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29 de agosto del 2007

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Iberoamérica
Reflexiones peruanas

Recuerdos de Pisco y San Clemente


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, agosto del 2007.

 

La noche del 15 de junio llegué a Pisco. Me habían recomendado alojarme en el Hotel Embassy, pero encontré en internet un albergue más económico, dirigido sobre todo a turistas extranjeros. Estaba en una calle solitaria a una cuadra del cementerio, frente al que había unos muchachos que aparentemente esperaban a un amigo.

El restaurante del albergue estaba cerrado, pero el vigilante me dijo que podría comer en la Plaza de Armas. "Mejor espere un mototaxi -me recomendó-. Es peligroso caminar de noche por acá."

Al final, como no pasaba ningún vehículo, me entregó un plano en inglés de la ciudad y me mostró la ruta. Pero también me advirtió de que evitara el cementerio, porque los chicos que había visto eran pandilleros.

En el trayecto encontré a varias personas que conversaban fuera de sus casas, como en una noche de verano. Algunos me miraban con sobresalto, típico en un lugar anteriormente tranquilos frente a los desconocidos, pero yo saludaba amablemente, para eliminar tensiones.

Al llegar a la plaza, pasé junto a un edificio celeste que asemejaba una mezquita por sus azulejos y columnas: era la municipalidad, construida en la década de 1920. Dejé atrás monumento a San Martín y llegué a la calle Progreso, donde lo único que parecía reflejar este nombre eran los modernos locales de Botica Arcángel e Inkafarma. A su lado estaba el restaurante, donde terminé rápidamente una palta rellena.

Después de revisar mi correo en una cabina de internet, que encontré en una calle peatonal, regresé al hotel por el mismo camino. El vigilante me reprendió por haberme arriesgado a caminar.

-Jamás lo volveré a hacer -declaré.

Al día siguiente, muy temprano, me despertaron las voces de los turistas, que partían hacia las líneas de Nazca. Yo debía ir a San Clemente, un distrito donde los habitantes tienen marcados rasgos andinos y algunas mujeres llevan a sus hijos en lliclla: son migrantes ayacuchanos y huancavelicanos, desplazados por la violencia y la pobreza.

Su nueva vida no ha sido mucho mejor: en medio de la avenida principal, un pequeño monumento recordaba a los mártires de San Clemente. Recordé al anciano Marcelino Sulca, muerto en febrero del año 2002 por el impacto de una bomba lacrimógena en la cabeza. La policía, al mando del entonces ministro Fernando Rospigliosi, había estado arrojando estos proyectiles desde helicópteros para reprimir una protesta de campesinos algodoneros.

Junto al monumento se encontraba el colegio José Carlos Mariátegui, el principal del distrito, donde me habían pedido que impartiera un taller sobre el VIH. Cabe mencionarse que Ica es uno de los departamentos donde más ha impactado esta enfermedad.

Mientras charlaba con alumnos y profesores sobre la posibilidad de que jóvenes con baja autoestima y sin proyecto de vida puedan desarrollar conductas autodestructivas, pensaba en lo difícil que es conseguir equilibrio emocional cuando se estudia en un aula oscura, con lunas rotas, moquetas deterioradas y baños que no describo por respeto a los lectores. Seis o siete perros correteaban por el patio de tierra y de vez en cuando entraban en la clase.

Los jóvenes de San Clemente eran tan pobres que aun la posibilidad estudiar en el Instituto Pedagógico de Pisco era demasiado costosa. La frustración llevaba a algunos al alcohol, el pandillaje o a otras salidas desesperadas. Los profesores me confiaron que una de las alumnas asistentes al taller había intentado recientemente suicidarse y que no era el primer caso.

Después del almuerzo salí a comprar una botella de agua. Pasé delante de bares que estaban frente al colegio y encontré una bodega, donde unos hombres embriagados bebían mientras escuchaban tecnocumbia. La vendedora miró mi polo con curiosidad. Había entendido la inscripción en quechua Ayacucho sonkoykipi (en tu corazón).

Esperé que atendiera a una anciana en polleras que compraba un paquete de velas.

-Mejor dos paquetes, para no tener que volver -pidió la señora.

A San Clemente bajaban a hacer compras muchas personas desde poblados más apartados, sin energía eléctrica.

Más que en cualquier otra visita a Ica, fue en Pisco y San Clemente donde los informes oficiales sobre pleno empleo y prosperidad me parecieron un sarcasmo grotesco. Curiosamente, en Pisco hay varias empresas agroexportadoras con éxito, pero pagan sueldos tan reducidos que difícilmente podrían generar alguna inversión sostenible... como mejorar las precarias viviendas. Por eso, el saldo del terremoto no se debe tanto a la naturaleza sino a la miseria y la ausencia del Estado.

A pesar de ello, el gobierno ha ignorado a las autoridades regionales y locales encargando la "reconstrucción" a empresarios cercanos a Fujimori, quienes parecen ver el desastre como una oportunidad comercial: hablan de otorgar en concesión el servicio de agua, el puerto, el aeropuerto, y la edificación de las viviendas. Sus prioridades deberían ser mas bien consolidar el tejido social y promover una vida digna para los iqueños. De lo contrario, la inseguridad y la pobreza serán mucho peores que antes del terremoto. Los ayacuchanos saben muy bien lo que sucede cuando se prefiere ignorar los problemas de fondo.

 

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