La insignia
10 de febrero del 2001


Luis Augusto Blanqui: De profesión, proletario


Traducido por Faustino Eguberri para Viento Sur. España, febrero del 2001.


Blanqui murió el 1 de enero de 1881. De los 76 años de su vida, pasaría en total 36 en la cárcel. Este hecho por sí mismo da fe de la aspereza del combate social en aquel siglo XIX que vio el triunfo de la burguesía, la industrialización y la explotación feroz de un proletariado que pagaba muy caro sus veleidades de afirmación en la escena política.

Su nombre designa tantas calles o edificios públicos que se podría olvidar que fue, en vida, el arquetipo del proscrito. Luis Augusto Blanqui sería, durante toda su vida, perseguido, detenido, juzgado y encarcelado más que nadie. Nacido cerca de Niza en 1805, Blanqui atravesará la Francia de la Restauración, de la monarquía de Julio, de la II República y del aplastamiento de la Comuna. Su compromiso se empareja hasta tal punto con la historia de la lucha de clases que Walter Benjamin le describirá, en sus famosas “Tesis sobre la filosofía de la historia”, como el personaje más íntimamente ligado a su siglo. Sus libelos, proclamas o discursos, igual que su participación física en las insurrecciones de la época, o también su pertenencia a una miríada de clubs o sociedades secretas, le valdrán, en cambio, el odio de la burguesía liberal triunfante. Alexis de Tocqueville realiza así de él este retrato, con ocasión de su relación de los acontecimientos de mayo 1848 en París: “Tenía sus mejillas macilentas y ajadas , los labios blancos, el aire enfermo, malvado e inmundo, una palidez sucia, el aspecto de un cuerpo enmohecido, sin línea visible, con una vieja levita negra pegada a unos miembros escuálidos y descarnados; parecía haber vivido en una cloaca…” /1. A estas líneas hace eco la respuesta que lanza Blanqui, como un desafío, al juez que le interroga sobre su estado civil, en el proceso de los Quince, en 1832: “Profesión, proletario; domicilio fijo, la cárcel” /2.


El heredero de Babeuf y de los jacobinos

La hostilidad que el revolucionario manifestará siempre hacia toda idea de compromiso entre capitalistas y trabajadores puede reflejarse en su afirmación: “Concluir que hay entre estas dos clases una comunidad de intereses, es un extraño razonamiento (…). No hay una comunidad, sino una oposición de intereses; no existe otra relación que la lucha” /3. En virtud de lo cual se opone enérgicamente a los que, siguiendo a los socialistas premarxistas como Saint Simon, Fourier o incluso Proudhom, llegan a imaginar formas de cooperación futura, o de coexistencia, con una clase dominante que ahoga en sangre las huelgas y las tentativas de estructuración de un movimiento obrero independiente. No es falso ver en él una de las figuras más eminentes de la corriente comunista francesa, “el primero que formuló –tras Babeuf- la teoría de la lucha revolucionaria de clases” /4.

Indudablemente, la aportación de Blanqui se sitúa en la continuidad teórica de Gracchus Babeuf que quería, ya en 1796, hacer triunfar “la religión de la igualdad y de la democracia” y publicaba su “Conspiración de los iguales” /5. Más aún, se inscribe en la filiación de Filippo Buonarroti que contribuyó, en el siglo XIX, a propagar las ideas de Babeuf, las de un comunismo de reparto. Por una y otra de estas inspiraciones, Blanqui se convierte rápidamente en el continuador de la tradición jacobina que marcará con su huella, hasta nuestros días , los debates del movimiento obrero francés e incluso europeo.

Para él, el concepto de república no encuentra su fin último más que volviéndose contra la dictadura del capital. En su célebre carta “A los clubes democráticos de París”, el 22 de marzo de 1848, escribe entre otras cosas: “La República no sería más que una mentira, si no fuera más que la sustitución de una forma de gobierno por otra . (…). La República, es la emancipación de los obreros, es el fin del reino de la explotación, la llegada de un orden nuevo que liberará al trabajo de la tiranía del capital” /6. Esta república social se encarna aún, a sus ojos, en un patriotismo popular del que las clases poseedoras son ya incapaces: “Guerra a muerte entre las clases que componen la nación (…). El partido verdaderamente nacional, al que los patriotas deben unirse, es el partido de las masas. (…) Los burgueses eligen el régimen que hace funcionar el comercio, incluso si está aliado al extranjero… “/7.


Un modelo superado

De ahí proviene igualmente el principal límite de la contribución blanquista a una teoría de la revolución. Al contrario que Marx, que investigaba las contradicciones del modo de producción capitalista, Blanqui limita su horizonte a la constatación, exclusivamente política, de que una minoría privilegiada viola el principio de igualdad tal como existía en la sociedad primitiva. Sigue en esto la lógica de los jacobinos más radicales , cuando defendían que el derecho a la existencia debía imponerse al derecho de propiedad. Les sigue asimismo en su concepción del proceso revolucionario.

Incluso si puede estar en algún momento a la cabeza de una manifestación de 100.000 obreros en París, como en abril de 1848, Blanqui no siente sino desconfianza hacia la acción autónoma de las masas y casi no cree en su capacidad de gestionar los asuntos del estado. Todo debe, en su opinión, proceder de una élite encargada de educar, de iluminar al pueblo. “El trabajo es el pueblo; la inteligencia son los hombres que le dirigen”, llegará a declarar un día /8. De ahí sus vibrantes alegatos a favor de la constitución de una sociedad secreta de revolucionarios profesionales, organizados según un modelo paramilitar y siguiendo con obediencia las decisiones de su jefe.

Esta desgraciada concepción dejará una huella profunda en los debates que agitarán el movimiento obrero revolucionario hasta el corazón del siglo XX. Es forzoso constatar que si Blanqui conserva una actualidad aguda cuando se convierte en el heraldo de una república de los trabajadores , su aportación práctica casi no ha resistido al movimiento real a través del cual los citados trabajadores harán el aprendizaje de su propia acción política. Lo que el viejo Engels traducía mediante una especie de intuición autogestionaria: “ El tiempo de los golpes de mano, de las revoluciones ejecutadas por pequeñas minorías conscientes a la cabeza de masas inconscientes, ha pasado. Allí donde se trate de una transformación completa de la organización de la sociedad, es preciso que las propias masas cooperen en ello, que ellas mismas hayan comprendido de qué se trata, porqué intervienen (con su cuerpo y con su vida)” /9.


1. Alexis de Tocqueville, “Souvenirs”, Gallimard 1964.
2. Ver Augusto Blanqui, “Textes choisis”, Editions sociales 1955.
3. Idem.
4. Es así como le pinta Arno Munster en su introducción a los “Escritos sobre la revolución. Textos políticos y cartas desde la prisión”, Galilée. 1977
5. Ver sobre esto maurice Dommanget, “Sur Babeuf et la conjuration des égaux”, Maspero, 1970.
6. “Ecrits sur la révolution”, op.cit.
7. “Rapport à la societé des amis du peuple”, 2 febrero 1832, “Ecrits sur la révolution”, op.cit.
8. Manuscritos de Blanqui. Citado por Maurice Paz, “Un revolutionnaire professionel, Auguste Blanqui”, Fayard 1984.
9. Engels, introducción de 1895 a las “Luchas de clases en Francia” de Marx, Ediciones del Progreso 1970.



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