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La insignia
6 de diciembre del 2003


Aquellos ojos verdes


Mario Roberto Morales
Siglo Veintiuno. Guatemala, diciembre del 2003.


Entre los aforismos que Gurdjieff tenía escritos en los muros de su Instituto para el Desarrollo Integral del Ser Humano, en París, estaba este:

"Uno de los mejores medios para estimular el deseo de trabajar sobre uno mismo es tomar conciencia de que uno puede morirse en cualquier momento. Antes, sin embargo, debe uno aprender a mantener esta conciencia en mente todo el tiempo".

Como vemos, la conciencia esporádica de la certeza de la propia muerte no basta para trabajar con efectividad sobre uno mismo, es decir, para dejar de engañarse y llegar a conocerse tal cual uno es, destruyendo lo que ha creído ser, lo que le han dicho que es, lo que uno quisiera ser. Hace falta un aprendizaje previo que conduce a la capacidad de mantener la certeza de la propia muerte todo el tiempo en la conciencia y a no olvidarla cuando uno se observa y entra en contacto con uno mismo. Resulta un poco paradójico que ese aprendizaje que nos enseña a no olvidar nuestra muerte mientras nos observamos sólo se adquiera justamente mientras uno se observa, se conoce, se indaga y toma conciencia de uno mismo dándose cuenta de cómo sobreviene el olvido de sí cuando nos identificamos con las imágenes ilusorias que nos hacen creer que somos el doctor fulano o el ingeniero perencejo y no algo a la vez más simple y más complicado que nuestras pobres creencias infulosas.

Todos nos vamos a morir, de eso podemos estar seguros. Yo tuve un profesor español (jesuita, para más señas) en mis primeros años universitarios que solía decir "Seguro como la muerte" para enfatizar la lógica de ciertas ideas, en clase. Tal vez fue oyéndolo decir esto que yo entré por primera vez en contacto con la certeza de mi propia desaparición. Pero, como suele ocurrir, la olvidé por muchos años, identificado como anduve tanto tiempo con mi imagen de revolucionario, viviendo la fútil ilusión del sacrificio, hasta que fuí crucificado por quienes yo consideraba los míos. En estos trances estaba cuando leí los nueve libros fundamentales de Carlos Castaneda y sus encuentros con don Juan Matus en el desierto de Sonora y otros lugares de México. Ficción o no, en uno de estos libros aprendí que nuestra muerte nos acompaña siempre a lo largo de nuestra vida y que se encuentra a un brazo de distancia de nosotros. Cuando nos llega el momento, le explicaba don Juan a Castaneda, nuestra muerte nos toca y nos lleva con ella. Esta me pareció siempre una metáfora subyugante para expresar el hecho de que la muerte es tan nuestra como la vida que vivimos, así como la idea de que convivimos con ella a toda hora, y me indujo a quererla, a percibirla como una parte de mí y a aceptarla como acepto mi cuerpo, mi espíritu, mis dichas y mis desgracias.

Recuerdo que don Juan solía decirle a Castaneda que los brujos no tenían tiempo que perder y que esa era su ventaja sobre los demás seres humanos. No tenían tiempo que perder porque vivían concientes de que su muerte estaba cada día más cercana. Pienso que tal vez fue porque la muerte llegó a convertirse en un absurdo valor apetecible para los revolucionarios guatemaltecos que yo empecé a encariñarme con la mía. De hecho, la poesía de Otto René Castillo, que inspiró a los guerrilleros de los años sesenta, setenta y ochenta estaba hecha de una lírica necrófila que valoraba el sacrificio como negación de la propia individualidad, identificado como estaba su autor con su idolatrada imagen de héroe y mártir. Algunos militantes llegaron al colmo de sufrir y avergonzarse porque no los habían matado, aunque, pasado el tiempo, he caído en la cuenta de que muchos de ellos fingían ese sufrimiento porque así expiaban ciertas mezquinas cobardías y justificaban un irrenunciable e inveterado oportunismo.

Todos los amigos y amigas que quise cayeron en la aventura revolucionaria. A todos les tocó el hombro su muerte. Una noche fría y lluviosa, en abril de 1995, en Pittsburgh, soñé a la mía. A mi Muerte. Era una hermosa mujer de ojos verdes que me dijo sonriendo que todavía no podía tocarme. He tratado de volver a comunicarme con ella durante estos años y no lo he logrado. Me atrae mucho. Es simpática y muy vivaz (valga la contradicción). En todo caso, me sirve saber que la tengo a un brazo de distancia siempre, y que cuando me observo escribiendo todo esto, ella no me quita de encima aquellos ojos verdes.



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