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La insignia
4 de agosto del 2003


Las dos hermanas


Ana Pérez Cañamares
De En días idénticos a nubes
Mileto Ediciones (España, 2003)

La Insignia. España, julio del 2003.


Para mi madre

Teniendo sus versiones a mano, a nosotros no nos preocupó nunca saber la verdad. Sólo ahora, con la muerte de mamá, Roberto y yo acordamos, en el lenguaje secreto que circula por los túneles del dolor, reconstruir el pasado, andamiar la memoria, quizás por miedo a que se escape y se pierda y nos deje por siempre boquiabiertos. Y mientras padre permanece en pie frente a la mampara de cristal, los dedos extendidos y congelados en un gesto de amoroso estupor, Roberto y yo nos miramos, arrellanados en nuestros asientos, y sabemos que los tres estamos repasando la misma historia, esperando el momento en que podamos cotejarla, rellenar los huecos, dejarla descansar en paz.

No es la primera vez, pero esta es definitivamente distinta. En otras ocasiones Roberto ha defendido que mamá y la tía Arantxa se unieron como una excusa para dejar atrás un mundo cambiante que no les interesaba; a mí siempre me ha gustado pensar que las dos se querían tanto que a los demás no nos quedó otro papel que el de amables testigos de su relación; como si esta tesis del amor fraternal fuera lo único que a la postre pudiera compensarnos de silencios y ausencias.

A mi mente acuden ahora las imágenes del caserón donde vivían. Veo la entrada, con su gran portalón, su escudo medio borrado por la impetuosa caricia del agua y del viento. La enorme cocina a la derecha del vestíbulo, con el horno de hierro, las cacerolas de cobre colgadas de las paredes, el cojín en el suelo y el plato de leche para los anónimos gatos que campaban por la casa como si fueran sus verdaderos dueños, obligados a compartirla como nobleza venida a menos. Prosigo mi fantasmal paseo, subo por las escaleras hasta el piso superior, la luz entra por las ventanas entreabiertas, finos haces de polvo incandescente que me guían. Mi memoria va esparciendo objetos sobre los baúles y las mesas del salón: las gafas de leer de mi madre -periódicos, revistas, novelas del oeste, todo caía en sus manos sin que una crítica saliera de sus labios, agradecida al simple acto de leer -; su pasador de pelo plateado -el mismo que no olvidó ni perdió durante al menos cuarenta años, y que ahora en la muerte sigue recogiendo su moño-; un retrato que a pesar de estar pintado con mano torpe cuenta su historia y su carácter: veinte años, la posguerra, recién casada, los mofletes de campesina candorosa contrastando con esos labios llenos de determinación, y sus ojos, como decía mi padre, "siempre pidiendo perdón porque voy a hacer lo que me dé la real gana". Es extraño, pero no puedo enfocar ni uno solo de los objetos de la tía Arantxa, siempre una presencia adivinada, esbozada tras las cosas de mi madre. Y sin embargo fue mamá la que dejó atrás marido, casa, todo; fue ella la que desde que su hermana menor fue encontrada en el bosque, tres días sin que nadie supiera nada de ella, debió de pensar que la necesitaría más que su familia y regresó a la casa de su infancia.

¿Sabría desde el principio que aquel encierro duraría siempre, que su única conexión con el mundo serían a partir de entonces las visitas de sus hijos, las lecturas y las compras en el pueblo? ¿De dónde sacó la alegría para aceptar y elegir su exilio? Puede que el amor a la casa, a su tierra, y a la que fue cómplice de su infancia fueran más fuertes que el amor a su familia. O quizá encontró la manera de tenerlo todo. Yo nací allí, en la cama de la habitación de matrimonio que ella ocupaba sola en el día a día y con mi padre en vacaciones, y allí dormí hasta que el colegio exigió mi abandono del paraíso y la incorporación a la "normalidad" familiar. Mi hermano Roberto, más mayor que yo, dice que antes de que mamá se fuera, siendo él muy niño, la veía callada y triste en la casa de la ciudad, pasillo arriba, pasillo abajo, hasta que la casa se le hacía jaula, y el balcón acristalado era sólo una burla, un remedo de libertad. Y mi padre haciendo esfuerzos por alegrarla, con una culpabilidad de coleccionista de mariposas que comprende demasiado tarde, enfrentado a su impotencia y vuelto cada vez más hacia su trabajo, en un círculo vicioso del que no supo cómo salir. Le imagino pusilánime y enamorado, carente de palabras para su amor y un solo gesto posible para demostrarlo: concederle a su mujer el único deseo que había salido de sus labios en sus años de matrimonio, aunque éste fuera abandonarle.

Era un regalo convivir con ellas dos durante las vacaciones. En medio de aquella situación extraña, la cotidianeidad se las había arreglado para cubrir todo con su pátina de olor a comida y rumores de plancha sobre ropa limpia. Sobre las lunas de los armarios se reflejaba su trasiego, y a un lado y a otro del espejo se las veía como dulces fantasmas hacendosos. Les gustaba el sol de la mañana y era sobre todo la voz de Arantxa la que llenaba la casa hablando de un condimento, o una planta medicinal, y mi madre contestaba distraída y cariñosa "tú verás, Arantxa, tú verás". Sus palabras eran como el calor del verano, nos ignoraban a la vez que nos envolvían, igual que ocurría luego con el silencio de las siestas, largas y densas como noches. Roberto y yo sabíamos que también era así cuando no estábamos. El ritual que las dos hermanas habían levantado como una barrera frente al mundo continuaba tras nosotros: mañanas de palabras y labores, sobremesas de penumbra, tardes de lectura y bordado, noches tempranas. La rutina de los días discurría suave como la vida de un convento. Pero aquí no había rezos, sólo sus charlas sin fin, como una constatación de su mutua existencia, de su entrega sin paliativos, a qué, por qué, probablemente a ellas les importaba menos que a nadie.

Veo a mi hermano, encendiéndose un cigarro con la mirada perdida, y algo en su gesto me trae la imagen de un niño que corre por el campo hacia el bosque, las piernas sobresaliendo de los pantalones cortos, corren y corren como un mecanismo al que le han dado cuerda, desdeñosas de los pinchos, las ramas, la maleza que las dejará tatuadas para todo el verano. Yo le sigo, y soy la primera en parar cuando las voces desde la casa nos advierten de que estamos demasiado lejos. ¿Tendría mi madre miedo de que se repitiera la tragedia? ¿Sentiría envidia mi tía de que reviviéramos su aventura? Fuera como fuera, ella nunca salía de la casa y su pequeño terreno vallado; no era algo que nosotros interpretáramos, pero ahora me atrevo a pensar que quizás fue una imposición familiar que con el pasar de los años ella hizo suya. Tardamos mucho tiempo Roberto y yo en internarnos en aquel bosque, quizás ya rayana la adolescencia comenzamos a pasear por sus senderos y descubrimos que era un bosque tan mágico y normal como pudiera serlo otro, pero ya para entonces estaba impregnado de las historias que Arantxa nos había contado, mirándolo desde la galería, y para nosotros, más que bosque, era sobre todo un escenario.

Siempre comenzaba igual. Como en un serial de media tarde, mi tía se acodaba en los ventanales de la galería y llena de calmo entusiasmo, desgranaba su historia, feliz de repartir perspectivas insólitas como otras tías reparten besos u onzas de chocolate. "¿Veis aquel bosque? Parece sólo un bosque, ¿verdad? No más que unos cuantos abetos y eucaliptos. Pero no. Yo sé qué no. Cualquier persona que se aventure por sus caminos y veredas, se perderá. Yo lo sé, porque estuve perdida. Y descubrí que la única forma de salir de él es volando". Y entonces venían sus clases de vuelo, cómo el miedo se convertía en silencio, las dudas se alejaban planeando como nubes huecas y algodonosas, y el mundo era una clase de geometría, todo objeto o movimiento allá abajo reducido a curvas, diagonales, paralelas: las carreras de un perro, las verjas y vallados de los campos, que luego las estaciones coloreaban por dentro como un niño con sus lápices. Que desde abajo, ella no era más que un punto, pero arriba era un ojo que todo, todo lo veía. Alguna vez mamá cruzaba la galería mientras Arantxa hablaba, y sus ojos nunca denotaron ninguna expresión particular, nada de condescendencia, desprecio o reproche, ni siquiera interés, como si las historias de su hermana fueran ciertas, y ella las conociese desde siempre. Mientras nosotros, por amor, por respeto, nos dejábamos hechizar y aprendíamos lo fácil que es convertirse en ave.

Los detalles fueron cambiando a medida que Roberto y yo crecíamos; la fantasía se adaptaba a nuestra edad, según la intuición de Arantxa le decía que aquel detalle o este otro resultaría inverosímil o ridículo para nuestros años, de forma que la historia fue creciendo con nosotros. Incluso el día en que escuchamos, de boca de una hermana de mi padre, que la tía Arantxa no era más que una pobre loca que no había resistido haberse perdido en el bosque a los quince años, la historia volvió a adaptarse, por mucho que nos costara reconocerlo, a nuestras expectativas, a nuestra incredulidad. Para nosotros su locura se traducía en unos veranos ensoñados que venían a compensar la ausencia de mamá, algo que nunca fue un tragedia porque nunca admitió discusión; mi padre se resignó a ello como a un desastre natural, una especie de castigo por enamorarse de quien no correspondía, de una mujer a la que sólo se podía acceder por la puerta de atrás y con una llave que probablemente yacía en el fondo del mar.

Luego ya no hubo cambios, sino cada vez más lagunas, como si en la memoria de la tía hubieran anidado las polillas, y aquí y allá, arbitrariamente, hubieran dejado huecos, roído detalles, desvaído colores. Fue duro ver cómo la tía se fue apagando. A ella también debió de resultarle penoso; la veo ahora, abandonada por la alegría y la fuerza que le daban sus relatos, sentada en el sillón verde de su alcoba, al final de la galería, frente al bosque que se le había quedado marcado como una mancha sobre la piel. En un tic, cada pocos minutos, Arantxa levantaba la mirada del bordado, para rendirle otro pequeño homenaje. Si un pájaro cruzaba el cielo enmarcado, ella salía de su ensimismamiento para intentar sus antiguos relatos sobre el arte de volar. Pero entonces se quedaba parada en medio de la primera frase, y con resignación volvía a su labor extendida sobre el regazo. Allí murió, y todavía recuerdo las palabras de mi madre: "Ha muerto como un pajarillo".

Papá abandona la mampara de cristal y sobre ella quedan las huellas de sus dedos, en un adiós espectral. Se acerca a Roberto y le oigo decir que por qué no un café; así que los tres nos levantamos, atravesamos los círculos de amigos y familiares, y por los pasillos asépticos nos dirigimos a la cafetería. Papá parece más viejo aquí, lejos de la muerte, bajo la luz de los fluorescentes, rodeado por plantas de plástico. Ayudándole a sentarse, Roberto tiene un aire solemne y secreto, y yo sé que sólo está esperando el momento en que la historia se nos revele del todo, adaptada por fin a dos adultos que van a enterrar a su madre. "¿Qué pasó, papá?" ¿Espera él la pregunta? Remueve el café como invocando los recuerdos fragmentados, y lentamente, sin alterar el gesto de estupefacción que se le ha posado desde hace años en el rostro, el pasado lo posee. "Vuestra tía... yo intenté saber pero vuestra madre decía que ella no sabía nada, lo que el resto de la familia hablaba eran maledicencias, lo que vuestra tía contaba, ésos eran cuentos de hadas.... y de cualquier modo, qué importaba, nada iba a cambiar por saber más o menos. En el pueblo los viejos decían que la habían encontrado allí, en la cabaña, con uno de esos desgraciados que andaban por el monte, sin resignarse a que la guerra hubiera acabado diez años antes, quizás evitando volver a su pueblo para no revolver rencores viejos. En fin, de la familia de vuestra madre siempre se contaron historias, en el pueblo les parecía extraña, desconfiaban de los libros que se hacían llevar al caserón desde la capital, del aire ausente de sus mujeres, del silencio soberbio de sus hombres. Unos decían que cuando la encontraron estaba sola, que nunca hubo tal hombre, otros que el tipo aún estaba allí, desnudo, y que vuestro abuelo le metió un tiro, que para el caso en aquellos tiempos era como darle un tiro a una liebre, y a su hija le negó la palabra hasta que murió, viejo y amargado, poco después. Quién sabe. Yo me cansé de preguntar, porque, al fin y al cabo, como decía vuestra madre, qué más daba, nada iba a cambiar por saber si aquello o lo otro fue verdad. Qué mujer, qué mujer..." No dice nada más, la pena le encoge, y no sabemos a quién se refiere, si a la loca que siempre le trató con indiferencia, a la esposa que le dio afecto a cambio de que nunca hubiera un reproche, o quizás a la mujer de dos rostros que entre las dos componían.

Y yo pienso ahora que los recuerdos se entretejen formando un tapiz que es otra cosa, no lo que una contaba, o lo que la verdad dicta, ni siquiera su suma, sino un paisaje cambiante, para siempre en proceso de invención.



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