hicieron fue deshacerse de los jefes de policía corruptos, es decir, sanear el departamento. Pete Hamill, el autor de A drinking life, narra en un reportaje realizado para el número nº 5 de la revista mexicana Letras libres (Mayo 1999, págs. 8-19), lo siguiente sobre la experiencia de este nuevo grupo de intocables: "formaban un grupo alegre; los hombres serios no tienen que ser solemnes". Y yo agregaría que tampoco tienen por que ser procaces, gritones, violentos. Además, nada de esto es reflejo de eficacia, ni de eficiencia, sino de un miserable afán por abrirle camino a la propagación del odio.

Lo cierto es que, a la luz del informe de la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz, el modelo Bratton -esa parte que se intentó aplicar en nuestra realidad, por cierto muy distinta a la neoyorquina- no ha logrado disminuir los niveles de violencia ni en el cuerpo delictuoso ni en el policial. Lo que si puede colegirse del informe, pese al esfuerzo de presentar una lectura negativa del mismo, es que algo ocurre con la capacidad de denuncia de la población venezolana, o por lo menos de aquellos que resultan víctimas de la arbitrariedad policíaca. O bien la animosa y no muchas veces grata labor de las ONG está dando frutos con mejor pulpa, o bien el discurso reivindicativo del gobierno nacional está logrando que la población sume fortaleza para enfrentar los abusos del poder que se escuda tras la placa y el uniforme, y sobre todo, de un sistema de justicia ineficaz. Y esto es simple de entender: si en los últimos cuatro años se han recibido el triple de denuncias que en los catorce anteriores, no quiere decir que hayan más o menos actos de desobediencia al mandato de respeto a los derechos humanos, sino más conciencia de la necesidad de enfrentar el mal.

De nuevo confirmamos la premisa: más vale ONG en mano que ver a Bratton volar. Tantas fueron las promesas fueron tantas tantas veces no cumplidas las promesas Desorden Odio ¡bang!



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