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5 de julio del 2001 |
La hija de Glenn Miller
Higinio Polo
Para Neus Estela
Me había detenido ante la fachada de la Pedrera de Gaudí, en el Paseo de Gracia barcelonés, movido por un aire musical que salía del interior de la casa. Aquella musiquilla que llegaba confusa me resultaba familiar. Había por allí dos japonesas, discretas, una de ellas muy hermosa, y me senté en un banco, ante el edificio, disimulando, dispuesto a todo. Con tesón, logré descifrar el enigma de aquella melodía, en medio del ruido del tráfico y de las conversaciones de los turistas, sintiéndome casi como los oficinistas moscovitas que desvelaban los códigos secretos de las emisiones nazis y que recogían los mensajes de los pianistas de la resistencia que emitían clandestinamente durante la segunda guerra mundial. Entonces, la reconocí. Era la misma música que había escuchado allí mismo, hacía un par de años, en una prometedora noche de verano. Era Moonlight serenade, de la orquesta de Glenn Miller. Recordé en ese momento -era inevitable- que fue también el día en que conocí a la hija de Glenn Miller. Era un asunto que me había preocupado hacía muchos meses. Todavía estaba inquieto por lo que ocurrió después, aunque el paso del tiempo difuminaba mis temores. Más de dos años atrás, aquel jueves por la noche, había tropezado allí mismo con la hija de Glenn Miller. Una caja de ahorros había tapado con una pantalla gigante la fachada del edificio de Gaudí, ante el que me hallaba recordando ahora, y prometía un espectáculo irrepetible, para el que convocaba a los curiosos: la casa de la Pedrera iba a ser el espejo de un siglo, que nos miraría desde lejos, mostrando todo lo que hemos sido, aunque ya no lo sepamos. Decidí ir, aunque en Barcelona los festejos organizados para el pueblo son siempre discretos, sin pasión. Casi, esparcimientos de astrónomos o alegrías de escribientes. Cuando llegué pasaban las imágenes por la fachada y las muchedumbres de celuloide tomaban una curiosa palidez esmaltada de sobresaltos: era la historia del siglo, con las guerras mostrando explosiones de furia y con los sufrimientos perdidos en un gesto tenue, sordo, ahogado por el sonido de las cajas registradoras de la propiedad. Pasaban obreros trabajando, tranvías, señoritas con paraguas, y se veía a veces el humo de las fábricas, y patricios, hombres ilustres, burgueses notables, magníficas propiedades. Pero no aparecía Buenaventura Durruti. Por ejemplo. Después de la proyección estaba bailando, o creyendo que lo hacía, en una esquina del Paseo de Gracia, algo achispado, sumergido en la música de fuego y en la dilatada ficción que ha traído el salterio y la milicia patronal, pensando en la alegría de los días de indulto y en el desvalido mástil de las banderas sin dueño, imaginando los viajes transatlánticos de postguerra que amenizaban las orquestas a las que Glenn Miller había inspirado. No era por casualidad. Cuando escuché el nombre del trombonista de jazz norteamericano, pronunciado por su hija, volvieron a mi mente de nuevo los años espiados en documentales de camarógrafos de la segunda guerra mundial, porque había escrito hacía poco un artículo que hablaba de la ocupación alemana en París y de la esperanza de la postguerra, y de las canciones de partisanos y los poemas de Paul Éluard y Louis Aragon, que iban unidos en la memoria de las gentes, con la música de jazz y las canciones que tocaban aquellas orquestas norteamericanas de las que la de Glenn Miller debía ser la más célebre, o al menos la que hoy nos trae más recuerdos, aunque sean los recuerdos prestados de nuestros padres o los vestigios estrictos de la necrología del siglo. De hecho todo el mundo bailaba en aquel chaflán: después, supe que celebraban el centenario de ese edificio que se había convertido provisionalmente en un garage o en un hangar para dirigibles, a juzgar por el rótulo que habían colocado en la azotea. Era un espectáculo notable. La noche respiraba entre perfumes de mujer, y los zeppelines que surcaban los cielos rememoraban tal vez los que habían bombardeado Londres y París en la gran guerra, y de vez en cuando una voz de ultratumba, que para sí hubiera querido el vizconde de Chateaubriand, surgía de los altavoces y llamaba a los ciudadanos que se agolpaban en la calle a celebrar con alegría aquel acontecimiento. La gente tenía ganas de bailar, y con la música ansiosa parecían recordar a aquel sujeto, arquitecto torturado y católico extraño y meapilas, al que se le ocurrió levantar una pedrera en medio de una de las avenidas que terminarían por otorgar carácter a una ciudad que temían infestada de anarquistas. Aquel jueves por la noche cerraron por eso el Paseo de Gracia y alguien recordaba a mi lado, ya no sé quién, que el edificio nació cuando terminaba la guerra de Cuba y España perdía su imperio colonial, y que la casa había concitado tantos desacuerdos que se salvó de la piqueta por un milagro del nuevo siglo, justo el que se iba a terminar. Mientras la pantalla de la fachada mostraba los artilugios de la centuria, y la gente miraba la maravilla de las columnas y los nuevos tranvías, las luces y las carreras vertiginosas que alcanzaban los nuevos automóviles, mientras la tracción animal pasaba a ser un recuerdo pintoresco, la muchedumbre se movía inquieta, mirando los reflectores que jugaban a cazar un zeppelin de sueño que iba y volvía, como si huyese de las baterías antiaéreas que iluminaban los cielos de París en los años de la gran guerra. Los que observaban debían pensar que otros después de ellos mirarían las maravillas de nuestro tiempo y las verían también cubiertas con el luto contemporáneo que cubre las imágenes que se alejan para siempre. La voz de ultratumba llamó después a bailar un vals, el Danubio Azul que todos conocían, y siguieron con O sole mio, mientras uno de los gigantes de cartón que habían agrupado para el festejo, vestido de romano con un bigote impertinente, miraba a la muchedumbre que se agolpaba debajo y a algunos espontáneos que saludaban desde los balcones. La orquestina atacó después algunas canciones para que las personas mayores recordasen otros tiempos, y, así, escuchamos Campanera, mientras crecían los aplausos, y volvían las imágenes de las mujeres españolas de postguerra limpiando en las azoteas la borra de los colchones, pelando algarrobas o frotando en lavaderos de madera el ajuar doméstico y las batas de trabajo. Por allí pasaban sujetos aguerridos, al acecho de una noche de amor o de una juerga aceptable, tipos atildados con linterna, preocupados y discretos, como si buscasen a Diógenes el cínico; mujeres hermosas que dejaban un perfume de penumbra y una mirada de audacia enamorada. Era una alucinación, o apenas la dulzura de la juventud, presente en todas las fronteras del siglo. Estaba mirando todo eso, tentado de ponerme a pensar en la rapidez del paso del tiempo y en el soplo de la vida, para nada, cuando escuché de nuevo aquella canción de Glenn Miller y una mujer que estaba a mi lado gritó, otra vez, que aquella era la canción de su padre. Moonlight serenade. No había duda, tantos años escuchando esa canción, en programas de radio y en verbenas veraniegas, en noches de cine o en veladas de televisores adustos, y ahora tenía a mi lado a la hija de Glenn Miller, tal vez a la persona en la que pensaba aquel músico norteamericano cuando tocaba la canción. Quise hablarle, mirar el rostro que tenía, pero la perdí en la confusión. Cuando llegué a casa, feliz porque había descubierto algo nuevo, o porque había recuperado un recuerdo de mis padres, me precipité a comprobar las fechas y vi que Glenn Miller había nacido en 1904 y muerto cuarenta años después, sin tiempo de ver la victoria aliada en la segunda guerra mundial y de volver a tocar su trombón inimitable y ponerse un sombrerito canotié. Vi que había muerto en un accidente aéreo en 1944, precisamente en un vuelo entre París y Londres, y que aquella mujer no podía ser su hija: tendría más de cincuenta años y yo había visto una hermosa mujer que no llegaba a los treinta. Pensé, agradecido, que los organizadores de aquel inclemente espectáculo del garage y la pedrera, habían querido mostrar el espejo del siglo y habían traído, sin saberlo, el aliento escondido de la juventud de nuestros padres y el reguero de canciones y la alegría de la victoria, junto con la mirada trémula y furtiva de una de las hijas de Glenn Miller. Aquella noche dormí pensando que allí terminaba el incidente. Pero no fue así. El asunto era nimio, aunque algo confuso. Casi, un juego de reflejos inocente, si no fuera porque la mujer lo había afirmado ante mí con decisión: "Es la canción de mi padre". Lo había dicho en castellano o catalán, sí, pero eso no tenía ninguna importancia. De modo que acababa de conocer a la hija de Glenn Miller, en una fiesta del verano barcelonés, y aunque la perdí de vista no pude olvidarla. Lo cierto es que pensaba con mucha frecuencia en ella en las semanas posteriores, como saben los que me soportan a veces. Unos días después -cenando con unos conocidos que ignoraban mi encuentro con ella, con la hija de Glenn Miller- escuché en el gramófono Moonlight serenade. Casi nada. La serenata del claro de luna. Alguien la había puesto, de manera furtiva. Miré la carátula del viejo disco y vi que la canción estaba compuesta por Parish y Miller, pero no dije nada. Más tarde, con el café, uno de los invitados -un pedante, de colonia cara, que no le escondía la halitosis- empezó a hablar de Henry Miller y de su célebre Trópico de Cáncer, y yo los miré a todos porque sospechaba alguna broma. Aquel sujeto presuntuoso hablaba del París de entreguerras en el que transcurre la acción de la novela y glosaba una frase de las primeras páginas en la que, según él, Miller dice que el libro es un libelo y da cuenta de que "no tengo dinero, ni recursos, ni esperanza. Soy el hombre más feliz del mundo." No supe si creerle. El sábado siguiente tropecé con una cita de Arthur Miller, en un artículo que me había mandado un colega para que le diese mi opinión. ¡Vaya!, pensé, les ha dado por ahí. El texto hablaba de La muerte de un viajante, a propósito de lo que nos espera, y hacía unas consideraciones sobre Willy Loman -el viajante protagonista- citando la frase de uno de sus hijos asistentes a su funeral, Biff, que dice: "Tenía los sueños equivocados. No supo nunca quién era." Le elogié a mi amigo el artículo y, con una cierta aprensión, fui a buscar la frase en el libro. Por casualidad miré Una chica cualquiera, que está al lado, y al abrir el volumen al azar vi una frase en la que Arthur Miller hacía proclamar a Janice, la chica cualquiera: "Que le den por culo al futuro", porque sabe que hay que tomar las cosas sin lamentar nada, mientras escucha los discos de Benny Goodman y las canciones de Billie Holiday. El domingo encontré en el buzón un libro, enviado por un desconocido o por un enemigo, que tenía en la portada la imagen de una hermosa mujer rubia que parecía mirar hacia dentro de sí misma. Después vi que era una fotografía de 1932 y que aquella mujer estaba apoyada en el respaldo de un sillón orejero. Dentro había algunas fotografías del Egipto británico -una enorme sombra de la pirámide de Keops apuntando a un poblado de la ribera del Nilo-, una fiesta campestre con Nusch y Paul Eluard, Roland Penrose y Man Ray -en la que las mujeres descansan con el pecho descubierto mientras los hombres sonríen, seguramente por eso-, y algunas instantáneas sobre la segunda guerra mundial -la gente durmiendo en los andenes del metro londinense, las bombas estallando en Saint-Mâlo, o las terribles escenas de Dachau. La última fotografía era de 1964 y se veía a Joan Miró dando de comer a un enorme loro en Londres. Todas las fotografías eran de Lee Miller. Estaba algo inquieto por ese cúmulo de casualidades, pero no quise darle demasiada importancia. En eso, un amigo americanista me habló por la noche de William Miller, a quien yo jamás había oído nombrar. No dejó de parecerme sospechoso. Por lo visto era un militar inglés que batalló en la guerra de Independencia, y que después encabezó ejércitos en América y luchó junto a Simón Bolívar, para acabar escribiendo unas memorias que nadie recordaba. Iban ya cinco Miller. Demasiados Miller, o yo me estaba volviendo loco. Para colmo mi amigo americanista -un comunista enamorado de la prosa de Conrad- me había confiado que en su adolescencia disfrutó del sexo con las mujeres desnudas de Paul Delvaux, y me dijo -entre breves y nerviosas risas que no supe interpretar- que deberíamos organizar un viaje a Chicago para cenar en el Miller's Bar, un lugar al que iba a fumar y a emborracharse Humphrey Bogart. El lunes pasé dos horas en la rambla de Cataluña, mirando pasar a las veraneantes jóvenes y escuchando a unos músicos callejeros, y vi que un individuo se sentaba a mi lado. No podía creerlo. Era igual que Arthur Miller, con las enormes gafas que resaltan el escepticismo de sus ojos. No dije nada y procuré disimular, pero aumentó mi zozobra cuando vi que llegaba otro tipo veterano y se sentaba a su vez: el recién llegado era igual que el Joan Miró fotografiado por Lee Miller. Salí huyendo a uña de caballo, y al llegar a casa estuve un rato estirado en el suelo de la entrada, mirando el techo con los brazos abiertos, como suelo hacer para calmarme cuando los acontecimientos escapan a mi control. La semana había sido demasiado extraña por esos pequeños sobresaltos, pero mi alarma aumentó cuando, creo que un martes, tropecé en la Fundació Miró -había ido para comprar un regalo destinado a una amiga japonesa- con una fotografía de Lee Miller en una recopilación de imágenes de fotógrafos notables del siglo XX. La fotografía de Lee Miller mostraba a Paul Delvaux y a René Magritte calentándose ante una enorme estufa de hierro que tenía el tubo de los humos recortado. Era una foto de 1944, sin duda hacia finales de año, porque Lee Miller había llegado a París para fotografiar la liberación de la ciudad, en agosto. El mismo año de la muerte de Glenn Miller. El círculo se cerraba: precisamente la noche en la que yo había conocido a la hija de Glenn Miller, en la fiesta ante el edificio de Gaudí en el Paseo de Gracia, sabía que dentro se hallaba una exposición de pinturas de Delvaux, y precisamente me habían hablado hacía unas semanas -sin duda con aviesas intenciones, aunque no dispongo de fortuna alguna- de que sería conveniente realizar una visita al pueblecito belga de Saint-Idesbald, donde está el único museo dedicado a Paul Delvaux. No sé por qué supe entonces que allí me esperaba una trampa con la hermosa mujer que se hizo pasar por la hija de Glenn Miller, y empecé a fantasear que las mujeres desnudas de Delvaux paseaban por la Pedrera fuera de los cuadros: se habían quedado allí a vivir, clandestinamente. Esa era la historia, algo inquietante. Y ahora, estoy otra vez ante la Pedrera, mirando a las japonesas, y casi no puedo creer lo que estoy viendo: me he dado cuenta de que una de ellas lleva en la mano una postal: es la fotografía que hizo Lee Miller en el París de 1944: se ve a una hermosa ciclista, ante la Torre Eiffel, vestida de blanco, que sonríe a la cámara, mientras detrás pasan soldados aliados en un coche descubierto, y dos hombres miran a la lejanía. La chica de la bicicleta mira al presente, sin duda: eran los días de la liberación de París, y los dos hombres escrutan el futuro, tal vez los sueños. Lo peor de todo es que he reparado en que la chica de la fotografía es la que yo conocí hace dos años aquí mismo, ante la Pedrera, la que me dijo que era la hija de Glenn Miller. Ahora estoy paralizado, como si todo fuera consecuencia de una conspiración extraña, escuchando Moonlight serenade, que no para de sonar, que sale del interior del edificio, y preguntándome si seré capaz de dirigirme a la japonesa y preguntarle por qué lleva esa fotografía, pero tengo miedo de que me explique los sueños de la chica que aparece en ella y qué es lo que ha ocurrido desde entonces. No sé qué hacer. Igual la hija de Glenn Miller le da también de comer a un loro, como el loco de Miró, o es como la chica cualquiera de Arthur Miller, y exclama como ella "que le den por culo al futuro". O igual soy yo, y tengo los sueños equivocados. |
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