Portada | ![]() |
Directorio | ![]() |
Debates | ![]() |
Buscador | ![]() |
Redacción | ![]() |
Correo |
![]() |
![]() |
23 de noviembre del 2001 |
Mi viaje desde el miedo, a la lluvia de estrellas
Gioconda Belli
Cuando tomé el avión de Continental en Managua la semana pasada, en mi vuelo hacia Los Ángeles, pedí un asiento en la fila de la salida de emergencia. Por alguna tonta razón, me da seguridad viajar en esos asientos; no sólo porque voy menos constreñida en términos de espacio, sino porque siempre pienso que puedo salir más rápido en caso necesario. No es que sirva de mucho, verdad, todos sabemos que salir del avión no suele ser el mayor problema en los accidentes aéreos. Bueno, la cosa es que pasillo de por medio, en la misma fila, junto a la ventana, se sentó al poco rato un ciudadano que lucía extremadamente nervioso y que iba vestido en mangas de camisa, sin equipaje de mano.
El hombre trataba de disimular sus nervios mirando por la ventana mientras se tronaba los nudillos de la manos. No sé si sería árabe, pero ciertamente lo parecía. Más que su fisonomía, sin embargo -aunque no me declaro inocente de prejuicios en este caso- lo que me alertó fue el hecho de que fuera hacia Houston vestido para el calor, que no llevara nada en las manos y sus nervios. Ni el cinturón se había puesto hasta que la aeromoza se lo indicó al pasar por el pasillo poco antes del despegue. Mi imaginación, que con nada se desboca, lo vio abriendo la salida de emergencia en pleno vuelo. Él y yo y cuantos estábamos cerca saliendo disparados por la ventana por el efecto de embudo del vacío. ¿Sería capaz mi alma de admirar la belleza de la tierra mientras caía en picada?, me pregunté. ¿Haría caso mi mente si me forzaba yo a no pensar en el impacto final y más bien me concentraba en gozar esos últimos minutos flotando entre las nubes? «Es imposible abrir la ventana de emergencia en pleno vuelo» -me dijo la azafata. Me tranquilicé hasta que, no bien el avión despegó, cuando aún llevábamos la espalda pegada al respaldar por la inclinación de subida, el susodicho ciudadano se levantó y preguntó dónde estaba el baño a otro hombre sentado en el asiento de pasillo de la misma fila. Dios mío mi lindo, me dije, no va a abrir la ventana en pleno vuelo, sino que ahorita mismo se va a ir a sacar el C-4, el explosivo plástico, de quién sabe dónde y nos va a volar en pedazos. «No se puede explotar el C-4 a menos que se tenga una batería o algo así» -me dijo el hombre al otro lado del pasillo, cuando le comuniqué mis preocupaciones- de todas maneras, voy a ir a ver qué está haciendo». Volvió al poco rato, sonriendo burlón: «El pobre está dormido», me dijo. Yo misma lo vi más tarde, acostado a lo largo de tres asientos en la parte de atrás de la aeronave. Al final resultó que el pasajero que me explicó lo del C-4 era, nada más y nada menos, que un policía de migración. Me enseñó su brillante insignia para apaciguarme, cuando estábamos a punto de arribar a Houston. Recordé un artículo que leí recién pasado el 11 de septiembre, sobre los pasajeros de los vuelos haciendo labor de detectives, chequeándose mutuamente. La cara amable del efecto del terrorismo sobre las relaciones humanas es que nos sentimos más dependientes y cercanos los unos de los otros, que reconocemos la necesidad de la solidaridad. El anverso de la moneda, sin embargo, es la desconfianza, el asignarle a determinadas etnias el papel de villanos, aún cuando querramos racionalmente evitarlo, o sepamos que es injusto. Al día siguiente de llegar de Managua, dormí en un campamento a siete mil pies de altura en las montañas San Jacinto, a dos horas de Los Angeles. Hacía un frío tremendo, pero el cielo estaba límpido y ninguna luz de ciudad estorbaba la visión del firmamento lleno de astros temblorosos y radiantes. Desde la una hasta las tres de la madrugada del domingo, fui testigo, sentada en el palco de un claro en un bosque de pinos, de una lluvia de estrellas. Como brochazos que un pintor hiciera con un pincel fosforescente en la bóveda celeste, una tras otra -a razón de no menos de diez por minuto- las partículas minúsculas de la cauda del cometa Temple-Tuttle, entraban en nuestra atmósfera surcando la noche en una exhalación brillante de estrellas fugaces cayendo por todas partes; algunas eran tan brillantes que el rastro quedaba pintado en el cielo por varios minutos. Viendo aquella maravilla, no pude dejar de pensar en la ironía de nuestra existencia. Después de todo, ese espectáculo no era más que el paso de la Tierra por una zona llena de «basura» cósmica. Pequeñas piedritas de pronto transformadas en pura belleza. Pensé en el 11 de septiembre, Afganistán, la Intifada, las recientes elecciones en Nicaragua, mi miedo en el avión. Quizás los seres humanos también, me dije, podremos transformar nuestras basuras en armonía; hacer algún día una lluvia de estrellas con los restos de los dolores, las injusticias, tantas piedras como las que venimos cargando a lo largo de nuestra historia. Ojalá nos lleguemos a parecer al universo de donde provenimos. Santa Mónica, 19 de noviembre del 2001. |
|
Ciencia y tecnología | Directorio | Redacción |