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9 de junio del 2001 |
Correspondencia de un cronopio La vuelta al mundo en 80 (mil) cartas
Ana Inés Larre Borges
"Mi vida entera podría ser trazada leyendo las cartas que llevo escritas", escribió Julio Cortázar a su amiga Marcela Duprat el 30 de junio de 1941. Tenía entonces 27 años. A su muerte, en 1984, sus cartas eran tantas que alcanzaron a alimentar los tres voluminosos tomos que acaba de editar Alfaguara. Son casi dos mil páginas escritas en 45 años de vida adulta (entre 1937 y 1983) y posiblemente bastantes menos de las que en realidad escribió, a pesar del paciente rastreo que durante una década emprendió su primera esposa, la traductora Aurora Bernárdez, responsable de la recopilación.
Frente a este raro corpus, la sentencia juvenil se ratifica. La vida de Cortázar respira en sus cartas. La primera posibilidad de lectura, la más evidente, será acercarse a ellas como a una suerte de diario privado, no íntimo por la naturaleza dialogante que impone la correspondencia (y porque Cortázar es pudoroso como buen rioplatense). Tampoco asimilable a la autobiografía o las memorias. Felizmente. La inmediatez de las cartas, la actitud de sostenida sinceridad con que escribió cada una de ellas, impide la frecuente tentación a justificarse que se oculta en las autobiografías o la aspiración de posteridad que las malogra, cuando no las venganzas retrospectivas. Biografía involuntaria entonces, similar a la que, de otro modo, da la obra de un escritor. Revés de la trama, la correspondencia se ubica entre la obra y la vida, sin dejar de ser un "género" en sí misma. El monólogo dialogante que supone escribir una carta, hace que una rasgos de introspección y de interpelación: viaje interior y aventura hacia el mundo, ensimismamiento y descubrimiento del otro. "Odio las cartas literarias, cuidadosamente preparadas, copiadas y vueltas a copiar; yo me siento a la máquina y dejo correr el vasto río de los pensamientos y los afectos" escribió tempranamente, en 1942. Tenía ya, sin embargo, un vago orgullo de su capacidad para escribir cartas seductoras y así lo dice con cierta inocencia en la segunda carta recopilada: "Me creo poseedor de alguna facilidad para redactar cosas que la bondad de los amigos suele denominar cartas, y allí se termina todo". Pero nunca dejó de escribir "al volar de la máquina", una frase que repite con insistencia, y que en una ocasión también defiende: "(escribir)sin pensar nada de lo que digo, que es como se escriben las buenas cartas" (a Fredi Guthmann, en 1951). Es esa frescura la que permite que en la desmesura que supone enfrentarse a miles de páginas de correspondencia, prime el placer. Por eso estas Cartas de Julio Cortázar se salvarán de funcionar tan sólo como carne de exégesis en manos de sus críticos (aunque su consulta les sea desde ya imprescindible) para llegar a sus lectores, como una guiñada póstuma del cronopio, como una extensión inesperada de los goces de su literatura. O te vas o te mueres. Bolívar, Chivilcoy, Mendoza, los remitentes de las primeras cartas, trazan el itinerario provinciano del primer Cortázar, cuando se ganaba la vida como profesor de secundaria en varias materias a la vez, padeciendo la chatura del medio, temeroso -como expresa más de una vez- de convertirse en un "pueblero". Aunque asciende en su carrera docente, llega a dar clases en la Universidad (de Mendoza), y descubre las escasas personas que vale la pena conocer en esos pueblos, vive esa etapa como un "desterrado de Buenos Aires". Eso manifiesta en las cartas a esas pocas pero fieles afinidades electivas con las que mantiene una correspondencia. "La vida aquí, me hace pensar en un hombre a quien le pasean una aplanadora por el cuerpo. Sólo hay una escapatoria, y consiste en cerrar la puerta de la pieza en que se vive, porque de ese modo uno se sugestiona y llega a suponerse en otra parte del mundo, y buscar un libro, un cuaderno, una estilográfica." Cortázar lee entonces con avidez. Alguna vez recordó en su madurez que a ese trasiego por provincias debía en realidad la formación de su cultura. La erudición sospechada en Cortázar se descubre aquí tangiblemente. Estudia alemán para leer a Rilke, y aunque lee de todo, es la poesía el género al que más pasión dedica como lector, pero también como ejecutante. La erudición desorbitada y cosmopolita que ha sido un signo de la cultura rioplatense y específicamente porteña se palpa en cartas que hablan del descubrimiento de un autor como de la más íntima y poderosa de las experiencias. La escritura de varias cartas en otras lenguas -en inglés a Mercedes Arias, una profesora de ese idioma* o en francés a otros amigos- expresa su convicción de extranjería. Cortázar busca pronto huir de esa chatura que en alguna ocasión llama con elegante agudeza "clima horizontal". Sueña con dejar Argentina. Curiosamente su primera opción es México. "Me despierto todos los días con el ansia de la fuga -escribe- (...) es algo grave, un despertarse en plena noche y decirse: 'O te vas o te mueres'." Está dispuesto a irse aunque sea de polizón. Pero hay otras razones por las que el viaje no puede ser. En una carta más confesional de lo que habitualmente se permite dice: "Yo he comprendido amigo, que no soy Julio Denis (seudónimo que usó en sus primeros libros); yo soy solamente una cifra mensual, que debe llegar a manos de una familia que depende íntegramente de mí. Si me voy, la cifra puede desaparecer; y mi cariño hacia esos seres que siempre confiaron en mi burocrático camino hacia las 20 horas, es la más sólida raíz que pueda atarme" (T 1, pág. 72). La familia a la que refiere son su madre y su hermana. Se sabe que el padre de Cortázar los abandonó, pero ese es uno de los secretos de su vida, y estas cartas tampoco lo develan. Más adelante se verá al autor tomando previsiones de pago para su madre, escribiéndole, visitándose, aunque a veces pasaban cuatro años sin que se reunieran. La idea de emigrar a Europa fue forjándose lenta y obsesivamente por años. Cortázar traza un plan de vida que poco a poco lo lleva a ese destino. Estudia, ya en su treintena, el traductorado que lo liberará de la docencia. Hace un primer viaje a Europa del que no queda aquí registro, ya que no hay cartas de 1950. Pero sí han quedado sus efectos: "Tengo la nostalgia europea -escribe a su retorno- incesantemente; si pudiera irme por siempre allá lo haría sin vacilar (...) me elijo europeo, y me siento un cobarde por no cumplir mi elección". Una beca de diez meses viene como solución a esos anhelos. En la última de las cartas datada en Argentina en octubre de 1951, relata la minuciosa despedida, la venta de su biblioteca y de sus discos, descontando los que regala a sus amigos. Símbolos de su supervivencia en una etapa en la que, como declaró con culpa alguna vez, deseaba marcharse porque el ruido de los bombos peronistas no le dejaba escuchar los conciertos de Béla Bartók. "Me llevo a París un solo disco metido entre la ropa -le escribe a Fredi-; es un viejísimo blues de mi tiempo de estudiante, que se llama Stack O'Lee Blues y que me guarda toda la juventud." En París. Los primeros años de vida en París tendrán todavía algo de la pobreza y la inestabilidad laboral de los años de provincia en Argentina, pero el deslumbramiento por la ciudad compensa las incomodidades. En Cortázar se materializa -culmina y se acaba- esa gran metáfora latinoamericana del "viaje a París" que en esta orilla del Plata fue la obsesión de Roberto de las Carreras, el sueño imposible de Delmira Agustini, el fracaso de un Quiroga que hace un periplo opuesto al suyo: llegar a París, solo para volver desengañado a buscar su verdad en Misiones. Esa insistencia en París como meca, fue objeto de un combativo ensayo de David Viñas** que, previsiblemente, es aludido en estas cartas cuando a Cortázar le llega el turno de defenderse de las acusaciones de traición que en los años sesenta y setenta le endilgan por su radicación europea. Pero eso vendrá más adelante. La primera estadía parisina no implica todavía el "descubrimiento latinoamericano" -y no ya meramente argentino- que llegará con la toma de conciencia política del otrora esteta. Hay en cambio un goce de la cultura ejercido con la misma desenfrenada pasión con que leía en sus piezas de pensión en Argentina. Aparece en las cartas Aurora Bernández, su primera esposa, que lo acompaña en la aventura cultural europea. Sus pequeños viajes a Italia o sus recorridas por París semejan una incansable maratón de exposiciones, museos, cine, y cementerios (Cortázar tuvo la mística de visitar siempre la tumba de sus poetas favoritos) sin olvidar, aunque con intensidad igualmente militante, el distendido "flanear" por callejas y rincones. Aparece también -tempranamente- Mario Vargas Llosa, entonces un joven escritor peruano desconocido con quien intercambia inéditos y opiniones. Para decepción de muchos, la aparición de Aurora no lo será de cartas de amor. Sin olvidar que es ella la responsable de la recopilación de esta correspondencia, puede parecer extraño que un espíritu romántico como el de Cortázar no haya dejado documentos de sus pasiones. Las cartas recopiladas son púdicas: en el período que abarcan, Cortázar tiene tres mujeres, pero ninguna carta da cuenta de ello, salvo quizás las del duelo por la muerte de Carol Dunlop, su último amor. Aurora -de cuya separación hay apenas un lacónico comentario a Vargas Llosa-, fue quizás mucho más "par" de Cortázar que sus otros amores. Por eso mantuvieron siempre un vínculo casi doméstico de cariño: cuando Carol muere y Cortázar queda desconsolado, Aurora se muda a su casa a cocinarle y cuidarlo del mismo modo que, a su muerte, cuidó de su obra y recopiló estas cartas. Ces uruguayens Desde que cómicamente escribe que en Uruguay todos tienen una rara afición al vino, las referencias a esta orilla oriental del "río" (así llamaba erróneamente la Maga al "mar" de la rambla) se suceden en las cartas. Cortázar puede hablar del "poder mágico de los hoteles montevideanos" cuando descubre que Bioy, al igual que él mismo, ha ambientado un cuento fantástico en el hotel Cervantes y puede, mucho antes, planear sus vacaciones en el Uruguay no turístico. Pero su primera y constante pasión uruguaya se llama Felisberto Hernández (nunca deja de pensar que pudieron coincidir en algún pueblo de provincia cuando Felisberto daba sus pobres conciertos y él era un pobre artista incomprendido) y ese es el tema de las cartas con José Pedro Díaz (cuyos ensayos admira) o con Norah Giraldi. El descubrimiento de Onetti es más tardío, pero intenso: "Hablando de Montevideo, tuve una de las mejores recompensas de mi vida: una carta de Onetti en la que me dice que 'El perseguidor' lo tuvo quince días a mal traer. Para mí es como si me lo hubiera dicho Musil o Malcom Lowry, esa clase de planetas". Pero las relaciones más vivas son con sus pares (sus críticos del 45) y por eso quizá la correspondencia alterna juicios laudatorios hacia ellos junto a otros más maliciosos. Sobre Benedetti hay dos grandes reconocimientos -uno señala a quien escribió "una excelente" crítica sobre Rayuela, otro reconoce la significación ética del escritor-, pero también al pasar alguna dudosa alusión al "inefable Benedetti"; con Angel Rama tuvo una relación más cercana, aunque solo una carta se conserva en la correspondencia; lo sintió un aliado ideológico en su visión de temas como el del compromiso (con la política y con la literatura) pero eso no impidió que alguna vez criticase su "estilo espeso" o expresase frente a alguna crítica que: "El mozo quiere decir algo que a mí me gustaría comprender mejor, pero no he podido darme bien cuenta por qué el libro no le gusta. Además ese sistema de ir alternando la loa con el áloe me resulta medio barato. Si voy a Montevideo le pagaré un café en el Tupinambá, y a lo mejor aprendo cosas útiles". Amanda Berenguer o el francés aquí radicado, Jean Barnabé, también figuran entre sus corresponsales. Más misterioso resulta el caso de Cristina Peri Rossi, que acaba de publicar en Madrid un libro sobre su amistad con Cortázar, pero que aquí aparece mencionada una sola vez, en carta a Paco Porrúa: "Entendido el asunto Cristina Peri Rossi. Por cierto que a la luz de las últimas noticias, la economía argentina se me vuelve totalmente irreal. No more comments".
Carta a Alejandra Pizarnik
Bichito: He tomado buena nota Nota buena tomado he Hebuena tomado nota He nota buena tomado o sea que los famas de la Gluglú-enheim pueden escribirme y entonces yo tomo la pluma en la mano para decirles lo que pienso de vos QUE ES MUCHO como saben todos los que me conocen. Por el momento no se han manifestado, pero ya tengo la costumbre de recibir sus ominosos sobres, de manera que no te preocupés, yo les voy a decir despacito y con buena letra lo que tengo que decirles sobre Halejandra. ¿Vos sabías que un tal Licofrón, detto "el Oscuro", escribió un poema en la época de la decadencia griega, y que el poema se llama LA ALEJANDRA? ¿Y que en realidad Alejandra es Casandra? Decí, ¿lo sabías? Qué vas a saber, inoranta. Pero es así, y Mallarmé es más simple que Jorge Binetti al lado de ese monumento de oscuridad. O sea que las Alejandras nos jabonaban el piso desde hace rato. En fin. NOTA A LA LECTORA: ESTA NO ES UNA CARTA. Pero sí una respuesta para que el bichito porteño sepa que Julio no duerme, que espera las guggenhejeremiadas, y que ahí te quiero ver. Un día iré a Buenos Aires (no puedo decir en un avión de alas negras porque me vas a tomar por Perón) y entonces, mejor que toda carta, que toda palabra, será mirarse y una vez más saber tantas cosas. Te quiero mucho, Julio |
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