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28 de noviembre del 2007

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

Identidad, regionalismo e intolerancia


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, noviembre del 2007.

 

Hace algunos años, el Ministerio de Educación convocó a un concurso nacional para nombrar maestros en localidades amazónicas alejadas. Sin embargo, cuando los ganadores llegaron a Iquitos y Pucallpa con intención de dirigirse a las escuelas asignadas, se encontraron con las protestas de quienes habían perdido en el concurso, que los acusaban de "foráneos".

Lo sorprendente fue que los manifestantes obtuvieron el apoyo de los gobiernos regionales, emisoras radiales y amplios sectores de la opinión pública. No se trataba, debe precisarse, de asegurar el derecho de las comunidades indígenas a recibir educación en quechua, porque las plazas se habían abierto en poblados mestizos. El argumento era que los puestos de trabajo debían ser sólo para los profesores del lugar. El bienestar de los niños o la capacidad de los docentes les parecían totalmente irrelevantes.

Aunque la mayoría de los habitantes de las ciudades peruanas son emigrantes o hijos de emigrantes, las manifestaciones de intolerancia son muy frecuentes. En los años cincuenta, en Lima se hablaba de colocar peajes o muros para detener la masiva inmigración andina. Incluso ahora, algunos limeños rechazan la convivencia con sus compatriotas y prefieren construir guetos voluntarios en las playas del sur.

Los sentimientos intolerantes se manifiestan dentro de la misma ciudad, como cuando se colocó una valla para impedir que los habitantes de Ate entraran en algunas zonas de La Molina. Igualmente, algunos vecinos han querido impedir que se instalen juegos infantiles en los parques de San Borja, para evitar que vengan "niños de fuera" (es decir de San Luis, el distrito colindante). Hace unos años, una amable familia de Surco me decía que esperaba que el Parque de la Amistad no se abriera nunca al público, para que no llegara "gente de otros distritos".

La situación se complica cuando están en juego recursos naturales, como sucede entre varias regiones limítrofes. En los últimos días, por ejemplo, se ha manifestado un desacuerdo entre los gobiernos regionales de Piura y Lambayeque sobre los proyectos de irrigación que necesitan agua del río Huancabamba. Hace unos años, los mismos presidentes regionales Trelles y Simon sostuvieron un conflicto sobre la propiedad de unas islas guaneras y por el hecho de que las dos regiones sostenían que la algarrobina era su trago oficial para las ceremonias públicas.

Los elementos simbólicos o culturales también pueden generar rivalidades y conflictos. En el Perú todavía no es posible sugerir un quechua estandarizado, en buena medida porque en diversas regiones se sostiene que allí se habla el verdadero quechua y en el resto de lugares "se habla mal". Estas tensiones sólo terminan perjudicando a los propios quechuahablantes.

Sin embargo, los conflictos interregionales se manifiestan con mayor gravedad en el sur del país. Allí, además, involucran a muchos habitantes, como se aprecia por los problemas existentes entre Moquegua y sus vecinos, Arequipa, Tacna y Puno. Expresiones como bloqueos de carreteras, ataques violentos y denuncias judiciales por usurpación demuestran que la escalada de los conflictos termina por cegar a los implicados.

En otros casos tenemos conflictos intraregionales no menos desgastantes, como el existente entre huaracinos y chimbotanos. La rivalidad entre Abancay y Andahuaylas provocó en diciembre pasado la muerte del taxista Cirilo Tuero, mientras que en años anteriores se produjeron violentos incidentes en Moyobamba, en medio de la pugna que sostiene con Tarapoto.

En el ámbito laboral, la exigencia de contratar a una persona del lugar sólo podría aceptarse si existe justificación objetiva o razonable, como por ejemplo, que sea necesario manejar un idioma local o estar familiarizado con la cultura o la geografía. Lamentablemente, es frecuente que estos elementos no se tomen en cuenta y que el lugar de origen valga más que la capacidad. Las consecuencias perjudican a la misma institución pública, que prefiere lugareños mediocres a forasteros capaces.

Las percepciones discriminatorias se manipulan de tal modo que resultan chocantes: los adversarios del alcalde de Ilave, Fernando Robles, lo acusaban de haber contratado "personal de fuera" para la Municipalidad, dejando sin trabajo a los profesionales ilaveños. Algunos de los empleados cuestionados procedían de Juliaca o Puno, pero eran igualmente rechazados.

En un país tan fragmentado como el Perú, las identidades locales o regionales no deberían ser negativas. De hecho, sólo lo son cuando se expresan como rechazo a otros ciudadanos en una especie de "xenofobia interna". Las autoridades y los dirigentes políticos deberían actuar con madurez a este respecto, pero parece que algunos prefieren atizar prejuicios y rivalidades.

 

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