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La insignia
2 de noviembre del 2003


Apuesto contra la muerte


Marcos Winocur
La Insignia. México, noviembre del 2003.


Pensando y pensando, el otro día me acordé de una profecía escrita treinta años atrás por el hechicero mayor Jacques Bergier -coautor de un bestseller titulado El retorno de los brujos-, quien anunció la conquista de la inmortalidad ¡para los noventa, a más tardar en el 2000!

La profecía, que sepamos, no se cumplió. Naturalmente, interesa como síntoma. ¿De qué? De la súbita agudización de nuestro crónico anhelo de inmortalidad, hoy, cuando la ciencia se ha colocado las botas de siete leguas; y cuando, a la vez, hemos cruzado de un milenio a otro. Es decir, la soberbia humana: creemos tener derecho a todo, sin excluir el paso hacia la vida eterna, dicho sea en términos biológicos; y si algo faltaba, iba a ser suplido por un empujoncito místicomilenarista.

Tal vez el error del hechicero mayor no resida en el contenido de su profecía sino en aspectos laterales, y sea doble: atarse a un plazo y no admitir su verdadero carácter: una apuesta contra la muerte. Por lo demás, la inmortalidad puede ser vista desde otros ángulos, el religioso, desde luego; y sin excluir el de la lógica, que dice: todo es posible mientras los hechos no prueben lo contrario. Y éstos, cada vez más, consagran lo extraordinario, al punto de sostenerse que un arribo pacífico de los ET no causaría mayor impacto que el mundial de futbol. Dirigir la mirada hacia el futuro es como levantarla hacia las nubes. Vagan los ojos allá arriba sin que jamás el cielo azul se descubra por completo, así el futuro: todo cabe en él, en su oscilante parte oculta, también los sueños y las quimeras de acá bajo, todo, como a Papá Noel, le podemos pedir. Y un buen día el futuro nos da alcance, revelándonos qué sí y qué no. De lado quedan las suposiciones, los hechos mandan, nada más elocuente que ellos.

Y bien, mientras eso ocurre, nadie ha probado que la eternidad nos esté vedada, podemos reclamársela a los días que vendrán, no es gran cosa, señor Futuro; sólo el paso sin transición del ser mortal al ser perenne, prefiriendo ocurra en una edad ideal, entre la juventud y la edad adulta; o, si se quiere, la permanencia en el existir de cada uno, al punto que, señor Futuro, nos conformaríamos con algo así como la longevidad por un tiempo a contratar con cada individuo.

Claro, es mi problema no ser creyente, no entender a la muerte como el paso del existir al Ser, así, escrito con mayúscula, fíjese: las religiones son generosas en promesas sobre la vida superior que nos espera en un más allá; no sabemos si se cumplirán, pero, de momento, mientras ya oímos pasos en la azotea, sí, son un bálsamo, no necesitan de la profecía del señor Jacques Bergier. En cuanto al no creyente, su soberbia no tiene límites; hemos preferido el camino difícil y, muertos de miedo, nos ponemos a especular inútilmente sobre el paso del ser al no ser, al inimaginable propio no-ser de cada uno.

Aguas, aguas, ¿y el eterno retorno? El no ser puede considerarse como transitorio, una pausa, la vida siempre regresa y -tema tratado desde los presocráticos y Platón hasta Nietzsche y Engels- el eterno retorno resulta algo así como una inmortalidad con cortes, la muerte intervalo entre vidas, entre infinitas vidas. ¿Qué tal? No tan benéfico como la seguridad del creyente, pero ya es algo. Por lo demás ¿quién se encuentra totalmente blindado contra las dudas? Y es en este momento de mi "pensando y pensando" cuando inopinadamente se presenta Mamacita Naturaleza y toma la palabra:

-Eso de considerar a la muerte como permanencia en el ser biológico o paso del existir al ser, o del ser al no ser, con o sin eterno retorno, me parecen jueguitos propios de desocupados. Y yo tengo mucho trabajo. ¿Quieren saber qué es la muerte? Pues bien, es el mecanismo que encontré a mano para renovar la vida; sí, la muerte es quien permite prolongar la vida de múltiples formas, juega en armonía con otro mecanismo renovador, la división en sexos. Ambos van posibilitando acumular las diferencias que poco a poco de un pez harán un mamífero, de un ciudadano de los mares harán un individuo de la tierra, de un chango harán un hombre. El sexo -que algunos llaman amor- y la muerte siempre figuraron unidos, recuerda Eros y Tánatos. Y bien, los dos trabajan para la evolución y ella es mi herramienta, ya lo sabes.

-Pero ustedes -continúa Mamacita Naturaleza-, los hombres, sea la responsabilidad de quien sea, tienen la bomba atómica, no lo olviden. Y entonces toda esa cuidadosa evolución de las especies puede irse al carajo en el momento menos pensado y mi obra arruinarse en La Guerra de Todas las Guerras, donde no hay vencedores, todos quedan derrotados por propia insensatez. ¿Recuerdas lo de Herodoto? En la paz los hijos entierran a los padres, en la guerra los padres entierran a los hijos. ¿Lo recuerdas? Pues bien, tuvo vigencia por más de dos mil años y se acabó; en su lugar va esto: en la guerra nadie enterrará a nadie porque no quedarán brazos para empuñar una pala, ni pala tampoco. La muerte es también la bomba, ya lo sabes.

No, no lo sé, antes que pensar en eso, prefiero el viejo sistema de negar neciamente lo que tenemos bajo la nariz: ¿la muerte? eso le pasa a los otros, no a mí; y de todos modos, está tan, tan lejos, que nunca me alcanzará. Vean. No hay muerte sin vida, pero sí puede haber vida sin muerte, y se llama inmortalidad, a ella aspiro, algo se descubrirá antes que me llegue la hora.

-Mejor harían, ustedes, los hombres -continúa Mamacita Naturaleza- en comportarse de otra manera con la muerte, con doña Noojos; ser amables con ella, pero, en cuanto la ven, quieren salir huyéndole, eso le cae mal. Además, desde hace siglos la tienen con la misma ropa, los harapos de siempre, tristes y sin color. ¿Por qué no le compran un vestido de seda? ¿Por qué no la llevan a bailar al cuartel? ¿Por qué, eh, por qué?

Es cierto, yo desvío la mirada, sintiéndome culpable. La tenemos descuidada, lo reconozco. Pero, ni siquiera sabemos bien quién es ella. Tal vez sea un poco de todo lo dicho, y algo más. ¿La muerte? No una ley que Mamacita Naturaleza dictara en un momento de cólera, no: ciertamente, es un mecanismo de la evolución que, con el tiempo, se ha vuelto costumbre, tan arraigada como la de nacer, así la veo. ¿La muerte? Una costumbre que, tal cual otras -y aquí va mi apuesta- caerá en desuso.

Cuando de este tema se trata, me gusta recordar las palabras dichas por un campesino cuyo testimonio ha sido recogido por Aurelio Fernández; morando en las faldas del Popo, el buen hombre se negaba a abandonar esas tierras a pesar del peligro que significa la vecindad del volcán:

-Aquí nací, aquí me toca perder.

De modo que nacer igual a ganar, y morir igual a perder, se entiende. Todos ganamos con nacer y todos perdemos con morir. ¿Qué ganamos? La vida. ¿Qué perdemos? La vida.

De ella se trata, quisiéramos conservarla para siempre, dejar de ser, a la postre, perdedores. Y entonces, otros interrogantes se plantean. El inmortal, ¿ha alcanzado la dicha? O, como el personaje del cuento de Borges ¿sólo anhela el regreso al país de los mortales? No sé... ¿qué quieres que te diga? A veces me da más miedo vivir eternamente que morir sin falta. De todos modos, no me arrepiento, mantengo mi apuesta contra la muerte.

Orita vemos.



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