Portada | ![]() |
Directorio | ![]() |
Debates | ![]() |
Buscador | ![]() |
Redacción | ![]() |
Correo |
![]() |
![]() |
11 de septiembre del 2001 |
Rosas blancas sobre Stalingrado
Higinio Polo
La rosa que más me conmovía había estado dentro de un avión de combate. Por lo visto la había pintado en la carlinga de su aeronave Lidia Vladimirovna Litviak, una joven piloto soviética, y ella la miraba a veces mientras luchaba en la batalla de Stalingrado: algunas fuentes dicen que la rosa era una azucena, pero si fue así ha llegado hasta nosotros como una rosa blanca. A finales de 1942 -con casi toda Europa dominada por Hitler, con Estados Unidos negándose a abrir un segundo frente, y con los soviéticos soportando en solitario el peso de la guerra- Lidia Vladimirovna formaba parte de un grupo de jóvenes aviadoras que se lanzaban al combate con el nombre de Las rosas blancas de Stalingrado contra los arios soldados de la Wehrmacht. Eran unas muchachas valientes. Me encontré con ellas por casualidad, tras perderme en un laberinto, y ya no pude dejarlas.
El origen de todo el embrollo estaba en la flor socialdemócrata, y en la intención de trazar un perfil de las personas que hoy se agrupan políticamente bajo esa rosa marchita; después siguió -como si fuera una conspiración- en los orígenes del día del santo Jordi, en que tiene lugar esa peculiar tradición catalana que quiere hacer leer a los hombres y recoger fragancias a las mujeres. En una búsqueda inútil, en un desmantelado círculo, estaba esperando como una fría cicatriz la vacilante luz y la extraviada energía de Lilya. Porque fue así, sin pretenderlo, como llegué hasta la hermosa Lidia Vladimirovna y las rosas blancas de Stalingrado: existían muchas otras rosas, demasiadas, algunas invisibles, que fui siguiendo mientras escuchaba obsesivamente una canción de Louis Amstromg, persuadido y confuso, igual que si alguien hubiera escondido entre sus notas las señales que llevaban hasta ella. Había oído hablar de la rosa de China y de la rosa de Jericó, aunque no sabía exactamente qué características tenían; de las rosas amarillas de los celos y de las rosas rojas de la pasión. También había visto las rosas del desierto, esas secretas formaciones minerales que surgen de la arena. Conocía la existencia de santa Rosa de Lima, y supe que existía La rosa blanca, un poema de Lope de Vega, a mayor gloria de una hija del conde-duque de Olivares. Y La rosa amarilla, una obra de la literatura húngara del siglo XIX; y Rosas de otoño, de aquel dramaturgo falso que se llamó Jacinto Benavente. Alguien me habló de la Rosa Kruger, pero había olvidado los detalles. Y me vino a la mente un garito de París que se llamaba la Rose Rouge al que, tras la segunda guerra mundial, algunos comunistas y sus amigos iban a beber coñac y a hablar del comunismo y de la revolución. Y tenía noticias de que existía un abrasador tinte que venía de Oriente: el rosa de bengala azafranado. Y oí hablar de la orden de la Rosa blanca de Finlandia, una condecoración de aquellas tierras frías. Y estaba la Rosa de los vientos, claro, con los treinta y dos rumbos del horizonte, o de la vida. Y la Rosa de oro, que la Iglesia católica romana bendice desde hace mil años. Las referencias no acababan ahí. Richard Strauss había compuesto El caballero de la Rosa, que precisamente se presentaba aquellos días en mi ciudad. Tenía también La rosa del Dong Yang, de Salgari. Y el Roman de la Rose, un poema que compuso Guillaume de Lorris en el siglo XIII. En ese largo poema la grácil joven amada está representada por una rosa. Otro poeta del siglo XIII, Jean de Meung, escribió una segunda parte a finales del mismo siglo, en la que multiplicaba por cuatro el número de versos de Lorris. Algunos eruditos afirman que esa obra medieval está influida por el Mantiq al-Tayr, otra famosa obra escrita por un poeta persa nacido en el siglo anterior, Farid al-Din, conocido en la historia con el nombre de Attar, es decir, el droguero. Esa obra, Mantiq al-Tayr, es la que conocemos con el nombre de Lenguaje de los pájaros, y la que Borges nos citó en El acercamiento a Almotásim, siguiendo al capitán Richard Burton. El argentino lo nombra como Farid al-Din Abú Talib Muhámmad ben Ibrahim Attar: un herbolario, que hubo de refugiarse en La Meca. A su obra la llama el Coloquio de los pájaros. Dicen que Attar vivió setenta años, aunque otros recelan de esos datos y afirman que fue asesinado por los mongoles cuando ya tenía ciento diez años de edad. El mismo Borges se animó a escribir un cuento que tituló La rosa de Paracelso, en el que urdió un diálogo entre Paracelso y uno de sus discípulos. Y Mircea Eliade había urdido una novela que tituló Diecinueve rosas: por lo visto seguía el rastro de Bulgakov. Un amigo piadoso me dio noticia de que William Boyd, el novelista inglés, había escrito un relato sobre Vietnam titulado En la estación yanqui. En él un teniente llamado Larry Pfitz ha bautizado a su avión con el nombre de el tren de la rosa: desde él lanza el napalm a los poblados vietnamitas y disfruta viendo como cada bote con el veneno químico cae en la jungla y entonces, con la explosión, surge una gigantesca rosa de color rojo, que lleva el apocalipsis a los guerrilleros del vietcong. Una rosa después de otra, en un rosario de muerte y destrucción. Por eso, el psicópata Larry Pfitz llama a su avión el tren de la rosa. Existía también La rosa de Alejandría, una novela de Vázquez Montalbán sobre el mito de la mujer con doble personalidad, y La rosa de fuego, una ensayo histórico de Romero Maura sobre la Barcelona de principios del siglo XX. Y El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Además de La rosa del desierto, obra de un oscuro novelista catalán del que no recordaba el nombre. Y un relato del escritor Haroldo Maglia que llevaba el título de Santa Rosa, rosa, rosina. Sin olvidar La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen, y La vendedora de rosas, una hermosa película de Víctor Gaviria sobre una muchachita que vende esas flores para perseguir un sueño. Alguien me habló de la existencia de una novela escrita por una mujer nacida en Shanghai en 1935 -mientras se moría Pessoa, que había dicho poco antes que vivir es ser otro- llamada Ingrid Noll: la novela se titula La rosa roja. Por no hablar de la célebre canción de Edith Piaf La vie en rose, cantada también por el trompetista de Nueva Orleans. Del país del jazz me había llegado además la noticia de que en las primeras décadas del siglo XX existía un famoso tren de la Union Pacific que recorría América hacia el Oeste, y que se llamaba La rosa de Portland. Un tren mítico que llevaba hasta las tierras de Oregón. Extraviada ya la rosa socialdemócrata, y perdido en esos laberintos en los que vivir es ser otro, me avisaron: no te olvides de La rosa del azafrán, obra musical en la que hay un famoso coro de segadoras que estaba muy de moda durante la época de la guerra civil española. Al menos eso decía Juan García Hortelano, añadían. Y hablando de escritores, seguían, no olvides citar la pequeña población en la que Marguerite Duras pasó su infancia: se llama Sa Dec y está en el delta del Mekong, en el lejano Vietnam. Allí rodaron también la película sobre El amante. Muy cerca de Sa Dec está el famoso jardín de rosas Tu Ton: miles de hectáreas para abarcar casi todas las variedades de la flor en un mundo de encrucijadas, cuando todavía existía la Indochina francesa y el amor era posible. Demasiadas rosas. Era una locura. No terminaban ahí las cosas. Ni las rosas. A esas alturas escuchaba ya sin remedio La vie en rose, por Louis Amstromg. Ya sin asombro vi que en algunas comunidades sufíes la rosa tiene también una especial significación: entre la hermandad de los qadiríes la rosa es el símbolo por excelencia. Y vi que el capitán Richard Burton, traductor de las Mil y una noches, frecuentaba en El Cairo un convento derviche que era conocido como la rosaleda. Entre los derviches la rosa representa el misterio, es decir, el enigma de Dios. Esa rosa mística del sufismo está en el origen del éxtasis y de la muerte, de la revelación y la sabiduría. Alguien me dijo también que trece días después del No Ruz, el año nuevo persa, es conveniente dormir en la calle, y que los iraníes lo hacen para esquivar el peligro y la mala suerte que trae esa jornada aciaga, y que, de igual forma, al día miércoles que llega antes del No Ruz, del nuevo año, los persas le llaman miércoles rosa y encienden hogueras para saltar sobre ellas. Relacionado con todo aquel jaleo me habían hablado también de una obra de Louisa Stuart Costello, The Rose Garden of Persia. Y del libro de Sa'd ud-din Mahmud Shabistari titulado The Secret Rose Garden. Tenía más: Michael Clynes había escrito un libro -Los crímenes de la Rosa Blanca- sobre la derrota de Jacobo IV de Escocia, que murió a principios del siglo XVI durante el desastre de Flodden. Sin olvidar la guerra de las Dos Rosas, en la que se enfrentaron los Plantagenet en la segunda mitad del siglo XV. Para colmo la familia de los York ostentaba en su escudo una rosa blanca, y la de los Lancaster una rosa roja. Y estaba Petra, la ciudad de los nabateos, llamada la ciudad rosa, situada en lo que era la antigua ruta del incienso, en Jordania. En el desfiladero de entrada a la ciudad las vetas de color rosa acompañan a los ojos del visitante, mientras se protege del polvo que levantan los cascos de los caballos. Petra, encerrada en un laberinto. Para colmo de desdichas vi en los periódicos la noticia de una exposición en la que una pintora especulaba sobre un grabado del siglo XVII. El grabado reproducía una rosa y la frase que ostentaba decía: "Dat rosa mel apibus" -"las abejas dan miel a la rosa"-. Por lo visto la rosa era el símbolo de la verdad entre los alquimistas. Todo ello nos lo enseñaba la meritora pintora para una exposición -casi nada- sobre la búsqueda de la verdad. Empecé a creer en conspiraciones y delirios cuando unos meses después me entregaron en la calle -precisamente a mí- un folleto de una asociación llamada Mujeres Musulmanas Catalanas, que publicaban una revistita que ostentaba el título de La rosa ferida. Era demasiado. Sin embargo todo eso eran erudiciones menores, que no me interesaban especialmente, aunque algunas me inquietasen. Olvidada la rosa socialdemócrata había pensado escribir algo sobre la Rosa de Saigón, pero no pude hacerlo, y pensé entonces en la inquieta y valiente red de La rosa blanca, aquella organización que se había opuesto a Hitler en Alemania, durante la segunda guerra mundial, y que trajo la condena a muerte del filósofo Huber, en 1943. No dejaba de pensar en la Rosa de Saigón, que me traía a la mente la maldición de la sífilis, la peste que acariciaban con sus manos los soldados norteamericanos en Vietnam. La sífilis que esparcían los esforzados guerreros de la libertad en los prostíbulos de Bangkok, después de haber sembrado napalm en los arrozales del Vietnam. Aquel pobre teniente de William Boyd, Larry Pfitz, lanzaba las bombas y el veneno desde su querido Phantom o desde el Crusader: hacía florecer con rosas rojas de napalm las tierras de los campesinos vietnamitas. Rosas rojas que estallaban llevando la muerte, aunque él admiraba desde el cielo aquel apocalipsis: era un belleza contemplar las explosiones. Después de todo ya sabemos que algunos pilotos norteamericanos tienen alma de poetas, como aquel aviador que, años después, bombardeaba Bagdad en la guerra del golfo contra Irak y declaraba más tarde, admirado, que la ciudad iraquí "parecía un árbol de Navidad". Pero eran otras rosas las que me estaban esperando antes de llegar a Lidia Vladimirovna Litviak: me llegaron desde Alemania. Inge Scholl había contado en su libro, titulado La Rosa Blanca, la historia de los hermanos Scholl. Sophie y Hans Scholl habían vivido su infancia en Ulm, una ciudad de la conservadora y bucólica Baviera. Su padre, Robert Scholl, era un hombre de inclinaciones políticas liberales, y, aunque no sentía ninguna simpatía por Hitler, no impidió que los dos hermanos se hicieran miembros de las organizaciones juveniles del partido nazi: Hans se inscribió en las Juventudes Hitlerianas y Sophie en las Niñas Germanas. Vieron después, el 9 de noviembre de 1938, la siniestra Kristallnacht, la noche de los cristales rotos, un saqueo planificado de los comercios judíos que fue acompañado del incendio de sus sinagogas y del asesinato de muchos miembros de esa confesión. No había empezado la guerra, pero a finales de 1938 nadie podía ya dudar de la naturaleza del nazismo. Los hermanos Scholl seguían su vida, imaginaban el futuro, leían a los filósofos griegos, a Maritain, pero crecieron viendo el secuestro de la libertad. Su llegada a la universidad influyó de forma decisiva en su vida, a lo que se añadiría su relación con el profesor y filósofo Kurt Huber. Hans estudió medicina en la Universidad de Munich y destacó pronto entre sus compañeros: allí encontró la compañía de muchachos con inquietudes similares a las suyas, como Cristoph Probst y Alexander Schmorell. Tenían poco más de veinte años cuando crearon el grupo que sería una de las escasas muestras de la oposición al Tercer Reich en el interior de Alemania. La Rosa Blanca se convertiría en un grupo de activistas políticos entre 1942 y 1943, y por una casualidad del destino o de la historia su actividad terminaría al mismo tiempo que la batalla de Stalingrado, en la que luchaban contra los nazis otras rosas blancas que no tenían ninguna relación con los hermanos Scholl. El grupo formado en torno a ellos se transformó en una agrupación política a la que decidieron denominar Weisse Rose, La Rosa Blanca. No sabemos por qué eligieron ese símbolo para sus actividades políticas, pero es probable que lo hicieran movidos por la pureza que a sus ojos representaba el color blanco. Cuando Sophie empezó Biología en la misma universidad de Munich, se incorporó al grupo de su hermano: era una joven sensible, conmovida por las víctimas del nazismo y por la apatía de los alemanes frente al poder hitleriano; pero su sensibilidad no le impidió convertirse en una tenaz organizadora, siempre dispuesta a actuar, sin temor a las consecuencias, al tiempo que Hans se interesaba cada vez más por las relaciones de poder y las cuestiones políticas: Alemania lanzaba ya sus miradas de muerte sobre Europa. La Rosa Blanca distribuyó sus pequeños escritos en varias ciudades y universidades alemanas, con un lenguaje que se alejaba de la retórica dominante en el país, llena de ritos y de alusiones: a la imprescindible violencia en la política y en la vida, a la anulación de aquellos individuos que con su simple existencia mancillaban al glorioso pueblo alemán, a la necesidad de ampliar el territorio sagrado de la nación alemana a costa de otros pueblos inferiores, algunos de los cuales podían ser esclavos mientras que otros merecían ser exterminados. Los métodos usados para lograr la distribución de las hojas volanderas de La Rosa Blanca fueron imaginativos: repartían cartas anónimas, con direcciones obtenidas de las guías telefónicas, que eran depositadas furtivamente en la red de los ferrocarriles alemanes. También entregaban octavillas a personas de confianza para que fueran distribuidas en sus círculos familiares. Además, los panfletos terminaban con una consigna: apoya a la resistencia y distribuye esta octavilla, creando así una cadena que aumentaba su efecto: las hojitas circularon por casi toda Alemania, especialmente en Baviera, y en ciudades como Stuttgart, Frankfurt y Viena, y la organización creció entre los estudiantes hasta el punto de que en la Universidad de Hamburgo se formó una célula de La Rosa Blanca. Al parecer llegaron a tener contactos con algunos círculos de oposición berlineses. Pero la Gestapo investigaba ya el origen de aquellas octavillas. La Rosa Blanca difundió su propaganda contra el régimen nazi en papelitos de mecanógrafo, dirigidos a los estudiantes y a los ciudadanos, y sus octavillas fueron distribuidas entre 1942 y febrero de 1943. Los escritos insistían en llamamientos a la resistencia popular frente al nazismo, y -a partir de la batalla de Stalingrado- hablaban de la inutilidad de proseguir una guerra perdida, aunque esa idea no estaba aún presente entre los ciudadanos alemanes. Su última octavilla, difundida en febrero de 1943, decía: "¡Alemanes! ¿queréis padecer, vosotros y vuestros hijos, la suerte de los judíos?, ¿queréis que os juzguen igual que a vuestros dirigentes?, ¿que seamos para siempre el pueblo más odiado de la tierra? ¡No! Nuestro pueblo está mirando conmovido la destrucción de los hombres en la defensa de Stalingrado, trescientos treinta mil alemanes han sido arrastrados irresponsablemente a la muerte, por la genial estrategia del antiguo cabo de la I guerra mundial. Führer ¡te damos las gracias!" En febrero de 1943 Paul Giesler, Gauleiter de Baviera, visitó la universidad de Munich, en un intento de estimular la colaboración con el esfuerzo de guerra alemán, pretendiendo incorporar a los estudiantes anteriormente declarados inútiles para la Wehrmacht. El desastre de Stalingrado hacía mella en la maquinaria de guerra nazi. Giesler mantuvo en su discurso que lo mejor que podían hacer por Alemania las jóvenes era engendrar hijos, llegando a decir que: "si algunas de estas señoritas carecen de encanto suficiente para atraer a un compañero, asignaré uno de mis hombres a cada una de ellas. Y puedo prometerles una agradable experiencia." Sus palabras dejaban clara constancia del papel reproductor que el nazismo asignaba a las mujeres alemanas, pero la airada reacción de los estudiantes hizo que Paul Giesler y su guardia de las S.S. se vieran obligados a abandonar la universidad. Aquel 18 de febrero de 1943 se convirtió en el día de la rebelión estudiantil de Munich: los alumnos recorrieron la ciudad gritando consignas, lanzando panfletos y reclamando en las paredes libertad, y los hermanos Scholl participaron en las manifestaciones, repartiendo octavillas de la Rosa Blanca. Al día siguiente, con los estudiantes ocupando las calles, Hans y Sophie lanzaron nuevas octavillas desde las ventanas de la universidad, pero fueron identificados por un vecino que los denunció ante la Gestapo: la universidad fue rodeada por la policía y los hermanos Scholl fueron detenidos. Aquel desafío de los estudiantes no podía servir de ejemplo: las autoridades nazis decidieron una dura respuesta: Roland Freisler, juez del Tribunal del Pueblo -uno de los hombres más sanguinarios del Tercer Reich, que había participado en la famosa Conferencia de Wannsee en la que se decidió la solución final para los judíos- fue designado para presidir el juicio, que fue organizado con rapidez. El 22 de febrero, cuatro días después de las manifestaciones, el tribunal dictó sentencia. Sophie Scholl subió al estrado de los acusados apoyada en sus muletas: había sido torturada en las dependencias de la Gestapo. Los hermanos fueron condenados a la guillotina por alta traición, y Sophie Scholl tuvo el arrojo y la dignidad de interrumpir en varias ocasiones al juez Roland Freisler, proclamando que la guerra estaba perdida. Fue inútil. A las seis de la tarde del mismo día, tras recibir por última vez la emocionada visita de sus padres, los hermanos Scholl fueron guillotinados en Berlín: ambos se enfrentaron a la muerte con serenidad. En los días siguientes el resto de los jóvenes miembros de La Rosa Blanca fueron también ajusticiados, así como el profesor Kurt Huber. La organización de Hamburgo fue disuelta y sus miembros enviados a los campos de exterminio, en un año, 1943, en que hasta los niños alemanes sabían ya lo que quería decir KZ. Campo de concentración. La revuelta estudiantil fue aplastada y no se volvieron a producir manifestaciones, pero algunos días después pudieron leerse algunas tímidas leyendas escritas en paredes cercanas a la universidad. Decían: el espíritu vive. Era cierto. Dos mil kilómetros hacia el Este aquel mismo espíritu hacía temblar la tierra después de Stalingrado, y sobre el cielo de aquella ciudad del Volga volaban otras rosas. Hoy, el centro de la universidad de Munich lleva el nombre de Scholl Platz, en recuerdo de aquellos hermanos que crearon La Rosa Blanca. Esa rosa blanca me llevó -por fin- hasta las otras, que también me conmovieron. Aunque fueran azucenas. Eran las rosas blancas, el grupo de aviadoras soviéticas en el frente de Stalingrado, aquella batalla que cambió el curso de la segunda guerra mundial y que fue cantada por Neruda, rindiendo homenaje a los combatientes del Ejército Rojo:
"Guárdame un trozo de violenta espuma, Rosas sobre Stalingrado. Allí habían estado aquellas muchachas. Pude conseguir bibliografía sobre Lidia Vladimirovna Litviak, la más destacada de todas ellas, la más valiente. Ahí la tenía: Reina Pennington, Wings, Women and War: Soviet Women's Military Aviation Regiments In The Great Patriotic War. Master's thesis. University of South Carolina, 1993. Y también, de la misma Reina Pennington: "Liliia Litviak," "Polina Gelman," "Valentina Tereshkova," Women in World History, eds. Anne Commire and Deborah Klezmer, Yorkin Publications. Sin fecha. Por lo visto desconocían la fecha de la edición, aunque el libro era reciente. Y existían otros libros, en cirílico, que contaban también la vida de aquellas rosas blancas. Vi así que Lidia Vladimirovna Litviak estaba considerada por muchos como la mujer piloto de combate más importante del mundo. Había nacido en Moscú, en agosto de 1921, en plena guerra civil, cuando los soviets luchaban por sobrevivir contra el ataque de más de veinte naciones capitalistas. En 1940 acabó la enseñanza media, y empezó a frecuentar el Aeroclub Chkalov de su ciudad natal. Con quince años había realizado ya su primer vuelo en solitario, y participó también en una expedición geológica, pero su verdadera pasión era volar. Cuando comenzó la guerra, muchas mujeres rusas pilotos ofrecieron sus servicios al Ejército Rojo, y aunque inicialmente fueron rechazadas por el mando soviético, los reveses militares y el tesón de Marina Raskova, la más famosa aviadora rusa, persuadieron a Stalin para que se organizasen tres regimientos de mujeres aviadoras. Lidia Vladimirovna era una de las mujeres que empezaron a entrenarse en octubre de 1941, cuando las tropas de Hitler avanzaban inconteniblemente sobre la Unión Soviética. Supe también que Lilya -diminutivo ruso de Lidia- era extraordinariamente hermosa, rubia, y que tenía una llamativa figura. Debía sospechar que la guerra había que ganarla también en la vida diaria y cuidaba su belleza: su mecánico recuerda que cuando se entrenaban en octubre de 1941, antes de entrar en combate, Lilya recortó la piel de sus botas para hacer un cuello a su uniforme. Pero otras mujeres eran más severas: Marina Raskova, comandante de los regimientos femeninos, ordenó arrestarla hasta que quitase el cuello de piel de su uniforme y hubiese recompuesto sus botas. En otra ocasión Lilya utilizó pedazos de seda del paracaídas y los tiñó para hacerse una bufanda. Le gustaba además la naturaleza, y decoró su avión con flores. Según cuenta la leyenda, confirmada por su mecánico, Lilya volaba con una pequeña postal de rosas amarillas pegada en el lado izquierdo del panel de instrumentos, aunque ella prefería rosas rojas: en épocas de guerra hay que conformarse con lo que se puede conseguir. Otras fuentes aseguran que Lilya pintó la célebre azucena blanca -y no una rosa- sobre un lado de su Yak, como llamaban a los aviones Yakolevs de su escuadrilla. No importa. Eran rosas sobre Stalingrado. La guerra fue terrible. Las tropas nazis se negaban a hacer prisioneros de guerra entre los comunistas: los fusilaban inmediatamente. Lilya fue seleccionada para un regimiento de combate, y desde enero a agosto de 1942, tuvo su base en Saratov con las mujeres de la 586 división aérea de las fuerzas del aire soviéticas. En septiembre de 1942 ella y otras dos camaradas se incorporaron a la 296 división aérea que luchaba en el frente de Stalingrado, el más decisivo. El 13 de septiembre, mientras realizaba su segunda misión de combate con la nueva unidad, su grupo fue atacado por una docena de aparatos alemanes. En el enfrentamiento los aviones soviéticos consiguieron derrotar a los alemanes, y Lilya alcanzó su primera victoria derribando un Messerschmitt. Hacia finales de 1942 ya había participado en veinte combates y su hoja de servicios mostraba cuatro victorias individuales y dos compartidas: el 17 de febrero de 1943 recibió la Orden de la Bandera Roja, y dos días después ascendió a teniente. Los periódicos del Ejército Rojo comenzaron a hacerse eco de sus hazañas, y poco después ascendió a teniente mayor. Lilya había conseguido superar la desconfianza inicial de sus camaradas varones para ser piloto de combate, y llegó a ser respetada como piloto y estimada por todos como una camarada. La vida pugna por vencer aun en las guerras más feroces, y uno de aquellos jóvenes pilotos, Aleksei Salomatin, se convirtió en algo especial para Lilya: era también un excelente aviador que tenía doce victorias individuales y quince compartidas, como decían en la jerga de las fuerzas aéreas. Ambos se enamoraron desde el día en que ella llegó al regimiento y pasearon su amor por encima de las trincheras, creyendo siempre en la victoria y en su futuro común: pudieron compartir la alegría de la victoria en la batalla de Stalingrado y la rendición de los soldados germanos del mariscal Von Paulus, pero pocas cosas más. En febrero de ese año de 1943 ajusticiaron a los hermanos alemanes de La Rosa Blanca. Lilya no sabía nada de ellos. Nunca tuvo noticias, aunque las pilotos soviéticas de su escuadrilla y los hermanos Scholl habían elegido el mismo símbolo para luchar contra el nazismo. En marzo, Lilya volaba a las órdenes del comandante de regimiento teniente coronel Baranov, y su misión era cubrir desde el aire a la infantería. Ese mismo mes fue alcanzada por el fuego enemigo y aunque derribó a dos bombarderos alemanes, uno de ellos estando ya herida, tuvo que permanecer en un hospital de campaña durante dos meses. Era un aviso. En mayo reanudó los vuelos con su unidad. En una de las misiones se vio forzada a realizar un aterrizaje detrás de las líneas alemanas, pero pudo eludir a los nazis y regresar por sus propios medios hasta la base. En otra ocasión fue rescatada por un piloto soviético que consiguió aterrizar cerca de donde estaba y la trasladó en la parte de atrás de su cabina. El 5 de mayo Lilya consiguió otro triunfo más, y en el mismo mes derribó un globo de observación. Pero la tragedia que la acechaba la alcanzó de lleno cuando Aleksei Salomatin murió en combate el 21 de mayo. Era joven y estaba enamorada: fue un terrible golpe para Lidia Vladimirovna. La guerra continuaba, aunque ella no vería el final. Ni la victoria. El 1 de agosto de 1943, cuando Lilya escoltaba una unidad de Shturmoviks que volvía de una misión, la derribó un Messerschmitt alemán. Parece ser que consiguió aterrizar, pero murió en la cabina de su avión, en aquella carlinga en la que había pintado la rosa blanca, apenas dos meses después de la desaparición de su Aleksei. Tenía sólo veintidós años. Nunca volvería a volar sobre Stalingrado. Encontró la muerte, pero no tuvo sepultura. Había participado en 168 misiones y derribado once aviones enemigos, y ostentaba además tres victorias compartidas. El comandante de su regimiento quiso rendirle honores póstumos, pero el homenaje no se llevó a cabo porque no hallaron su cuerpo, y corrieron rumores de que podría haber caído prisionera de las tropas alemanas. Lilya era ya una leyenda, pero nadie pudo tampoco decirle adiós. No se encontraría su cuerpo hasta casi cincuenta años después. En 1989 localizaron sus restos, y el 5 de mayo de 1990 a Lidia Vladimirovna Litviak le fueron rendidos los honores -todavía con la bandera roja con la que combatió- que había pensado dedicarle su comandante, casi medio siglo atrás, gracias a un decreto firmado por Mijail Gorbachov. Después, sería olvidada de nuevo, enterrada en la revancha de la contrarrevolución. He podido saber que queda alguna superviviente de aquel puñado de mujeres de las rosas blancas de Stalingrado. No sé qué daría por verlas. Ahora, mientras escucho una y otra vez - como si tuviera algo que ver- La vie en rose cantada por Louis Amstromg y pienso en las rosas blancas de Munich o de Stalingrado, imagino a Lidia Vladimirovna subiendo a su Yakolev, agitando al aire su cabellera rubia, sonriente, rozando con la yema de los dedos las flores de su carlinga, la rosa blanca que acariciaba el cielo de Stalingrado, una rosa blanca o una estrella roja, yendo al encuentro de la Luftwaffe y del VI ejército alemán de Von Paulus; la imagino joven y fuerte, hermosa, sabiendo que personas sencillas como ella nos dejarían la libertad, negada a los "pueblos inferiores" en los laboratorios ideológicos del Tercer Reich. Me gustaría ver a esas mujeres, a las que sobreviven en la Rusia miserable forjada por Yeltsin y por Occidente, si es que queda alguna, verlas ahora ya ancianas pero resueltas, intentando vivir con las pensiones de hambre, para hablar con ellas de sus recuerdos de los años de Stalingrado, de la lucha contra el fascismo, para mirarles a los ojos y sentir todavía la ternura y la determinación de su juventud, para ver las viejas fotografías de Lidia Vladimirovna y descubrir aún prendidas aquellas rosas blancas de la aurora deslumbrante de sus vidas. |
|
Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción |