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30 de octubre del 2007

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

Imágenes huamanguinas


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, octubre del 2007.

 

En el patio del antiguo seminario conciliar, ahora hay restaurantes y cafés equipados con sombrillas para los comensales que deseen guarecerse del resplandeciente sol ayacuchano. Por las noches, grupos de estudiantes ensayan danzas andinas para alguna presentación pública, y en los claustros del segundo piso se realizan conferencias y presentaciones de libros.

Uno de los principales atractivos de Huamanga son las numerosas edificaciones coloniales, desde el Banco de la Nación hasta el Hotel Santa Rosa, que también cuenta con un acogedor patio para desayunar chaplas o almorzar bajo las sombrillas. Para actividades culturales puede acudirse a la Casona de la Higuera en la Plaza de Armas y a la casona Velarde Álvarez, sede en estos días del Festival de Cine Europeo. Al lado de ésta, en la mansión donde ahora funciona el Banco de Crédito, se exhibe una valiosa colección de retablos, cruces y otras manifestaciones de arte.

A diferencia de otras ciudades andinas, bastante incómodas y hasta peligrosas para los transeúntes, en Huamanga es mucho más agradable caminar, porque las veredas de las calles principales han sido ensanchadas. Es placentero recorrer las calles peatonales, donde por la tarde se mezclan mujeres ataviadas a la tradicional usanza huamanguina, secretarias en uniforme y hasta algún grupo de mariachis enrumbando hacia la celebración donde los han contratado. Además, la presencia cada vez más habitual de cooperantes extranjeros no ha alterado la fisonomía de la ciudad ni ha generado una invasión de letreros que anuncian free drink o dishes to the letter.

-Parece el Cuzco de los años setenta -me comenta con nostalgia un amigo de esa ciudad, mientras contempla la animada vida en los portales de la Plaza de Armas.

Mi visita de hace unas semanas coincidió con un festival de danzas que congregó delegaciones de todo el departamento. Un grupo de escolares de la selva ayacuchana, vestidos y pintados como supuestos asháninkas, llegaron a la plaza bailando y gritando el nombre de su colegio, mientras pisaban la placa de bronce conmemorativa que mandó colocar la Comisión de la Verdad sobre una de las veredas. Nadie les llamó la atención. Al fin y al cabo, muchos huamanguinos caminan con indiferencia sobre la placa como en un símbolo del desinterés por nuestro doloroso pasado reciente.

En realidad, cada vez son más los ayacuchanos que no tienen nada que recordar: muchos niños y adolescentes jamás oyeron un coche bomba, nunca vivieron el toque de queda ni vieron cadáveres en la puerta de sus casas.

-El próximo año ingresa a la universidad una generación que no sabe y no quiere saber nada de esos tiempos -me comenta un periodista, aunque la mayoría de los adultos comparte también la vocación por el olvido.

A pesar de ello, es imposible negar las consecuencias actuales del período de violencia. Huamanga creció muchísimo por la llegada de los desplazados y ahora se puede tardar más de una hora en recorrerla en combi. En lugares donde sólo había tunales han surgido barrios nuevos como Ñawimpuquio, donde funciona la nueva sede del Ministerio Público. Junto a esta se está constuyendo un edificio de cinco pisos: el mayor laboratorio de antropología forense del país.

Mientras los obreros colocan las tejas tradicionales sobre el techo del edificio, un amigo fiscal me comenta:

-Hay miles de entierros clandestinos y poco a poco los sobrevivientes se están animando a denunciar.

Para los campesinos, naturalmente, no es fácil decidirse. Son una población que sufrió durante décadas la crueldad de los hacendados, para luego padecer los crímenes de los senderistas y los militares. Además, detrás de la cordialidad de los huamanguinos se mantienen relaciones verticales y racistas.

-En los colegios particulares, hay niños de apellido hispano que todavía discriminan a sus compañeros de apellido indígena - relata un abogado.

Ubicados en la base de la pirámide social, los campesinos no sólo afrontan pobreza y discriminación, sino abierta explotación. Muchas familias huamanguinas reciben en sus casas a muchachas campesinas para que realicen tareas domésticas, y apenas les pagan 100 soles al mes.

-Las empleadas mejor pagadas apenas reciben 180 soles -me refieren mis colegas.

Nadie ha oído hablar de pago de gratificaciones a una trabajadora del hogar; no digamos los demás derechos laborales. En realidad, mencionar el sueldo mínimo de 530 soles resulta un sarcasmo para la mayor parte de ayacuchanos, incluso en la ciudad. En el campo, los peones o jornaleros reciben cinco soles o menos.

Si desean un verdadero desarrollo, los huamanguinos no deberían pensar únicamente en conservar la belleza de su ciudad, sino promover mejor calidad de vida para los más vulnerables. Después de lo que sucedió en esas tierras, aunque no quieran recordarlo, debería ser una prioridad.

 

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