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La insignia
9 de septiembre del 2003


Un señor muy desagradable


Mario Roberto Morales
Siglo Veintiuno. Guatemala, septiembre del 2003.


El pasado domingo 27 de julio, a eso de las once de la mañana, estaba yo parado ante la sobria losa de la tumba de Camilo José Cela, en Iria Flavia, un pueblecito que se despliega por la carretera que viene de Santiago de Compostela y que se une a Padrón en una sola comunidad. La tumba de Cela está situada debajo de un olivar. Su loza es rústica, morroñosa y como hecha al descuido.

Ese día, mi amiga gallega Herminda, nuestro amigo estadounidense Stan y yo, íbamos de compras al mercado de Padrón, cuando de pronto recordé un artículo, creo que publicado en El País con ocasión de la muerte de Cela, en el que su autora se extrañaba de los tiernos comentarios que sobre él se hacían ahora que estaba muerto, cuando en realidad todo el mundo sabía que, según sus palabras, "era un señor muy desagradable". De hecho, basta ver intervenciones filmadas de Cela para saber qué se entiende aquí por "muy desagradable", a saber: prepotente, abusivo, humillador, cínico, entre otras características. De hecho, a Herminda no le simpatizaba en vida, pero accedió a que fuéramos a ver la tumba.

El punto central de aquel artículo tenía que ver con la exaltación virtuosa que se hace de quien muere, aunque en vida no haya sido ni por asomo la persona que en ausencia es evocada por sus exégetas, y también con la noción moralista de que no hay que hablar mal de los muertos aunque quienes ahora los exaltan sepan muy bien que en vida se pasaron de vivos. La muerte, vista como el milagro que pone fuera de juego a un estorboso vivillo, resulta a menudo ocasión para las más desmedidas opiniones sobre las virtudes del difunto, pues éste no representa ya peligro alguno ni motivo de envidias, rencores o malediciencias y, por tanto, se le puede santificar con la misma facilidad con que en vida se le satanizaba. Total, ya está muerto. Esto tiene que ver también con que al común de la gente se le hace inconfesable admitir que a menudo sigue sintiendo por el occiso el mismo desprecio que le profesaba en vida, y suele aliviar su mala conciencia vociferando sus exiguas virtudes por encima de sus abrumadores defectos. Al menos este era el caso de Cela según el artículo que seguía recordando entonces, mirando la enorme losa de su tumba, casi a ras del suelo, bajo la sombra benigna de la oliveira gallega.

A los escritores (que tantas envidias y pasiones bajas producen en colegas, amigos, enemigos y en ese personal paraliterario que ronda los ambientes letrados y que está poblado por la prolífica especie de la mediocridad) el mejor homenaje que se les puede hacer, tanto en la vida como en la muerte, es leer sus libros y opinar sobre ellos con responsabilidad e inteligencia, poco importa si bien o mal. Lo que digamos de sus virtudes o flaquezas, antes o después de su muerte, es lo menos importante porque eso se pudre y se lo lleva el viento como a la hojarasca. Los libros, empero, permanecen. Los malos a mendudo se quedan demasiado tiempo entre los lectores, pero tarde o temprano también se los lleva el viento. Suele ocurrir asimismo que los que obtuvieron fama en vida del autor sean enterrados luego en el olvido de las generaciones futuras, y que los que sufrieron la marginación y el desdén sean descubiertos póstumamente por el mismo viento implacable, aunque tal vez sus autores hayan sido unos zánganos, sinverguenzas, cínicos, manipuladores y arrogantes. Claro que cuando a estos rasgos se une la mediocridad literaria, pues ni hablar. Aquí no hay escritor ni obra ni nada más que un farsante que en buena hora se murió o que en mala hora sigue robando oxígeno y viviendo horas extras. Este no fue, claro, el caso de Cela, aunque las anécdotas que se cuentan de él, y que poco tienen que ver con la literatura, bien le han valido al Premio Nóbel gallego el triste título de "señor muy desagradable", por decir lo menos.

En mi letal país acaba de fallecer el novelista Mario Monteforte Toledo. Leyendo por internet algunas esperpénticas notas luctuosas en la prensa local, evoqué aquel domingo en que me paré bajo la sombra del olivar sobre la tumba de Cela después de haber recordado un artículo alusivo y oportuno. Esa vez pensé, como pienso ahora, que algunos escritores ven en la pose de otro un modelo irresistible para construirse una imagen propia, aunque ésta sea, por las más extrañas razones, la de "un señor muy desagradable".



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