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8 de marzo del 2003 |
De Corrales a Tranqueras
Rosalba Oxandabarat
En el mundo había pobres y ricos, guerreros y campesinos, nobles y villanos, y las diferencias eran, ya se sabe, enormes. Hay quién sostiene que más que las de ahora, lo que es decir. Pero una cosa los emparejaba: la medida del tiempo, que tiene tanto que ver -además de con el amor, la pérdida y otras cosas poéticas- con las distancias. El señor tenía un brioso corcel y el campesino un percherón o un burro, pero trancos más, trancos menos... La señora se deslizaba en coche y la campesina en carreta, pero comodidades más, comodidades menos... Ahora, en la cansina Montevideo, hay una diferencia insalvable en cuatro ruedas. Los que andan en ómnibus y los que andan en auto. Los primeros a 5 o 10 quilómetros por hora, los segundos, en la ciudad, a 60 y si no hay zorros a la vista, más. El tiempo divide, y las distancias a él asociadas, más aun. El Prado y el centro son contiguos para el jinete de un módico Volkswagen fusca. Son tan lejanos como Mordor para el usuario del transporte. La contigüidad de cualquier barrio -de cualquier encuentro, de cualquier tarea, de cualquier función- dota a los automovilistas de una levedad y disposición que los aleja definitivamente de sus parientes, vecinos o colegas a pié. En Montevideo más que en cualquier otro lado.
Por supuesto que los usuarios del transporte público tienen la ventaja total. Demoran mucho, por lo que lo de la multiocupación y la feroz competencia se les hace mucho más difícil. Como se sabe, son situaciones que provocan el estrés: nuestro gran monumento a la lentitud, el ómnibus, salva de cualquier posibilidad de estrés. Su tiempo es el de la colonia, el de la carreta, el del sulky -no, demasiado ágil, el sulky-, el del paso humano, muchas veces. Los hombres y mujeres que transporta amorosamente tienen lo que muchos yuppies de Wall Street no conocerán nunca: ¡tiempo para pensar!. Hasta para dormirse una siesta, ¿cuántos privilegiados, hoy, pueden dormir la siesta?. Pueden leer, oír la radio, si gustan. Pueden aprender de arquitectura y de paisajística, mirando por la ventana el mismo paisaje para aquilatar sus abruptos o mínimos cambios. Pueden observar la infinita variedad de la raza humana y así, como mansos filósofos de la antigüedad, acrecentar su sabiduría sobre esa materia inasible, la vida que fluye. Que fluye lentamente, para él o ella, entregados somnolientamente a la responsabilidad de otros, mientras el infeliz que anda en auto tiene que atender los semáforos, los peatones -que hasta creen que la calle es de ellos-, las "cebras", la fatídica amenaza de autoparque, pasar de la primera a la segunda, de la tercera a la cuarta, del acelerador al freno, y todavía, a la luz de los últimos acontecimientos, cargar un sentimiento de culpa por infectar de plomo la atmósfera que respiran sus hijos. Cuánta injusticia. Los que usan los ómnibus, por lo general envidiosos de los que andan en auto, no comprenden que son los verdaderos privilegiados. La calma, la siesta, la mansedumbre, la conciencia tranquila -no son los dueños del ómnibus, después de todo, no son ellos los que provocan humo negro y ruidos de avión- ¿no son acaso suficiente compensación frente a la llegada tarde, a la espera en la parada, a la cita que falló, al tradicional punga, al no salir de noche para no quedar una hora a la intemperie, al amigo que no se visitó porque quién lo mandó mudarse a la Costa de Oro? Vivir en la ciudad más férreamente organizada para ser la más lenta del mundo y no apreciar las ventajas de este designio, seguir pensando que el dueño de esa insolente cuatro por cuatro es más feliz, es honda ingratitud. |
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