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10 de agosto del 2003 |
Mario Roberto Morales
Las ráfagas de viento caliente se arremolinan en la Plaza de Callao para luego desparramarse por las callejuelas retorcidas que conducen a la Puerta del Sol, que bajan a la Plaza de España o que corren hacia Cibeles. Madrid arde desde el mediodía hasta las nueve o diez de la noche mientras los indicadores parpadean agobiados en las esquinas mostrando cifras de 40 o 43 grados centígrados. La onda de calor es protagonista central del Telediario y otros noticieros, junto a los asesinatos pasionales de mujeres por amantes, maridos o novios resentidos. Es el verano del 2003 en la España que le dice adiós a Aznar y que invadió las calles para oponerse a la invasión a Irak pero que votó de nuevo por el partido que apoyó esa invasión.
En los bares y restaurantes, el estruendo que los meseros producen aporreando con aplicación las lozas se une al resoplido ensordecedor de las grandes cafeteras y a los gritos de los parroquianos que hablan con pasión y hasta con desgarro por los teléfonos móviles. El sol se derrite sobre techos y aceras haciendo posible freír huevos sobre el asfalto. A la hora sagrada de la siesta las calles se duermen suspendidas en la luz. Me gusta de España que a pesar de ser un país volcado al turismo, a menudo la gente se esfuerza por hacerle a los turistas la vida un poco más difícil. Por ejemplo, en Segovia una pareja de estadounidenses está almorzando frente a mí, y el tipo le pregunta al mesero con cara de extrañeza y en inglés que qué es lo que tiene la sopa (es obvio que son trozos de pan). El mesero le responde en prístino castellano que la sopa tiene cebolla, ajo y pan, y se va. Yo no me preocupo por traducir. La esposa, un poco apenada por las pequeñeces del marido, le pide que pruebe la sopa y que si no le gusta le deje allí. El tipo le responde irritado que él no está acostumbrado a eso. Y es allí cuando mi regocijo llega su clímax porque percibo que el tipo está recibiendo la lección de su vida: uno sale al mundo justamente a enfrentarse a lo que no está acostumbrado. Bueno, a no ser que se hubieran metido a un McDonald's. Cuando traen el segundo plato, el gringo vuelve a preguntar en inglés qué es lo que es aquello, y un segundo mesero le responde en sonora lengua cervantina que es ternera... ternera... ter-ne-ra... Un alma de Dios se apiada del gringo y le dice: "lamb", y el tipo se deshace en un tierno "oh, oh, oh...". Hay que admitir que a menudo uno tiene la impresión de que ofende a los baristas españoles cuando les pide un café y que a veces su gruñido de buenos días nos suena como a regaño. Pero el hecho de que el concepto de "atención al cliente" aún no haya invadido las conciencias españolas y que su espontaneidad gritona y brusca fluya todavía sin las cortapisas del clientelismo, es una bendición no sólo para los españoles sino también para algunos turistas como el gringo prepotente de Segovia y algunos otros que pagan con dólares y hablando en inglés, arriesgándose a que les respondan en castellano que la casa de cambio no es allí. Cunde entonces el hermoso desconcierto de quien cae en la cuenta de que no es dueño del individuo que, a pesar de estar embutido en un traje de mesero, lo manda dignamente al cuerno en un idioma incomprensible. De España no me gustan sus insufribles doblajes cinematográficos. Son planos, carecen de profundidad dramática, todos los actores hablan igual (como antañones locutores de radio) y los giros idiomáticos son de un localismo intragable. Por ejemplo, me cuenta uno de mis estudiantes que se atrevió a ir a ver Hulk doblada al español, y que cuando un soldado mira de pronto al conocido monstruo verde, exclama con garboso destape: "¡La leche...!" Claro que si para consumo local eso funciona, debo aceptarlo como el gringo de Segovia aceptó el pan ensopado y la ternera en castellano. Aunque entre él y yo hay una notable diferencia, y es que yo no ando por ahí exigiendo servilismos por el hecho vulgar de que pago por algunos servicios y tampoco les hablo en inglés a los españoles. De donde mi incapacidad para deglutir lácteos como el exclamado por un soldado gringo (traicionado por un doblaje insufrible) frente a Hulk no debe ser visto como arrogancia de turista despistado, sino como el libre ejercicio de una lengua que España dejó olvidada en América Latina y que de vez en cuando le recuerda que sobrevivió. |
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