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3 de octubre del 2001 |
Cíclope, el gigante despierto
Paula Benedict de Bellot (*)
Hace mucho, pero mucho tiempo, había un gigante que vivía en una enorme cueva llena de tesoros y abundancias. La cueva estaba en una isla que había sabido proteger muy bien para que nadie pudiera entrar sin que lo supiera. Con la ayuda de los dioses del trueno que le proveyeron con barcas de fuego y con aves de hierro, se convirtió en soberano temible de los reinos vecinos y también lejanos, ya que tales artefactos sobrecogían de terror a los pequeños extranjeros. Con tanto poder incuestionado se atribuyó el derecho de legislar e imponer las reglas para los enanos, pigmeos, hombres y otros seres; aunque para él fueran incomprensibles sus necesidades. Lo que para su majestad estaba bien, debía estar bien para todos los demás.
Cuando algunas escaramuzas de oposición o solicitud de derechos llegaban a sus oídos, inmediatamente se lanzaba a pisotear a los afligidos enanos, pigmeos y hombres. Los que se salvaban de sus enormes pies iban a parar a un gran caldero, donde a medio cocer eran deglutidos por el gigante, pues para colmo de males gustaba de la carne humana (los cíclopes son antropófagos); otras veces, cando estaba abotargado de tanto comer, los encerraba y dejaba que se murieran de hambre. Impedido de tener la visión tridimensional, no podía ver la indefensión, el sufrimiento y la pobreza de sus súbditos. Tampoco le estaba dado comprender el porqué de tantos chillidos y reclamos. Mantener a todos callados, sumisos y pagando tributos injustos era una tarea agotadora para el cíclope; le impedía disfrutar plenamente de sus comodidades y de sus tesoros. Entonces decidió nombrar algunos reyezuelos locales entre los pequeñuelos para que le ayudaran en el trabajo. Con promesas les hizo creer que podrían gozar de la vida eterna como favor de los dioses. No faltaron los candidatos para tales menesteres, pues junto con la promesa, el astuto gigante les arrojaba algunas monedas de cobre para asegurar su lealtad hacia él y la traición hacia los otros pequeños; las dos cosas al mismo tiempo. Tal es así que algunos de ellos cegaron uno de sus ojos para interpretar mejor a su amo. La estratagema fue tan exitosa, que permitió al gigante tener el placer de realizar larguísimas siestas dentro de su cueva. Pero siempre vigilante a pesar de su único ojo, sus reyezuelos lo mantenían al tanto de casi todo lo que ocurría. Con el transcurrir del tiempo, los enanos, pigmeos y hombres se reprodujeron en grandes cantidades, de manera que el bullicio que hacían era cada vez más difícil de silenciar. Pues se sumaba al descontento la confusión y la frustración surgidas de la pobreza, en muchas ocasiones se armaron grandes grescas entre ellos mismos. Se las dejó progresar e incluso se las fomentó, porque servían para que estuvieran distraídos: así no perturbaran demasiado el confort del gigante. En ocasiones los pequeños hacían amagues de independencia y rebeldía. El gigante seguía sin comprenderlos, consideraba que había sido un buen soberano permitiéndoles vivir en lugar de pisarlos o comerlos. Su único ojo moldeaba su conciencia, la cual estaba muy tranquila y convencida. Pero el movimiento y bullicio fueron creciendo de tal modo que despertó alarma. Entonces el cíclope decidió buscar alianzas con algunos cíclopes menores que vivían cruzando el Mar de las Tempestades; debía sumar fuerzas para controlar a los a los diminutos revoltosos. El paso siguiente fue invocar a los dioses de la guerra que ante tan grandioso contubernio, decidieron premiarlos con refulgentes armaduras azules. Con todo ello el gigante pudo gozar de su muy personal paz y libertad. Al paso del tiempo los menudos hombres domesticados que vivían en la gran isla ya tenían por costumbre cegar uno de los ojos de cada recién nacido; de ese modo se creían parte del gigante. Hasta tal punto fue el deseo de emular a su amo que muchos de los pequeñuelos empezaron a nacer con un solo ojo. Encantado el soberano, veía corretear a los "ciclopitos" por toda su isla, les permitía ingresar en su cueva y cobijarse a su lado o dormir sobre sus espaldas; en ocasiones, hasta los cargaba en sus bolsillos. El enorme narciso pensaba que no existía nada tan bueno como su reino y su forma de gobernar. Una tarde, cuando andaba regodeándose frente al espejo mágico, le preguntó como siempre: «¿Quién es el más fuerte, el más inteligente y el más justo del universo?». El espejo abrió una enorme boca de donde brotó fuego y humo y el amo comenzó a quemarse, sin salir de su asombro; ¿cómo era posible que de su propia imagen brotara semejante agresión? ¿cómo era posible que su espejo espejito quisiera quemarlo vivo? Habían pasado tantos años que olvidó que su espejo reflejaba en ocasiones su verdadera imagen. Era parte del juego de los dioses. Se revolcó sobre la arena y recién cuando su ropaje termino de arder, pudo reaccionar; de dos trancadas llego al mar y se sumergió para apagar el fuego que ganaba su cabellera. Al emerger se dio cuenta que en el apuro por salvarse a sí mismo había aplastado y quemado una enorme cantidad de hombres, enanos y pigmeos de un solo ojo, incluyendo los que estaban en sus bolsillos. Una "ira infinita" guiada por el ojo solitario, se despertó en su mente, y dijo: «Yo no soy de fuego y humo, soy un soberano condescendiente y justo, estoy seguro que los rebeldes cambiaron el espejo cuando dormía. Nunca debí confiarme tanto. ¡Ahora los reyezuelos deberán rendirme cuentas, por ellos y por todos los insignificantes que viven en mis feudos. De lo contrario serán destruidos o me los comeré vivos, sin darles ni un hervor!» Mandó emisarios con mensajes donde los conminaba a confirmar su sumisión y vasallaje, y los reyezuelos respondieron favorablemente de inmediato. Pero no conforme con ello, decidió emprender una cruzada de "terror infinito" para mostrar el poder de sus huestes. El cíclope mayor y los demás se calzaron las armaduras, regaron el cielo, el mar y la tierra con artefactos infernales. Las barcas de fuego, las aves de hierro y las serpientes mecánicas se desplazaban por doquier. El cíclope caprichoso quería destruir unos cuantos reinos para afianzar su poder y dar una lección a los atrevidos. Pero el drama empezó a resultar tedioso a los dioses. ¿Estarían pensando en darle un giro a la historia? ¿Creen ustedes que lograrían cambiar el argumento? (Cuento inspirado en el cuadro de Goya "Saturno devorando a su Hijo", el artículo "El ojo del cíclope" de Eduardo Galeano, El gigante egoísta, en la bruja de Hansel y Gretel, en la madrastra bruja y su espejo del cuento de Blancanieves, en Ulises y Polifemo el cíclope y en "otros" cuentos más que son parte del saber popular). (*) Paula Benedict de Bellot es escritora y psicoanalista. |
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