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La insignia
4 de julio del 2001


Sobre «La gran mascarada», de Jean François Revel

Liberales del mundo, ¡uníos!


Jorge Albístur
Brecha. Uruguay, julio del 2001.


Licenciado en filosofía y jefe de páginas literarias y hasta ocasional novelista, Revel es conocido sobre todo por sus ensayos y columnas a propósito de asuntos políticos, que lo han consagrado como el más asiduo y hábil representante -en la prensa internacional- de las derechas. En este libro él mismo se refiere a sus convicciones del pasado y aclara que, si bien jamás perteneció al Partido Comunista, en los años siguientes a la Segunda Guerra Mundial siguió en algo a los "compañeros de ruta": "Adherí, al menos parcialmente, a la horma marxista de interpretación de la historia y la lucha de clases en las sociedades capitalistas". De más está decir que se arrepintió absolutamente de esta actitud y, así como no hay quizás fe más militante que la de un converso, su actual posición crítica tiene mucho de intransigente y feroz.

La tesis central del libro se resume así: el derrumbe del muro de Berlín y del socialismo real debió conducir a las izquierdas a una reflexión honrada sobre el fracaso pero, en lugar de ella y después de aturdida tregua, desencadenó una verdadera batalla contra el liberalismo, como si este régimen fuera el responsable de todas las penurias sobrevenidas al fin del siglo xx, especialmente en la última década. La maniobra consciente de unos y la ingenuidad de otros se aliaron para ocultar cuál fue el gran responsable. Añádase a esto que el comunismo -según Revel- resultó criminal, mentiroso y afín, en sus objetivos y estrategias, al nazismo y cualquiera de los totalitarismos de la centuria pasada.

Para leer este libro, pues, hay que suspender cualquier cautela y reserva del juicio propio y aceptar el más radical maniqueísmo. Revel dice que no combate al comunismo en nombre del liberalismo sino en nombre del respeto al ser humano, pero en lo medular de su discurso reconoce siempre dos fuerzas, la una capaz de todo lo bueno y la otra de todo lo malo. Esta otra es el comunismo pero también cualquier toma de posición que no sea dócil al liberalismo para proteger al hombre de dos temores que lo definen en el mundo contemporáneo: el rehusamiento a la responsabilidad y el miedo a la competencia. Así, del lado malo están no sólo el comunismo formalmente tal sino los socialistas -aun los más tibios socialdemócratas europeos-, calificados como "totalitarios light", y también, por ejemplo, los Verdes. El alineamiento maniqueo se vuelve, por un momento, hombres pensantes de un lado y seres robotizados del otro, ya que Revel no cree que el liberalismo sea una ideología y llama en su auxilio a citas de Jeremy Rifkin y George Soros. El comunismo sí lo es, y por "ideología" se entiende una "construcción a priori" e "intrínsecamente falsa", como si Marx no hubiese estructurado su sistema sobre la base de un estudio científico de su realidad histórica. Los golpes de Revel llegan a los medios, que son sin embargo el vehículo habitual de sus alegatos, pues si el siglo xx no entendió la identidad de los totalitarismos, ello demuestra que la información no sirve para nada.

Con la caída del muro, y en la última década del siglo, cayó "la idea misma del socialismo". A Revel le parece una primera astucia innoble hablar del fracaso histórico de un sistema y suponer que él ha dejado intacta "la esencia del socialismo". No cree, tampoco, en una próxima encarnación de la ideología, aunque la vehemencia de su prosa bien puede traslucir alguna preocupación ante esta perspectiva remota. Su modo tan amplio de entender al comunismo le hace temer su camuflaje en muchas formas simplemente no liberales: Revel cree, por ejemplo, que el mito fundador del comunismo fue la revolución francesa y, sin retroceder en la carrera de los disparates, termina el libro con una muy francesa diatriba contra Rousseau, cuyo malestar de la civilización le parece altamente sospechoso. "Alaba sin cesar las pequeñas colectividades rurales", denuncia Revel en una exposición energuménica que a esta altura bordea penosamente el ridículo. El lenguaje, en éste como en otros pasajes, hace sonreír: pensando en quienes condenan al liberalismo pero no al comunismo habla de "carrera ética hemipléjica": Fidel es el "barbudo sanguinario" y "bufón exterminador"; Hobsbawm, un "viejo e incurable estalinista británico". Ante frases de este tipo el lector estaría en su derecho de reclamar a su librero por haberle vendido un panfleto en lugar de un ensayo serio.

El de Revel es, sobre todo, el trabajo de un europeo, aunque contenga páginas sobre China, Camboya, Cuba o Pinochet y las dictaduras latinoamericanas. Quizás lo más atractivo sea el análisis de la suerte de dos libros -El libro negro del comunismo, bajo la dirección de Stephan Courtois, y El archipiélago Gulag, de Alexander Solzhenitsin- y cuanto tiene que ver con las relaciones de la urss y la Alemania nazi. No todo es allí convincente: Revel insiste en que la urss fue antisemita, como si no lo hubiese sido toda Europa, y aduce como pruebas que Hitler se llamase a sí mismo "socialista" y le hubiese confesado a Hermann Rauschning que deseaba ser el vencedor y a la vez el realizador del marxismo. Hoy no es secreto para nadie que el libro de Rauschning (Hitler me dijo) es apenas confiable.

Un lector latinoamericano hallará bien pronto los puntos más polémicos del libro de Revel. El da por sentado el fin de las economías administradas y no habla de neoliberalismo, sino sólo de liberalismo. En el triunfo de éste no hay, al parecer, economías sumergidas, desempleo, miseria ni problemas de justicia distributiva: nada, por lo menos, de lo cual quepa alguna responsabilidad al sistema deseable y único. Corresponde, naturalmente, un largo elogio a Estados Unidos porque salvó militar y económicamente a Europa después de 1945. No importa qué hizo la superpotencia en América Latina, pero al menos Revel aclara que no hay bloqueo a Cuba sino "embargo", según una curiosa distinción técnico-jurídica por la cual aboga. Defiende a los gobiernos europeos en su rechazo a los inmigrantes ilegales. Condena a Pinochet aunque no entiende por qué el juez Garzón no pidió a Fidel Castro y alaba largamente a Menem, por quien "Argentina, deshonrada por los años de dictadura, ha vuelto a ser un país respetado por la comunidad internacional". Los hechos, como se ve, van de prisa. Y no sólo esto, pues -también con referencia a Argentina- escribe Revel con amplia condescendencia: "Es cierto que persisten el paro y la pobreza, pero han disminuido".



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