La insignia
9 de marzo del 2001


Una visita a la casa de Nietzsche

El paisaje de la locura


Edmundo Gómez Mango
Brecha. Uruguay, marzo del 2001.


Friedrich Nietzsche sólo tenía 24 años cuando fue nombrado profesor de lengua y literatura griegas en la Universidad de Basilea (1868). Allí residió durante diez años. Fue el período más estable de su atormentada vida; había renunciado a la nacionalidad prusiana para naturalizarse suizo (hecho ocultado por quienes pretendieron presentarlo como un profeta del nacionalsocialismo, y que ya indica claramente la concepción nietzscheana sobre los nacionalismos en general). Fue un período de extraordinaria riqueza intelectual: publica su revolucionaria El nacimiento de la tragedia griega, o helenismo y pesimismo y las fulgurantes Consideraciones inactuales, donde expone sus opiniones renovadoras sobre el pasado, la historia y la vida de la cultura. Da un sinnúmero de conferencias y de cursos sobre Homero, los presocráticos, Sócrates, Platón, Sófocles. Reinventa así a los griegos y su cultura, y al mismo tiempo elabora su propia visión, trágica y dionisíaca, de la existencia.

En mayo de 1878 Nietzsche debe renunciar a su cargo docente por razones de salud. A los 34 años es ya un hombre debilitado por la enfermedad -profundas alteraciones de la visión, intensos dolores de cabeza, graves problemas digestivos.

Comienza entonces su vida errante: durante cinco o seis años pasa los veranos en Sils-María, pequeño pueblo situado en la alta Engadina, en los Alpes suizos; los inviernos en Niza, en Torino, viaja también a Roma, a Rapallo, a Génova. Escribe, piensa sin cesar, hasta que naufraga en la locura.

Es extraño, nos recordaba con frecuencia Domingo Bordoli, citando a un autor que he olvidado: el siglo xix comienza con la obra de un loco, Jean-Jacques Rousseau, y termina con la de otro loco, Friedrich Nietzsche. La verdadera casa de Nietzsche era el paisaje de la alta Engadina. Se trata sin duda, sobre todo para los que no crecimos entre valles y montañas, de un lugar excepcional: una meseta, en la que se extienden inmensos lagos rodeados de bosques, circunvalada por altas montañas. Frente a él un paisaje deja de ser una mera noción y se vuelve algo vivo que está allí en nuestra percepción misma. No sólo se trata de su realidad pintoresca sino de una vivencia más íntima, en la que la atmósfera del lugar se confunde con la emoción que él mismo suscita, una suerte de ósmosis entre las sensaciones y los sentimientos de extrañeza y exaltación que invaden al observador. La visión del paisaje, su sentimiento, concierne no sólo a la percepción del espacio, sino también a una renovada e insólita sensación del tiempo: ante la vastedad de la naturaleza, apenas interrumpida por tímidos vestigios de la presencia humana, nos parece vivir en un ritmo arcaico, a la vez íntimo y completamente exterior, como un tiempo primitivo, casi un "sin tiempo", un presente de los comienzos en el que se diluye, por unos instantes, nuestra existencia efímera.


UN AIRE DE LAS ALTURAS

Hermann Hesse describe así su vivencia de este impresionante lugar: "He visto innumerables paisajes, y muchos me han gustado; pero muy pocos me han aparecido como reservados para mí por el destino, pocos me han hablado con una voz profunda y duradera, y han luego florecido en mí lentamente hasta volverse como pequeñas patrias; y entre esos paisajes, el más bello, el que ejerció sobre mí la impresión más intensa, fue el alto valle de la Engadina". Y un poco después, el escritor presiente que "...las montañas y los lagos, ese universo de árboles y flores, tenían algo que decirme que yo no había sido capaz de asimilar y absorber en la primera mirada, algo que me haría volver a él, que este alto valle a la vez tan austero y variado, tan severo y armonioso estaba hecho para mí, tenía algo precioso para darme o algo que exigir de mí".

Allí se yergue todavía la casona que fuera la morada de Friedrich Nietzsche, en el flanco de una ladera rocosa, al lado del albergue Alpenrose aún abierto al público, donde el filósofo solía comer. En un pequeño jardín, al lado de la puerta de entrada, vigila la estatua de un águila, algo torpe y grotesca, que no invita a posar para sacarse fotos cerca de ella. Nietzsche alquilaba una pieza de la gran casa. Así la describe su amigo Pablo Deussen, que lo visitó en otoño de 1887: "era una habitación muy sencilla, que había alquilado por toda la estación, al precio de un franco diario; no podría imaginarse un ambiente más espartano... contra una pared estaban sus libros, luego una mesa rústica con una taza de café, y en un gran desorden, manuscritos, objetos de aseo, el lecho deshecho...".

Lo que se muestra de la vida de Nietzsche en el interior de la casa, convertida en un modesto museo, está constituido por fotos, documentos, testimonios de sus contemporáneos y de los visitantes ilustres que han pasado por este lugar. Algunas fotos de la familia y de las de residencias de los años juveniles, de la casa donde nació Nietzsche, en Röcken, cerca de Lützen (ex Alemania del este); algunos manuscritos de la juventud, uno de sus primeros poemas, "Al Dios desconocido" (1864), una carta en verso dirigida a su madre como comentario de una foto en la que aparece con otros adolescentes cuando cursaba sus estudios secundarios en Pforta, otras que testimonian su vida universitaria en Leipzig (conmovedora la que aparece junto a Erwin Rohde, el autor de la inolvidable "Psyche", y a Friedrich W Ritschl, su maestro en filología). También se ven fotos de la época de Basilea, con sus amigos Rhode, Burckhardt (el gran historiador del Renacimiento), Overbeck, uno de sus más fieles amigos. Bajo las fotos se encuentran cartas manuscritas, por ejemplo ésta dirigida a Rhode, en la que, después de evocar su soledad, sus dudas sobre su interés en la filología, el malestar que provocó entre sus colegas su reciente conferencia sobre Sócrates y la tragedia griega, termina diciéndole: "La ciencia, el arte, la filosofía se funden ahora dentro de mí, de tal manera que uno de estos días pariré un centauro".

En otras vitrinas se descubren primeras ediciones, opúsculos de sus cursos (entre otros: "Homero y la filología clásica"), numerosas cartas escritas y enviadas desde Sils-María, documentos que retratan la extraña evolución de su relación con el gran músico Richard Wagner.

En un escaparate se recrea el encuentro con Lou-Andrea Salomé, la mujer que más importancia tuvo en su vida. Allí se expone la famosa foto (Lucerna, 1882), que resguarda quizá uno de los momentos más felices del poeta filósofo, en la que aparece Lou subida a un carro escoltado por él y Pablo Rée (el proyecto de una vida de a tres fracasó muy pronto). "Me agradaría recordar si lo besé o no, en aquel camino, sabe usted, encima del lago de Como", confiesa Lou en su vejez a un amigo. Se expone también el manuscrito del poema de Lou, "Oración de vida", que Nietzsche pusiera en música bajo el título "Himno a la vida". Termina así: "Si ya no tienes más felicidad para darme/¡y bien! ¡aún tienes tu dolor!".

Muchos de los documentos expuestos conciernen a la relación personal del filósofo con el pequeño villorio y sus habitantes. Nietzsche encontró allí simpatía y calor humano: "¡Qué extraño! La Engadina está llena de gente que me conoce; si tuviera tiempo para hacerme el vanidoso podría crearme una pequeña corte. No pasa un día en que no se presente la ocasión de recibir alguna particular atención, alguien que se ofrece a leerme o a interpretarme algo (...) me tratan como si fuera un príncipe". Pero el "eremita de Sils-María" comienza a honrar su nombre y se torna cada vez más inubicable.

El agradecimiento de Nietzsche hacia la gente y el paisaje de la región le hacen escribir esta especie de profecía, que la historia confirmará: "Abandoné Sils-María sólo el 20 de setiembre, porque el aluvión me bloqueó, y el único hospedaje posible era este lugar estupendo, al que mi gratitud quiere hacer el don de una fama inmortal" (Ecce homo, 1888). El propio Nietzsche alude a la influencia del alto valle en su obra: "El que aprende a respirar el aire de mis escritos sabe que es un aire de las alturas, un aire mordiente. Hay que estar hecho para poder vivir en él, si no se corre el riesgo de quedarse congelado. El hielo está cerca, la soledad es aterradora pero ¡cómo las cosas bañan apaciblemente en la luz! ¡Cómo se respira libremente! ¡Cuántas cosas sentimos por debajo de nosotros! La filosofía, tal como siempre la he entendido y sentido, consiste en vivir voluntariamente en los glaciares y sobre las cimas, en buscar todo aquello que en la existencia nos extraña y desorienta, nos cuestiona, todo aquello que hasta ahora ha sido puesto al margen por la moral" (Ecce Homo, pág 240).

Este lugar está habitado por el nacimiento de un poderoso pensamiento, la idea que, según Nietzsche, anima toda su obra, la del eterno retorno. No pretendo, claro está, resumirla (es probablemente uno de los problemas más complejos de su filosofía), pero sí quizás pueda ser caracterizada así: se trata, más que de un concepto, de una íntima experiencia del pensamiento, radical y fundadora; es el "nuevo centro de gravedad" de "la inversión o la transmutación de todos los valores" de su revolucionaria filosofía de la cultura, la que pretende derrocar para siempre el idealismo y sus falsos ídolos, el dios y los dioses muertos; se trata del gran pensamiento "disciplinante", del "gran pensamiento educativo", formador, el pensamiento victorioso que ha destronado al idealismo y a la religión, el que permite al hombre nuevo (el que sabe decir sí a la vida) renunciar definitivamente al más allá, a la redención y a la condena eternas. Nota el propio Nietzsche: "La concepción fundamental de la obra, la idea del eterno retorno, la forma más alta de consentimiento que pueda ser alcanzada, remonta al mes de agosto de 1881: fue garabateada sobre una hoja con la mención: '6.000 pies por encima del hombre y del tiempo'. Ese día, yo andaba a través de los bosques, a lo largo del lago Silvaplana; me detuve cerca de un inmenso bloque de roca erigido como una pirámide, no lejos de Surlej. Fue entonces que vino ese pensamiento..." (Ecce Homo, pág 306).

Un poco después, en el mismo texto, Nietzsche explicita el concepto de "inspiración"; percibimos, como una evidencia, que el pensar de Nietzsche no es un académico juego de conceptos, sino un pensar poético, un pensar que es también experiencia vivida: "¿Existe alguien, en este fin de siglo, que posea una idea neta de aquello que los poetas de las épocas fuertes llamaban inspiración? Si no es el caso, me propongo describirla. Aunque sólo se conserve una pizca de superstición, un gran esfuerzo sería necesario para rechazar la convicción de no ser más que una encarnación, un portavoz, el médium de fuerzas superiores. Si entendemos por la noción de revelación algo que de pronto, con una seguridad y una fineza indecibles, se vuelve visible, audible, algo que nos estremece en lo más íntimo de nosotros mismos, y nos trastorna, admitimos entonces que esa noción describe simplemente un estado de hecho. Se escucha, no se busca; se toma sin preguntar quién da; un pensamiento te ilumina como un relámpago, con una fuerza apremiante, sin vacilación en la forma -nunca he debido elegir... una felicidad profunda que el colmo del dolor y de la oscuridad no contradicen... un instinto de las relaciones rítmicas, que recupera inmensas extensiones de formas-, la duración, la necesidad de un ritmo amplio, he allí casi el criterio del poder de la inspiración, que compensa, de algún modo, la tensión y la presión."



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