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3 de enero del 2008

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España

Cosas de UGT y Comisiones Obreras


José Luis López Bulla
Metiendo Bulla / La Insignia. España, enero del 2008.

 

Hace bien UGT en querer tener las mejores relaciones con el PSOE. Eso no está reñido con la independencia de la una con relación al otro y viceversa. "Llevarse bien" las fuerzas democráticas entre sí es algo más que una cuestión de buena convivencia.

Hace pocos días leíamos en un solvente diario que UGT "había normalizado las relaciones con el partido después de tantos años de ruptura". El sindicato -siempre según el diario-- pidió al PSOE que uno de sus más representativos dirigentes fuera incluido en las listas electorales para los próximos comicios de marzo. Así pues, después de veinte años de `ruptura´ la relación se ha `normalizado´, según afirmó el medio. Este ejercicio de redacción intenta, primero, hacer observar que las palabras fuertes empleadas por el diario (ruptura y normalización) se usan de manera inadecuada; y, a continuación, este ejercicio pretende tocar otras teclas que ya se irán viendo, unas teclas que van más allá de la mera cuestión terminológica. Para no dejar las cosas en excesivo suspense, diré que también se hablará, en amigable polémica, de algunas concepciones que, en otro lugar sindical, apuntan al carácter del sindicalismo, afirmando que "no es de derechas ni de izquierdas".

Introito. El origen de este relato está en los desacuerdos que la dirección ugetista tuvo a mediados de los años ochenta con el gobierno de Felipe González que, efectivamente, culminaron con el durísimo desencuentro de la huelga general del famoso 14 de diciembre de 1988. El PSOE hizo una lectura pública interesada: el conflicto se explicaba por razones personales entre Nicolás Redondo y Felipe González. En realidad se negaron a ver que, en el interior de la familia socialista (partido y sindicato) había de un choque de reformismos. El reformismo sindical fue presentado como otro vestigio más de antiguas posturas que se confrontaba con la modernización reformadora del gobierno y del partido socialista. La posición pública de los socialistas intentaba, de un lado, desactivar las razones de fondo del conflicto y, de otro lado, anular el destacado coprotagonismo de Comisiones Obreras tanto en este conflicto como en la confrontación que había dirigido desde la huelga generalizada del 15 de junio de 1985 contra el recorte de las pensiones a la que no se había sumado la dirección ugetista.

UGT se fue distanciando del gobierno socialista por, como mínimo, estas dos razones: primero, porque no compartía sinceramente los planteamientos del equipo de Felipe González; segundo, porque, así las cosas, no podía dejar en manos de Comisiones Obreras la movilización en los centros de trabajo y en la calle.

Lo cierto es que Nicolás Redondo no consiguió hacer entrar en razones al gobierno. Sus gestos templados -no votó en el Parlamento español, junto a otro dirigente, Antón Sarazíbar, la ley de pensiones del 85 y su posterior renuncia al escaño de diputado- aparecían como importantes gestos simbólicos, pero no pasaban de ahí y no hacían mella en los planteamientos del gobierno de González. Ese choque de reformismos sin un apoyo masivo, por muy clarificador que fuera, cargaba de razón a Comisiones Obreras. En esa tesitura, UGT vio con claridad que su `modelo´ de templada gestualidad había entrado en una fase de agotamiento. Por otra parte, los ugetistas cayeron en la cuenta del discurso laico del nuevo secretario de Comisiones, Antonio Gutiérrez, que se distanciaba de la carga ideológica de Marcelino Camacho en sus críticas al gobierno. UGT hubo de decirse que, además de no compartir la política de Felipe González, su paciente gestualidad simbólica daba mayor carga argumentativa a Comisiones Obreras. Y se decidió honestamente a pasar el charco: estalló el gran conflicto que, en el fondo, no esperaban los dirigentes socialistas. Abro paréntesis, estábamos cenando en el Hotel Calderón, dos días antes de la huelga general, Rafael Ribó, Pere Portabella, Quim González y un servidor con nuestros invitados: Josep Borrel y, nada menos, con Giorgio Napolitano. Naturalmente se habló de la convocatoria. Borrell se lamentó de la decisión sindical y reconoció que sería una protesta seria, pero que sólo afectaría parcialmente algunas zonas industriales del país. Tampoco el ministro Borrell estaba debidamente al tanto de tan importante movimiento telúrico. Cierro el paréntesis.

Comoquiera que la memoria es flaca recordaré que en el 14 de diciembre hizo huelga hasta el aire y que, dicho lorquianamente, hasta el coñac de las botellas se disfrazó de noviembre para no infundir sospechas de enemistarse con el conflicto. Un acontecimiento de aquella envergadura no podía ser (y no fue) la consecuencia de una pésima relación personal entre Nicolás Redondo y Felipe González.

Naturalmente, comentaristas de la más variada desinformación hablaron de la ruptura entre el sindicato y el partido. Claro, era lo más aparente. No vieron lo más sencillo: UGT no podía seguir enclaustrada en el simbolismo gestual, especialmente cuando no compartía la política económica y social de Felipe González. Por eso se dio tan estridente choque de reformismos. Ahora bien, la consecuencia de aquel movimiento telúrico no llevó esencialmente a la ruptura de las relaciones de UGT con el partido sino a una opción de mayor calado, tal vez no suficientemente elaborada al principio, esto es: la búsqueda de una nueva práctica -más acorde con los sindicatos `hermanos´ europeos-- de la autonomía sindical y la consideración de que no hay gratuitamente partidos-amigos o gobiernos-amigos. Así pues, me parece inexacta la expresión `ruptura´ porque fue otra cosa diversa, de otro calado. Es más, UGT entró en una vereda que era normal en Europa. Otra razón no irrelevante es que los sindicatos europeos (y en no menor medida) los sindicatos españoles, Comisiones Obreras y UGT, habían asumido ya en un proceso sin marcha atrás: la intervención en el diseño, por la vía contractual, de las políticas de Estado de bienestar, que anteriormente eran de exclusivo monopolio de los partidos políticos, amigos o no.

Esta novedad conducía, de entrada, a miradas diferenciadas sobre las reformas (y el carácter de las mismas) que eran necesarias. Unas miradas que podían conducir, y condujeron, a choques entre el reformismo del movimiento sindical en su conjunto y el partido en el gobierno. Esta novedad llevó a UGT, mutatis mutandi, a una nueva normalización: la normalidad de un proceso de autonomía sindical que, en principio, es una aproximada explicación del itinerario (no siempre rectilíneo y con frecuencia complicado) de la unidad de acción del sindicalismo confederal español.

Primero. Se ha iniciado esta reflexión con un "hace bien UGT en querer tener las mejores relaciones con el PSOE". Y, como se ha dicho anteriormente citando la fuente de un solvente diario, UGT hizo saber al partido que estaba interesada en tener un referente propio en el Parlamento a través del grupo socialista. Cándido Méndez dio incluso el nombre de Manuel de la Rocha, un importante dirigente de su sindicato, planteando además que debería figurar en las listas de la circunscripción de Madrid. Al día siguiente la organización socialista madrileña no incluía a de la Rocha en la lista. Pero no es sobre esta negativa el motivo de estas reflexiones, sino la propuesta de UGT ya mencionada.

Así las cosas, vale la pena llamar la atención a quienes (si es que los hay) hagan correr que se ha producido un giro en los planteamientos del sindicato ugetista. Mi opinión es que no hay que irse de la lengua; también la prudencia conviene en este caso. Porque no se puede decir que UGT enerva su autonomía porque plantea querer tener un referente propio en el Parlamento en las listas del PSOE y, a renglón seguido, olvidar que Marcelino Camacho, Cipriano García y otros destacados dirigentes sindicales, siendo diputados en las listas del PCE, aflojaron la autoafirmación de Comisiones Obreras de ser un "sindicato independiente". O los casos de Giuseppe Di Vittorio y Bruno Trentin, por ejemplo, que simultanearon sus altos puestos de responsabilidad sindical y diputados italianos. Así pues, conviene medir mucho las palabras.

Ahora bien, parece oportuno, de momento, entrar en algunas consideraciones. La primera es: ¿qué se quiere dar a entender cuando se dice que UGT pretende tener un referente propio en el Parlamento como garantía de que se pondrán en marcha políticas sociales? La segunda: cuando el sindicato ugetista lleva un largo proceso de autonomía práctica, ¿por qué desandar el camino hacia algunas formas de relación que se usaban en tiempos pasados?

Creo que es aproximadamente exagerado el planteamiento que vincula tener uno o un grupo de sindicalistas como referentes propios en el Parlamento y la garantía de que se aprueben tales o cuales reformas en las Cámaras. Los casos de Nicolás Redondo, Antón Saracíbar y el mismo Méndez, que fueron diputados en tiempos antiguos, podrían servir de parcial argumento para llegar a conclusiones distintas. Debe quedar claro que no es un problema de incapacidad personal -tampoco en los casos citados lo fue-- sino de la propia lógica parlamentaria y de las mediaciones que, convencionalmente (en unos casos para bien, en otros ni fu ni fa) requiere el juego de las relaciones de representación en las Cámaras. Entiendo que sobre ello, así en las viejas experiencias españolas como en las europeas, la dirección ugetista está convenientemente avisada.

La segunda cuestión, se ha dicho antes, nos interpela a por qué UGT quiere desandar al camino. Nuevamente quiero incidir en esta idea: no creo que, en el caso de que finalmente, dispusiera de uno o varios referentes propios enervara los niveles de autonomía práctica que el sindicato ugetista ha alcanzado. Sin embargo, no creo que tener tales puntos de referencia añadiera plus alguno a la organización sindical. Y sí me permito presumir que podrían darse dos situaciones: una, la reedición de situaciones de conflicto entre el partido y el sindicato; dos, un estancamiento de los niveles de autonomía práctica de UGT, en el bien entendido que estancamiento no quiere decir pérdida sino el mantenimiento de lo actual. Este es el problema que me interesa más.

Uno de los problemas que son visibles en una parte del sindicalismo español es la ausencia de reglas en algunas grandes cuestiones. Por ejemplo, la manera de normar la independencia y autonomía, también (aunque en esta ocasión no es motivo de reflexión, aunque se deja apuntada para otros momentos) para ordenar los comportamientos intersindicales cuando hay contrastes fuertes entre unos y otros en los procesos contractuales o en la relación entre el sindicalismo confederal y el conjunto de los asalariados. Aquí lo que especialmente nos ocupa es la ausencia de reglas que garanticen la autonomía de UGT. No tengo más remedio que reincidir porque conozco un poco lo quisquillosa que es (toda) la familia sindical: la ausencia de reglas no impide la autonomía, aunque no la garantiza plenamente.

Como es sabido, Comisiones Obreras es en estos aspectos de las reglas más atenta: fijó, bien pronto, los niveles de incompatibilidades entre los cargos de representación propia y el universo de las instituciones. De acuerdo, eso tampoco por sí mismo garantiza la independencia. Pero, como mínimo, es una condición necesaria. Que sea suficiente depende ya de la voluntad orgánica y ejemplar en el momento de establecer el proyecto del itinerario cotidiano: la fatiga del proyecto, según Bruno Trentin. Así las cosas, el proyecto de la independencia es también una almádena capaz de romper todas las interferencias que se oponen (o puedan oponerse) a aquella.

Es más, la independencia sindical (que no es un planteamiento contingente), además de contar con sus propias reglas, debe ser visiblemente incontrovertible en sus formas estéticas. O lo que es lo mismo, sus referentes son las conductas independientes de la casa sindical; los referentes realquilados, de un lado, deslucen la pregnancia de la autonomía y la independencia del sindicalismo confederal; y, de otro lado, mantienen las actuales formas de cómo se expresa la propia personalidad del sujeto social. Dígase en pobres palabras: siguiendo estando así las cosas, la autonomía y la independencia sindicales no adquieren mayor fisicidad y, peor todavía, siempre está (posiblemente de manera injusta) bajo sospecha y en coplas.

Segundo. Sigo reclamando prudencia y buen ojo clínico, porque es relativamente fácil entrar en interesados comadreos. De manera que, tampoco esa novedad ugetista, me lleva a volver a reflexionar sobre el tema que antaño movió ríos de tinta y que, en mis tiempos, provocó un hartazgo de encendidas discusiones, esto es, las relaciones entre partido y sindicato. Pero, en cambio, sí parece estar en orden del día una cuestión más general: las relaciones del sindicalismo confederal con el mundo de la política. Lo que sigue a en esa dirección.

Soy de la opinión que todavía está por hacer una atinada valoración y un debido reconocimiento del papel que el sindicalismo confederal español ha jugado en su relación con el cuadro general: en el escenario político-institucional y en la sociedad.

Es justamente en estos momentos (o, por mejor decir, de un tiempo a esta parte) cuando, frente a la desmesura irritante del juego político partidario en esta legislatura ("dura y ruda", según Manuel Marín), el sindicalismo confederal ha mantenido junto a los operadores económicos su larga trayectoria de acción colectiva contractual mediante miles de momentos negociales en un paisaje que está en las antípodas de la reyerta tabernaria del juego político partidario. Repito, esa ejemplaridad todavía no ha sido reseñada y, por tanto, está por estrenarse que alguien la valore. Más todavía, cuando las fuerzas políticas en el Parlamento han organizado la dificultad del no entenderse, el sindicalismo confederal y los actores económicos han actuado como legisladores implícitos en las reformas laborales que han sido. Esta asimetría entre la actividad político-partidaria y el permanente itinerario contractual de los sindicatos y sus contrapartes es una, digámoslo así, una lección de modos democráticos, que todavía no ha sido ni siquiera referida.

Así pues, mientras se daba la rudeza (más bien, la reyerta político-partidaria) en el Parlamento y en la calle, el sindicalismo confederal se vinculaba con el cuadro político-institucional y la ciudadanía de manera constructora. Por ejemplo, los innegables procesos de modernización de los aparatos productivos -aunque puedan ser todavía insuficientes- no hubieran sido posibles sin la acción colectiva contractual de eso que, pacatamente, se ha dado en llamar los `agentes sociales´. Lo chocante, pues, ha sido que contemporáneamente a la reyerta político-partidaria algunos procuraban la mejora de la situación económica y su estabilidad. Que los sindicatos no hayan hecho ostentación de ello puede ser debido, tal vez, a un exceso de ascetismo franciscano, pero eso es harina de otro costal. En todo caso, esa vinculación positiva de los llamados agentes sociales con el cuadro político y el paisaje de la sociedad se ha dado en la normalización del ejercicio de la autonomía y la independencia sindicales. Porque, en un escenario de subalternidad, ello no hubiera sido posible. Digamos, en pocas palabras, que los sindicatos no han sido de nadie, pero han estado en su lugar, mediante el ejercicio de la independencia razonada, esto es, el acto de ser independiente va acompañado de los argumentos de sus decisiones.

Recientemente han aparecido algunos pespuntes (todavía de manera un tanto gelatinosa) por parte de algunos conspicuos dirigentes sindicales que, para no dejarme muchas cosas en el tintero, diré --como casi todo el mundo sabe-- que pertenecen a Comisiones Obreras. El hilo argumental que parece recorrer esos pespuntes es el siguiente: comoquiera que somos independientes, el sindicato no es de derechas ni de izquierdas. De momento -y en clave de amistoso respeto- diré que eso es un ejemplo de lo que podríamos llamar un anacoluto, o sea, partiendo de una premisa se llega a una conclusión estrambótica que nada tiene que ver con el primer enunciado. Para darle a esta líneas un cierto aire festivo, me permito recordar un celebérrimo anacoluto de tiempos antiguos: "era de noche y, sin embargo, llovía" que provocaba la hilaridad de los viejos y la perplejidad de los niños chicos de la Vega de Granada. Porque la noche, como es natural, no comporta contradicción alguna con el hecho de llover o no.

Y, sin embargo, parece ser que sobre la base de la independencia sindical algunos dirigentes sindicales están edificando el constructo de que el sindicalismo "no es de derechas ni izquierdas", y siguiendo el pespunte insinúan una nueva versión de la equidistancia. Lo que, en mi parecer, definiría el sindicalismo como un sujeto técnico y al ejercicio del conflicto social como un encontronazo igualmente técnico. Estaríamos, así pues, ante un sujeto neutro, situado en una nueva toponimia política, desubicada de las grandes corrientes de la transformación de las cosas. Dado que han sido varios los (altos) dirigentes sindicales de Comisiones que han enhebrado esos reiterados pespuntes me entró una cierta curiosidad y me decidí bucear en las fuentes. No busqué los textos sagrados de los padres fundadores sino la literatura más actualizada que pude encontrar, esto es, las plataformas de las negociaciones colectivas y las resoluciones congresuales. De ellas saqué las provisionales conclusiones que vienen de seguida.

Los grandes movimientos que expone dicha documentación --desde la española a la mundial, pasando por la europea-- es la siguiente, dicho sea con rasgos de brocha gorda: 1) una permanente atención a la defensa y promoción de los derechos económicos, sociales y civiles, concebidos como un conjunto inescindible; 2) la defensa y promoción de las protecciones y oportunidades del Estado de bienestar; 3) una razonada defensa de `lo público´; 4) la remoción de las barreras que interfieren o dificultan lo anterior. Que en todo ello puedan existir retrasos y zonas de obsolescencia, no empece que sea visible el carácter no equidistante de esos planteamientos. Un carácter no equidistante que se ha ido construyendo desde la personalidad independiente del sindicalismo confederal. Dígase sin tapujos: confrontado con los planteamientos de las derechas económica y política. De manera que las pregunta son: ¿tales planteamientos --españoles, europeos y los del nuevo sindicato mundial-- son una construcción equidistante de la fatigosa caminata por el progreso y la justicia social? ¿están al margen de una relación no explicitada (pero relación, al fin y al cabo) entre todos los sujetos socio-políticos, cada uno en su diversidad y correspondiente independencia, en la construcción gradual de mejorar y transformar las cosas? ¿ese modo de ser es de naturaleza técnica? ¿esas transformaciones se pueden hacer desde el carácter de sujeto neutro o neutral? Más todavía, la radical disparidad de concepciones que sobre asuntos de tanta importancia (hemos hablado del empleo, de la enseñanza, vivienda, sanidad...) existen entre el sindicalismo y la derecha -y los contrastes con la izquierda-- ¿hacen que el sindicalismo sea sólo una mera "asociación de intereses"? Cierto, el sindicalismo es también una asociación de intereses, y mucho más que eso: un día de éstos, si se tercia, hablaré sobre esta cuestión.

Así pues, mi respuesta es amablemente negativa y radicalmente distinta a los pespuntes de algunos altos dirigentes de mi sindicato. Porque, puestos nuevamente a aclarar las cosas, diré que dado que la documentación leída y las prácticas reales (a pesar de sus retrasos e insuficiencias) tiene un inobjetable sentido de confrontación con las derechas económicas y políticas, no veo en ello indiferencia hacia tales culturas de resistencia al progreso. No lo es, por ejemplo, en los planteamientos en torno al trabajo, la enseñanza, la vivienda y el conjunto de los presupuestos del Estado de bienestar. Es más, el sindicalismo confederal no se comporta (tampoco en esos escenarios) como una gestoría técnica. Y si lo hace, empero, en una conexión implícita con el espíritu de la izquierda difusa.

Mi respuesta, como conclusión provisional a los pespuntes, es que el sindicalismo confederal español está en la izquierda, no siendo un sujeto de la izquierda política partidaria. Más todavía, desde hace muchos años el sindicalismo es el principal actor de la izquierda difusa española y europea. A pesar de sus retrasos. Incluso a pesar de no saber publicitarlo y organizar nuevas agregaciones de hombres y mujeres en sus propias filas.

Hubo un momento en que la palabra `profesión´ tuvo una gran dignidad; hubo una época en que la voz `profesional´ era la adjetivación de la dignidad de la profesión. En ese sentido antiguo la utilizo para lo que viene a continuación: la profesionalidad no sólo no está reñida con la buena práctica de la actividad sindical sino que es imprescindible. De manera que, desde esa connotación, podría estar de acuerdo con aquellos altos dirigentes sindicales (están en una u otra central) que reclaman profesionalidad, profesionalismo o como quiera que le den en llamar a la cosa. Porque no es posible continuar con la caminata del proyecto cotidiano del sujeto reformador que es el sindicalismo, sin los conocimientos profesionales que son necesarios para establecer qué propuestas y para qué subjetividades, con qué prioridades, compatibilidades y vínculos con la idea de representar al conjunto asalariado en todas sus variaciones del trabajo (y del no trabajo) dependiente.

Tercero. La autonomía e independencia sindicales han sido el alma nutriente de los grandes cambios y transformaciones que ha promovido y protagonizado el sindicalismo confederal, la sustancia de la alteridad del sujeto social. Y, como consecuencia, la utilidad de la acción colectiva social. De ahí que me parezca lógico alargar el razonamiento: así las cosas, si se quiere avanzar más y mejor, es de cajón ampliar el diapasón de la autonomía y la independencia sindicales. En principio no oscureciendo su pregnancia buscando referentes en lugares realquilados; y, en segundo lugar, compartiendo toda la casa sindical unas mínimas reglas para el ejercicio de la independencia razonada. Ninguna de las dos cuestiones está reñida con "llevarse bien" o lo mejor posible con todas las fuerzas democráticas. Como tampoco entra en colisión con mejorar las relaciones con la izquierda política. Cierto, llevarse bien con la izquierda política no impide (antes al contrario, presupone) la existencia de confrontación cuando ha lugar. Sabiendo, por lo demás, que si bien el sindicalismo no tiene un partido-amigo, eso no conlleva tampoco el partido-enemigo.

En resumidas cuentas, la independencia sindical también necesita unas mínimas normas para su pacífico desarrollo. Aunque, naturalmente, hay algo no menos importante: saber que la independencia no es un atributo exclusivo de los órganos dirigentes. Es algo un código que afecta a toda la organización. De donde se puede sacar otra conclusión: la fijación de unas reglas que indiquen las relaciones de los grupos dirigentes con el conjunto afiliativo y los asalariados en general. Capaces de expresar qué concretas atribuciones tiene cada cual, hasta dónde es discrecional la capacidad dirigente y en qué materias. Es decir, dar el salto de la (abnorme) actitud representacional del sindicalismo a la capacidad de representación normada.

 

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