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La insignia
4 de septiembre del 2001


Gallo loco


Henry Miller
La Jornada Semanal, suplemento de La Jornada. México, 3 de septiembre.

Traducción de Helena Guardia.


Tony Bring está solo, sentado y es medianoche. Entre otras cosas, piensa en “un ordenado desorden, una justicia desquiciada, una fría desunión que permite que un individuo se siente tranquilamente frente a su chimenea mientras alguien arroja una piedra y al hacerlo asesina vilmente a otro”. Sus silenciosas divagaciones son interrumpidas por el regreso de Vanya, aunque tal vez sería mejor decir Miriam, aunque la que estuvo una temporada en compañía de una mujer krupanowa ya no es la misma que le pregunta a Hildred si todavía la ama... La profusión de nombres y de registros dramáticos corresponde a la multiplicidad de estados de ánimo que el autor de los Trópicos, entre otras obras inolvidables, maneja en este cuento inédito en español y traducido con tino y sensibilidad por Helena Guardia.


1

Un rincón en América remoto y desolado. Vastas llanuras cenagosas en donde nada con vida puede crecer, ninguna flor. Grietas que se extienden en todas direcciones, perdiéndose en la inmensidad del espacio.

Sobre el andén, con sus pesadas botas de cuero y un grueso cinturón de latón alrededor de la cintura, ella fuma nerviosamente un cigarrillo. Su largo pelo negro cae pesadamente sobre sus hombros. El silbato suena, las ruedas inician su fatal revolución. El suelo se escapa en un infinito cinturón escurridizo.

Bajo ella, un páramo gris sofocado por el polvo y la artemisia. Una vasta, vasta, infinita extensión de tierra solitaria. Un Eldorado con menos de un habitante por cada milla cuadrada. De las montañas nevadas que sostienen el cielo soplan fuertes ventarrones. Con el crepúsculo, el termómetro desciende como un ancla. Aquí y allá, montes aislados y mesetas salpicadas con arbustos de creosota. Tranquila está la tierra bajo el gemido del viento.

“Vista tal cual soy, y como siempre seré, siento que soy una fuerza tanto creadora como de muerte, que soy un valor real, y tengo un derecho, un lugar, una misión entre los hombres.”

Lánguidamente se acomodó en su asiento. La sensación de movimiento más que el movimiento mismo. Su cuerpo, quieto y relajado, se hundió profundamente en los acojinados huecos del asiento. Vista tal cual soy... Las palabras parecían surgir por sí solas del océano de signos y flotar en una bruma incolora ante su silenciosa mirada. ¿Existía algo más allá de la pantalla del lenguaje, que nos comunica...? Le resultaba imposible formular, aun para ella misma, el significado de aquel torrente que en ese momento le iluminaba los oscuros rincones de su ser.

Después, las palabras desaparecieron del estanque interno de sus ojos; se esfumaron como el ectoplasma que dicen se desprende del cuerpo de los poseídos.

“¿Quién soy?”, murmuró para sí misma. “¿Qué soy?” Y de pronto recordó que estaba dejando un mundo tras de sí. El libro se resbaló de sus manos. Se encontraba de nuevo en el cementerio, atrás de la casa en el rancho, abrazando los árboles; cabalgando desnuda sobre un semental blanco hacia el lago congelado; por todas partes había valles sofocados por el sol, la tierra fértil gimiendo bajo el peso de los frutos y las flores.

Fue después de la aparición de la mujer krupanowa cuando ella decidió llamarse a sí misma Vanya. Antes había sido Miriam, y ser Miriam significaba ser un alma considerada y autonulificada.

La mujer krupanowa era escultora. Que poseía otras habilidades –habilidades menos fáciles de ser catalogadas– era innegable. El impacto con una estrella de esta magnitud lanzó a Vanya fuera de su órbita superficial; mientras que antes había existido en un estado nebuloso, la cola de un cometa, por así decirlo, ahora se había transformado en un sol cuya cromósfera interior resplandecía con imperecedera energía. Una pasión voluptuosa invadía su trabajo. Con bistre y sangre seca, con verdín y amarillos cetrinos, perseguía los ritmos y las formas que consumían su visión. Naranjos desnudos, de estatura colosal, apresaban pechos que goteaban limo y sangre; odaliscas vendadas como momias y apóstoles que ni siquiera el mismo Cristo había visto exponer sus heridas, sus miembros gangrenados, su túmida concupiscencia. Estaban San Sossima y San Savatyi, Juan el Guerrero y Juan el Precursor. A sus madonnas las ceñía con pétalos de loto, con escorpinas doradas y elfos perversos, con una abundancia de frutos incipientes. Inspirada por Kali y por Tlaloo, inventó diosas de cuyos cráneos sonrientes brotaban reptiles de ojos topacio que miraban al cielo, sus labios hinchados de blasfemia.

Llevó una vida singular al lado de la mujer krupanowa. Drogadas con el ritual de la misa, se tambaleaban hasta el matadero, y de ahí a las vidas de los Papas. Recorrían con sus dedos la piel de los cretinos y de los elefantes, fotografiaban joyas y flores artificiales, y culís desnudos hasta la cintura; exploraban los patológicos monstruos del mundo de los insectos y los aún más patológicos monstruos de Roma. Por las noches soñaban con los ídolos enterrados en la morena de Campeche y con toros embistiendo desde la estacada para venir a morir bajo los sombreros de paja.

Su pulso se aceleró con la tumultuosa procesión de pensamientos que impulsaba a través de sus venas la brillante y tibia sangre, encrespada al máximo. Miró el libro que tenía sobre el regazo y de nuevo leyó estas palabras:

“Vista tal cual soy, y como siempre seré, siento que soy una fuerza tanto creadora como de muerte, que soy un valor real, y tengo un derecho, un lugar, una misión entre los hombres.”

Súbitamente, sin ningún obstáculo ni advertencia, un dinamo se desató en su interior. Cada partícula de su derretido ser se crispó violentamente con una estremecedora embriaguez... Abigarradas palabras la drogaban con venenosa concupiscencia... Supo que detrás de todas las cosas, sublimes o innobles, se escondía una turbulenta fuerza vital, un significado y una belleza de lo cual el arte, por glorioso que fuera, era tan sólo un pálido reflejo. “¡Quiero vivir!”, murmuró salvajemente. “¡Quiero vivir!”


2

Tony Bring, sentado solo en una habitación amueblada que dominaba el puerto. Era medianoche. Esto significaba que había estado leyendo el mismo capítulo durante dos horas o más. Todo era demasiado incomprensible, una orgía de aprendizaje envuelta en armiño. Sintió que se hundía cada vez más y más profundamente, sin llegar jamás al fondo.

Hacía apenas unos cuantos días que su amiga había puesto en sus manos esta morfología de la historia, como se llamaba. Y ahora, pensó, el cuerpo de su amiga se descomponía calladamente bajo un montecillo oculto con rosas.

Se sintió oprimido. No era tan sólo que el espíritu de su amiga yaciera embalsamado entre las páginas del libro, tampoco era el hecho de que se le escapara el significado del texto, era que ya no podía soportar la soledad que sentía al estar ahí sentado, esperando escuchar el sonido de sus pasos.

La infernal espera se había prolongado ya varias semanas, no todas las noches, es cierto, pero sí intermitentemente, y con una frecuencia que irritaba sus nervios. Allá abajo, donde el puerto se dilataba en una inmensa explosión tintada, había paz. La rizada superficie del agua se unía al manto nocturno arrojando una película de silencio líquido sobre la tierra. Mientras hacía a un lado la cortina para mirar en la oscuridad, un inexplicable terror se apoderó de él. Le pareció sentir, como si fuera la primera vez, que estaba completamente solo en el mundo. “Todos estamos solos”, musitó para sí mismo, pero incluso al decirlo no pudo evitar sentirse más solo que nadie en la tierra.

Por lo menos, se dijo (se había estado repitiendo lo mismo varias veces), no había nada definitivo de qué preocuparse. ¿No lo había, en verdad? Mientras más intentaba tranquilizarse, más se convencía de que alguna siniestra desgracia lo acechaba, cuya realidad e inminencia se manifestaban a través de estos tenues y oscuros presentimientos. Poco consuelo encontraba al pensar que la ordalía no duraría mucho. Se trataba más bien de saber si ésta no constituía el preludio a un aislamiento continuo y definitivo. Los periodos de ansiedad, que en un principio tenían una duración razonable de una o dos horas, ahora se prolongaban por lapsos de tiempo verdaderamente inconmensurables. ¿Mediante qué cálculo podría medirse la absoluta agonía acumulativa entre la espera de una hora o la de cinco? ¿Qué podía aclarar, en un problema como éste, el paso del tiempo medido según el lento transcurrir de las manecillas de un reloj?

¿Pero, había explicación...? Sí, para las explicaciones no había límite. El aire a veces se ponía triste con ellas. Sin embargo, no explicaban nada. El mismo hecho de que existieran las explicaciones requería una explicación.

Su mente deambuló un rato por las complejidades de esa vida que se vive en las grandes ciudades –las ciudades otoñales– donde reina un ordenado desorden, una justicia desquiciada, una fría desunión que permite que un individuo se siente tranquilamente frente a su chimenea mientras alguien arroja una piedra y al hacerlo asesina vilmente a otro. Una ciudad, se dijo a sí mismo, es como un universo, cada cuadra una constelación danzante, cada hogar una estrella encendida, o un planeta incendiado. La vida cálida, gregaria, el humo y las oraciones, la algarabía y la procesión, todo el maldito espectáculo tenía como pivote al miedo. Si un hombre era capaz de amar a su prójimo tal vez pudiera respetarse a sí mismo; si podía tener fe tal vez podría obtener paz –pero ¿cómo, cómo, en este universo de ladrillos, en un manicomio de egocéntricos, en una atmósfera de agitación, de lucha, de terror y violencia? Para el hombre de las ciudades otoñales sólo quedaba la visión de la gran puta, madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra. Ellos odiarán a la ramera, la abandonarán y la desnudarán y se comerán su carne, y la quemarán en el fuego. Esta era la revelación de los espiritualmente muertos... el último capítulo... el libro de los libros.

Tan absorto estaba en su fantasía que cuando repentinamente volteó y la vio de pie en el umbral, casi se cae.

Estaba desnuda bajo su camisa morada. Él la retuvo a la distancia de sus brazos y la miró larga, intensamente.

“¿Por qué me miras así?”, dijo jadeando, todavía sin aliento.

“Estaba pensado qué diferente...”

“¿Vas a empezar con eso otra vez?”

“No”, dijo tranquilamente. “No voy a insistir más, pero... bueno, mira Hildred, a veces te ves tan terrible, sencillamente terrible. Cuando quieres, te puedes ver peor que una puta.” (Le faltó valor para decirle directamente: “¿Dónde estabas?” o “¿Qué estuviste haciendo todo este tiempo?”)

Ella fue al baño y regresó casi inmediatamente con una pequeña botella de aceite de olivo y una toalla. Vertiendo unas cuantas gotas de aceite en sus manos, comenzó a frotar su cara. La suave y esponjosa pelusa de la toalla absorbió la mugre y la grasa que se habían acumulado en sus poros. Parecía el trapo con el que un pintor limpia sus pinceles.

“¿No estabas preocupado por mí?”, preguntó ella.

“Por supuesto que sí.”

“¡Por supuesto! ¡Qué manera de decirlo! Y no hago más que llegar y lo primero que me dices es que parezco una puta... peor que una puta.”

“Tú sabes que yo no te dije puta”, dijo él.

“Es lo mismo. Te gusta decirme cosas. No eres feliz a menos que me estés criticando.”

“Ay, no entremos en eso”, dijo él fastidiado. Tenía ganas de gritar: “¡Al diablo con todo! ¡Me amas, eso es todo lo que quiero saber! ¿Me amas?” Pero antes de que se lo pudiera soltar, ella ya lo había calmado con su profunda y vibrante voz. Su lenguaje era fluido... demasiado fluido. La pulsación de su oscuro y exuberante ritmo latiendo a través de él como la tibia sangre en sus venas femeninas despertaron en él sensaciones que confundía con el sentido de las palabras que ella pronunciaba. Agrupándose en secreto, profusos y oscuros, sus pensamientos penetraron en los de ella y quedaron suspendidos detrás de las palabras, un velo que el más ligero viento podía desgarrar.


3

Ahí estaba sentado, el pequeño y repugnante farsante, con sus rizos dorados y sus puntiagudas uñas chinas. Estaba casi en el escaparate, de espaldas a la calle. Su parecido con Juan el Bautista era sorprendente. Cuando se levantó, mostrándose plenamente, se transformó de súbito en un mastín, esa raza inteligente que aprende a caminar sobre sus patas traseras después de arrebatar algunos trozos de carne cruda. Exhibía una expresión habitualmente plácida. O acababa de comer bien, o estaba a punto de hacerlo. Una pasividad oriental. Un lago de cristal que al ondularse se rompería.

Los hombros anchos de Vanya y su portentosa estructura lo escondían casi por completo. Resultaba cómica su solicitud. Tomando su mano, la mojaba con sus labios como un cachorro lamiendo la mano de su dueña.

Un olor a comida rancia lo penetraba todo.

“¡Come, Vanya, come!”, le imploraba él obsequiosamente. “Come todo lo que quieras. ¡Come hasta reventar!” A Hildred la ignoraba cortésmente, o si se veía obligado a dirigirse a ella, elaboraba sus comentarios con tan florida hipocresía que ella hubiera querido estrangularlo. Tenía una manera especial de levantar el labio superior y sonreír a través de sus dientes amarillos –mueca de una blandura odiosa. “Te ves muy seductora esta noche”, decía, “muy seductora”, dándole la espalda antes de terminar el cumplido.

La presencia de un poeta que insistía en guardar espagueti en los bolsillos de su chaleco estaba provocando una ligera conmoción. En el último grado de embriaguez se esforzaba por divertir a un par de mujeres que se le colgaban como buitres. Estaban desnudas bajo sus abrigos de piel, que él abría ocasionalmente. En las esquinas de sus ojos inyectados en sangre había una sustancia blancuzca; los párpados, despojados ya de sus pestañas, parecían gomas ulceradas. Al sonreír se asomaban entre sus gruesos y amorfos labios unos cuantos muñones chamuscados y la punta de una lengua húmeda. Se reía sin cesar, con una risa que era como el gorgotear de una alcantarilla.

Las perras a cuyos oídos susurraba tartamudeando sus delicadas palabras lo miraban con infatuada incomprensión. En relación al sexo opuesto, a él sólo le preocupaba una cosa –que sus mujeres tuvieran los órganos necesarios para su gratificación. Fuera de eso, poco le importaba si eran morenas o blancas, bizcas o sordas, enfermas o imbéciles. En cuanto a ese pequeño farsante, Willie Hyslop y su pandilla, uno no podría decir nada a menos que le viera de la cintura para abajo, y aún así el problema era complicado.

“¡Criatura vil y repugnante!”, estalló Hildred al salir de la cafetería. “No entiendo cómo puedes soportarlo.”

“Oh, realmente no es tan malo”, dijo Vanya. “No veo por qué lo desprecias más que a los otros.”

“No puedo evitarlo”, dijo Hildred. “Me molesta que lo dejes utilizarte.”

“Pero si ya te lo dije, estoy arruinada... completamente arruinada. Si no fuera por él, por el pobre tonto que es, no sé dónde estaría yo ahora.”

Hablaban en la calle, a la puerta de Vanya.

¿Por qué se queda aquí parada? pensó Hildred. ¿Por qué no me invita a pasar?

Como si sus pensamientos se dividieran, Vanya cambió de postura, intranquila, sintiéndose extrañamente turbada, haciendo vacilantes intentos por prolongar la conversación. Había algo en su mente que durante toda la noche había estado tratando de expresar. Más de una vez había intentado abordar el tema indirectamente pero, o Hildred era muy torpe, o no estaba dispuesta a colaborar en lo más mínimo.

“¿Entonces, te gustaría ir a París conmigo?”, dijo Vanya impulsivamente.

“Me encantaría más que nada en el mundo. Pero...”

“Escucha, ¿no te parece extraño que te haya hablado como lo hice esta noche?”

“Siento como si te conociera de toda la vida.” Y entonces, de repente, añadió serenamente: “¿Aquí es donde vives?”

“Por el momento”, respondió Vanya, afirmando con la cabeza.

Se quedaron en silencio durante un momento.

“Vanya”, dijo Hildred, de nuevo impulsivamente, con voz suave, vehemente, “Vanya, quiero que me dejes ayudarte. ¡Debes hacerlo! No puedes seguir así.”

Vanya tomó la mano de Hildred. Se miraron a los ojos. Permanecieron así durante todo un minuto, sin que ninguna de las dos se atreviera a romper los límites de la palabra.

Finalmente, Vanya dijo serena: “Sí, te dejaré ayudarme... con gusto... ¿pero cómo?”

Hildred titubeó. “Eso”, respondió, “no lo sé ni yo misma.” Las palabras cayeron lentas, como copos de nieve de sus labios. “Sólo considérame tu amiga”, añadió con sinceridad.

Ya fuera por el efecto de estas últimas palabras, o por la determinación de llevar a cabo alguna idea preconcebida, de cualquier manera, Vanya se volteó intempestivamente, decidida a condescender.

Desdeñando a su un tanto asustada compañera, su amiga, le suplicó que esperara. “Solo un momento”, imploró. “Tengo algo que quiero darte.”



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