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La insignia
19 de noviembre del 2003


Diluvio


Luis Buñuel


Llovía.

Diluviaba.

Algo más que torrencialmente. Diluviaba oceánicamente: nadie podía esperar que un mar pudiera viajar así, como un avión, de un planeta a otro. La atmósfera se había transformado en un mar sin peces. Se hallaba próximo el instante en que éstos iban a poder salir tranquilamente de los estanques para pasearse por la gran bola acuática de la ex atmósfera. Ya muchos sacaban sus cabezas de un agua para ponerlas en la otra y quedaban así, como mansetud de niños, como cocodrilos a medio sumergir.

La ciudad entera guarecida bajo los tejados se veía impotente para resistir aquel diluvio que caía como en los sueños al ralenti, pareciendo, de tan compacto, no caer sino quedarse.

Toda la ciudad con sus grandes torres desmanteladas era un inmenso bergantín por primera vez náufrago en la lluvia.

Llovía.

Los peces parecían mariposas atraídas por la luz húmeda de los faroles y en los tejados se entreabrían las tejas como lapas.

En los escaparates colonias enteras de libros buscaban algo en el agua con las hojas vibrátiles y ondulantes, sexos de pólipo.

Los niños nadaban por el acuario iluminado de los pisos, acercándose a los cristales ­unos bobos­ muy abiertos los ojos, dejando escapar una columna de circulitos por su bocas redondas.

Llovía. Llovía.

Todo tenía o presentía un palpitar de pulpo. Todo era repugnante a la vista y al tacto. Las avenidas comenzaban a llenarse de vientres hinchados, de vientres tumefactos sobre los que acudían por bandadas, con inaudita voracidad, manos hambrientas, lenguas hambrientas, cabelleras hambrientas.

A mil metros de altura cruzó la luz fantasmal de un tranvía herido acosado de delfines, asaeteado por millones de dentaduras blanquísimas.

Llovía. Llovía. Llovía. Llovía.

Por todas partes entre grietas de agua y resplandores glaucos acechaban unos ojos grises de mirar metálico, con ferocidad de escualo, los ojos de todos los habitantes de la ciudad, todo ojos, todo ferocidad.

Mis diez dedos no tenían hueso y mis ojos, también mis ojos me acechaban de lejos, más grandes que nunca, grises para siempre, con la ferocidad de los demás ojos. Junto a mí pasó flotando mi novia ahogada, impulsada por el temblor de su velo nupcial, medusa de amor y muerte.

Llovía. Llovía. Llovía. Llovía.

En el reloj de la catedral dieron las doce burbujas de la noche.

Llovía.



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