La insignia
27 de enero del 2001


A cien años de Lord Jim

El legado de Joseph Conrad


Andrés Ricciardulli
Brecha. Uruguay, 27 de enero.


Fue amigo de Henry James, G B Shaw, H G Wells, Bertrand Russell y André Gide, detractor de Dostoievski y de Tolstoi, lector apasionado de Whitman, Twain, Poe, Hugo, Dickens y Proust. Marino durante veinte años, plasmó ese amor en novelas y cuentos de insólita profundidad para el género aventurero. Dio un impulso formidable a la literatura inglesa que lo acogió como a uno de los suyos a pesar de ser un inmigrante polaco.


Teodor Jósef Konrad Korzeniovski nació el 3 de diciembre de 1857 en Berdiczew, Polonia, de donde tuvo que huir cuando era todavía un niño. Su padre, traductor de Shakespeare y Hugo, era además un ferviente activista político que se vio forzado a emigrar con su familia a Rusia.

Las privaciones a las que se vieron sometidos acabaron con la madre del escritor y al poco tiempo también con el padre. A los 12 años, Conrad es huérfano y vive con sus tíos en una aldea de Ucrania.

Tras cursar secundaria se va a Marsella donde comienza su vida como marinero. Con 17 años se involucra en la guerra carlista y contrabandea armas para los españoles. También en esa época se enamora de una joven, pero ella está prometida y él intenta suicidarse. Desconsolado, inicia un periplo que lo lleva por Sidney, Bombay, Italia y los mares de Oriente; así reemplaza un amor por otro, el mar. El mismo resume su decisión de enrolarse en la marina mercante inglesa, que lo lleva más tarde a nacionalizarse: "puesto a ser marino, era preciso ser marino inglés".

El joven Conrad conoce todos los puertos y todas las fiebres. De grumete llega a capitán, y en 1884 es ciudadano inglés. Bajo el pabellón rojo navega otros diez años hasta que su salud -ataques frecuentes de gota- le impide continuar. Forzado el marinero a vivir en tierra surge el escritor. En 1895 se casa con Jessie George y publica su primera novela, La locura de Almayer. Es el principio de una carrera fantástica que dejará trece novelas, dos libros de memorias y veintiocho cuentos.

La crítica recibió con agrado esta primera obra suya y no dejó de comentar lo que hace a Conrad único, su capacidad de escribir como el más refinado inglés en una lengua que no es la suya. Este don, como él decía, no se extendía a su voz, ya que siempre tuvo una torpeza increíble para hablar.

El negro del Narcissus (1897), su tercer libro, es ya una pieza mayor dentro del conjunto de su obra. La pintura de caracteres va más allá de la anécdota para convertirse en un exhaustivo análisis de personalidades y de los marineros como "raza". Otro rasgo que asoma en el libro, que no dejaba ver Almayer, es el aura sobrenatural que rodea toda la acción y que será común en adelante.

Aunque él lo niega, por ejemplo, en el prólogo de La línea de sombra (1917): "En esta narración que, lo reconozco, es, no obstante su brevedad, una obra bastante compleja, no he tenido la menor intención de traer a cuento lo sobrenatural. A pesar de ello, no ha faltado algún crítico que la considerase desde ese punto de vista y advirtiera en ella mi propósito de dar rienda suelta a mi imaginación, dejándola transponer los límites del mundo de la humanidad viva y doliente. Pero, a decir verdad, mi imaginación no está hecha de materia a tal punto elástica, y tengo para mí que, si intentase someterla a la prueba de lo sobrenatural, el fracaso sería tan lamentable como enojoso y vacío".

Fina ironía y ánimo de polemizar. La inquietante verdad late en las páginas. Una vez que zarpa el Narcissus, el negro en cuestión aduce estar moribundo y se niega a trabajar. Todos sospechan, no obstante le miman, y llegan incluso a un intento de motín por defenderlo ante los oficiales. A cada gesto de amor, el negro se vuelve más insultante con sus compañeros y sólo trata amablemente a Dolkin, un paria que lo acusa reiteradamente de simular.

Como el Babo de Melville, el personaje es fantástico e impredecible. Doblando el Cabo de Hornos una tormenta descomunal reclama su presa o al barco entero. Comprendemos al fin que sólo tolera a Dolkin pues es el único que niega a la muerte. Corrido el telón, el cuerpo del negro va a ser devuelto al mar y así lo cuenta Conrad: "Mister Baker continuaba gruñendo reverentemente al doblar cada página. Las palabras del texto sagrado, pasando por sobre los corazones inconstantes de los hombres, se iban errantes, sin asilo, sobre el desierto de las olas sin piedad; y James Wait, crítico elocuente antaño y mudo ahora para siempre, yacía pasivamente bajo su murmullo ronco de terrores y esperanzas".


El siglo

En su libro El hombre y su círculo, la esposa de Conrad cuenta el carácter arrebatado del escritor y su particular gusto por exagerar las cosas. También los constantes sufrimientos por los ataques de gota que lo postraban durante semanas. De cómo deliraba en polaco, con las muñecas vendadas, congelado y sin dinero suficiente para tratarse adecuadamente. De cómo volvía al trabajo una y otra vez.

Las quinientas páginas de Lord Jim (1900) tienen entonces un mérito doble. Por la magnitud del dilema que plantea, por la metafísica que sugiere, el libro trascendió las fronteras como no lo había hecho ninguna otra obra suya.

La historia apareció originalmente en 13 números de la revista Magda y fue un éxito. Sin embargo la precariedad económica fue una constante en su vida y motivó que publicase esta y otras novelas en revistas y periódicos que le adelantaban los pagos. También es posible suponer que esto dio a su obra mayor popularidad.

Comenta Conrad, y es también una muestra de su modestia: "Algunas veces se me ha preguntado si no era éste, para mí, el preferido entre todos mis libros. Soy enemigo declarado de todo favoritismo en la vida pública, en la privada y aún en el delicado punto de la relación que exista entre un autor y sus obras. Por principios no quiero tener favoritos; pero no he de llevar mi rigor hasta el punto de que me desagrade y enoje la preferencia que algunas personas muestran a favor de Lord Jim. Ni he de decir aquello de 'no acierto a comprender'. ¡No! Pero ocasión tuve una vez de sentirme perplejo y sorprendido".

Un barco choca, rompe su proa y comienza a hacer agua. De los ochocientos pasajeros sólo están despiertos esa noche cinco personas, incluyendo a Jim. No hay tiempo, pocos botes, el agua inunda los compartimientos. Los pobres duermen sobre cubierta, amontonados; los ricos, en los camarotes; todos ajenos. Una tormenta se acerca. Jim se resiste a la fuga atroz, silenciosa, que desarrollan a su alrededor el capitán y cuatro subalternos. Pero la proa se inclina cada vez más. Apenas algún grito y el golpe de Jim cuando salta y cae en el fondo del bote infame, para que el Patna se hunda en el silencio de la traición. La novela es la vida del personaje a partir de esa noche, de ese salto inmoral que lo condena.

Porque el Patna finalmente no se hunde y es remolcado a puerto. Los del bote se enteran al llegar y la historia se hace famosa en todos los puertos. El patrón y los otros huyen, y sólo Jim enfrenta al tribunal. Pero el verdadero juicio es personal; la conciencia del honor perdido, como señaló el autor. El ya no ser que lo llevará a ofrecerse al fin a los brazos de la muerte.

Lord Jim es por sobre todo la declaración de una ética inquebrantable, sublime y conmovedora: "Pero le vemos nosotros, como oscuro conquistador de la fama, arrancarse a los brazos de un amor celoso, al ver la señal, al oír el llamamiento de su exaltada adoración del sí propio, de su egolatría. Abandona a una mujer llena de vida, para celebrar su implacable boda con un fantasma: el ideal de conducta que a sí mismo se trazó".


El infierno

El cambio de siglo trae para Conrad la felicidad de un hijo, Boris. Para la humanidad, la modernidad. Para los europeos el colonialismo fue (¿es?) una forma legítima de consolidar la nación. La literatura nativa de Africa no existe hasta un pasado muy reciente. Durante el siglo xix y la primera mitad del xx fueron escritores europeos los que se nutrieron de aquella realidad para crear hermosos y afiebrados libros. Ejemplos son el Viaje al Congo, de Gide, un pasaje fantástico de Viaje al fin de la noche, de Celine, o el tenebroso El corazón de las tinieblas (1902) que Conrad publica en la Blackwoodis Magazine y que Francis Ford Coppola retomara muchos años después en Apocalipsis now.

El corazón... es una novela corta en la que trata por primera vez el tema de la civilización y de la especie humana como nido del horror, como creadora de Kurtz y separada del salvajismo por una delgada línea. "Me encontré una vez más en la ciudad sepulcral, sin poder tolerar la contemplación de la gente que se apresuraba por las calles para quitarse unos a otros un poco de dinero, para devorar su infame comida, para beber su cerveza malsana, para soñar sus sueños insignificantes y vulgares." Conrad se inspiró en un viaje que realizó en 1890 por el río Congo a cuenta de una sociedad belga. El trópico casi lo mató en aquella oportunidad y debió renunciar a la empresa. Los personajes del libro fueron sacados de una realidad espeluznante. Gente siniestra que conoció en aquel viaje y la realidad desmesurada de un continente todavía virgen.

Marlow, voz narradora que aparece en varios de sus libros, es quien rememora una noche la historia. La fuerza de la juventud lleva al personaje a la tierra del marfil; su misión, rescatar a Kurtz, un comerciante perdido en el corazón de la jungla, que ha despedido a su ayudante y está, según se informa, muy enfermo. El viaje, "remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación", es casi un espejismo. Recuerda el descenso de Dante y confirma el oscuro simbolismo que encierra la prosa. "Morían lentamente; eso estaba claro. No eran enemigos, ni criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa."

Algunas escenas, sin embargo, son realismo puro: "Podían contársele todas las costillas; las uniones de sus miembros eran como nudos de una cuerda. Cada uno llevaba al cuello un collar de hierro, y estaban atados por una cadena cuyos eslabones colgaban entre ellos, con un rítmico sonido. Otro estampido en la roca me hizo recordar de pronto aquel barco de guerra que había visto disparar contra tierra firme. Era el mismo tipo de sonido omnimoso, pero aquellos hombres no podían, ni aunque se forzara la imaginación, ser llamados enemigos".

El barco llega al corazón de las tinieblas, a la estación de Kurtz, a sus cabezas estacadas, a su figura de ídolo. "Pero su alma estaba loca. Al quedarse solo en la selva, había mirado a su interior, y ¡cielos!, puedo afirmarlo, había enloquecido. Yo tuve -debido a mis pecados, creo- que atravesar la prueba de asomarme también dentro de ella. Ninguna elocuencia habría podido marchitar con tanta eficacia la fe en la humanidad como su estallido final de sinceridad."

La misión original de Kurtz, redactar un informe guía para la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes, es la ironía perfecta.

Sus últimas palabras son un terrible epitafio para una especie condenada, sin conciencia ni futuro. Tan primitiva y desnuda como en el pasado más remoto.

Las dos páginas finales, tras la muerte, son patéticas y perfectas. Marlow decide visitar a un amor no nombrado del muerto, que se consume en Europa en un duelo lacerante.

-Hasta el fin -dije temblorosamente-. Oí sus últimas palabras. Me detuve lleno de espanto.

-Repítalas -murmuró con un tono desconsolado-. Quiero algo, algo para poder vivir.

Estaba a punto de gritarle: ¿no las oye usted? La oscuridad las repetía en un susurro que parecía aumentar amenazadoramente, como la primera ráfaga de un viento creciente. ¡Ah, el horror! ¡El horror!

-Su última palabra, para vivir con ella -;insistía- ¿No comprende usted que yo lo amaba?

Reuní todas mis fuerzas y hablé con lentitud.

-La última palabra que pronunció fue el nombre de usted."


El fanático

La madurez narrativa de Conrad es completa, su imaginación, un manantial inagotable. Venciendo todas sus limitaciones físicas escribe sin pausa. Tifón aparece algunos meses después de El corazón...; Nostromo en 1904, El agente secreto en 1907, Bajo los ojos de Occidente en 1911.

Este último libro no tuvo, según un artículo de la revista argentina Sur de 1958, demasiada repercusión. La historia se basa en los famosos terroristas rusos de principios de siglo. Es acaso el primer texto donde Conrad deja asomar su pensamiento político, el de un conservador.

Profesó siempre un odio tenaz hacia todo lo ruso. Recuerdos imborrables de su infancia, la Polonia ocupada, la expulsión. Esta subjetividad anida en el libro que entre otras cosas desestima toda revolución. Bertrand Russell comenta este rasgo de su amigo: "Su antipatía a Rusia era la tradicional antipatía polaca. Llegaba tan lejos que Conrad negaba cualquier mérito a Tolstoi y a Dostoievski. Me confesó una vez que el único escritor ruso que admiraba era Turgueniev. Y fuera de su amor a Inglaterra o su odio a Rusia la política no le interesaba mucho".

A pesar de esto, hay quienes con justicia hacen notar rasgos comunes con el creador de Raskolnikov, una misma genial penetración de la psicología de los personajes. Quien lee a Conrad advierte que no es el típico escritor inglés. Hay un calor humano, una manera de contar, un cierto color, que descubre su alma eslava. Pero él no cedía un ápice, renegaba de toda influencia, afinidad o sentimentalismo. "Discutir sobre Rusia es la más quimérica de las empresas, porque cualquiera puede ver cómo están allá las cosas. Rusia es la nada, decía Bismark, y lo demostró con veinte largos años de política despreciativa hacia esa gran potencia. Es nada. Quienes tienen ojos lo ven."

Ese desprecio mayúsculo se traslada, lo que seguramente es más grave, al simple pueblo, que consideraba inexistente, sórdido. "Una enorme extensión vacía y helada, una inmensa llanura aplanada por la nieve, y que por todas partes se desvanece gradualmente en la sombra y en la bruma, una monstruosa página en blanco."

Los últimos diez años de su vida los dedicó a su eterna pasión, viajar por el mar. Visitó varias veces Francia y volvió durante la Primera Guerra Mundial a Polonia y a Italia. En 1914 tuvo oportunidad de servir a su patria adoptiva cuando el alto mando lo envió a Douvres y a otros puertos de la costa en misiones especiales.

Entre los hombres que admiró, Napoleón ocupó siempre un lugar de privilegio. Pocos años antes de morir pudo cumplir un último sueño e hizo un breve viaje a Córcega. Otra satisfacción fue su estadía en Nueva York, que lo recibió en 1923 con gran agasajo. Es famosa la publicación de una editorial estadounidense que en la primera página de uno de sus libros reproduce un mapamundi donde se señalan todos los mares y puertos del mundo que conoció el Conrad marinero y donde se ambientan sus relatos.

Leer a Conrad es separarse por unas horas de la aglomerada ciudad. Es otear el horizonte y mirar dentro de las cosas, de los hombres y de las pasiones. En América del Sur, dos maestros le rindieron un justo tributo, Borges y Onetti. El primero, detractor feroz de la novela, admitió que sólo amaba las de Conrad. Al uruguayo basta verlo en alguna fotografía con un libro suyo en la mano.

El 3 de agosto de 1924 murió en su casa, a los 67 años. Según su esposa, y se puede confirmar al leer sus libros donde la nostalgia está siempre presente, su dicho preferido era una esperanza y un tributo a la vida: "El mundo pertenece a los jóvenes".



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