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26 de septiembre del 2007

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

Paseando con Fujimori


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, septiembre del 2007.

 

Un domingo de 1998 cae la noche en la Plaza de Armas de Ayacucho. Frente a la iluminada fachada de la Catedral esperan varios ómnibus con los carteles del PRONAA (Programa Nacional de Apoyo Alimentario). Decenas de campesinos se despiden emocionados de sus familiares y suben a los vehículos que los llevarán a conocer Lima. Con huaynos y marineras, una banda militar ameniza el momento.

Mientras contemplaba esa escena, inimaginable hace cuatro o cinco años, cuando Ayacucho era presa de la violencia y el horror, no dejaba de recordar la frase que tantas veces oí en tiempos fujimoristas, desde los pueblos jóvenes de Chorrillos hasta los caseríos de Amazonas: "Nunca nadie se había acordado de nosotros". Fujimori es responsable de muchos delitos, pero debe reconocérsele la habilidad de obtener, en una sociedad tan excluyente como la nuestra, el respaldo simultáneo de los más pobres y los más acaudalados.

De hecho, algunas de sus medidas más negativas parecían no dañar a los extremos del espectro social. Por ejemplo, las combis sumieron en el caos a Lima y otras ciudades importantes, pero ni los campesinos ni las personas adineradas viajaban en los desaparecidos ómnibus de Enatru. Se redujo el financiamiento a los hospitales públicos, obligándolos a cobrar a los pacientes por consultas o medicinas, pero quienes estaban habituados a acudir a clínicas privadas ni se enteraron de ello y tampoco los cinco millones de excluidos de los servicios de salud. Se creó la ONP para impedir que los jubilados cobraran sus pensiones, pero los pobres extremos no estaban cubiertos por la seguridad social y los ancianos más acomodados tenían otros ingresos.

Casi todos los empresarios agradecían al régimen la flexibilización laboral, el debilitamiento de los sindicatos, las restricciones al derecho de huelga, las facilidades para despedir o explotar trabajadores. Algunas actividades, además, fueron especialmente favorecidas gracias a la disminución de la regulación estatal, desde la importación de Ticos (prohibidos en el resto del mundo) hasta la proliferación de universidades mediocres, pasando por la expansión de las cadenas de farmacias en desmedro de las más pequeñas. La vorágine de privatizaciones también permitió asegurar a algunos afortunados grandes ganancias con poca inversión y a veces servicios de inferior calidad.

Sin embargo, el mismo régimen tan neoliberal era populista frente a los más pobres a través de los programas de asistencia social. Con la derrota de los senderistas, además, el Estado regresó a muchas zonas del país donde había desaparecido hacía más de una década. Muchos campesinos recuerdan a Fujimori como el único presidente que han conocido.

Se expandía el Estado, sí, pero no el Estado de Derecho ni la condición de ciudadanía. Muchas personas entablaron con el régimen una relación de clientelaje como la que establecían los antiguos hacendados, crueles y poderosos, pero eventualmente benevolentes con quienes demostraban lealtad y sumisión.

En realidad, las principales víctimas de la crueldad del régimen eran personas muy pobres, como las mujeres esterilizadas sin su consentimiento, los inocentes condenados por tribunales sin rostro o los jóvenes soldados muertos durante el conflicto bélico que promovió con el Ecuador para elevar sus posibilidades en la campaña electoral de 1995. Los medios de comunicación en manos del régimen ocultaban a las víctimas, se dedicaban a presentar a Fujimori como el presidente de los pobres y minaban el tejido moral al estilo de Laura Bozzo.

¿Ha cambiado realmente el Perú? Los sucesores de Fujimori no han concedido reparación alguna a las víctimas de estos abusos ni han sancionado a los responsables. Tampoco parece valer mucho la vida de los pobres frente a los excesos policiales o militares en tiempos democráticos. El olvido y la indiferencia acompañan casos como los de Jonathan Condori, Marvin Gonzales e Imel Huayta, de siete años de edad, muerto delante de sus padres a manos de la policía de Pumo. De hecho, García ha parecido más obsesionado con la pena de muerte que el propio Fujimori, al punto que ha dispuesto que no se procese a los policías o militares que maten ciudadanos con sus armas reglamentarias.

Siete años después de la fuga de Fujimori, persiste la precariedad en los hospitales, seguimos sin una empresa de transporte público, cientos de personas mueren en accidentes generados por Ticos y combis y la ONP continúa pagando grandes cantidades a diversos estudios de abogados para perjudicar a millares de ancianos indefensos. Si Fujimori pregunta por sus antiguos colaboradores, encontrará a varios de ellos fungiendo tranquilamente como reconocidos líderes de opinión en medios económicos, laborales, académicos o espirituales, cuando no operando desde el mismo gobierno de García.

Esperamos que sea juzgado y condenado por todos sus crímenes, pero su retorno debería hacernos reflexionar sobre cómo peruanos muy distintos dejaron de lado los principios éticos para apoyar un régimen que sabía manipular sus ambiciones, fueran éstos una cocina para el comedor popular, la presidencia de una entidad pública, una embajada prestigiosa o un paseo a la capital.

 

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