La insignia
23 de enero del 2001


Revista de prensa

Con José Saramago:
Todas las historias de la pobreza


Ascanio Cavallo
Clarín. Argentina, 22 de enero.


Cuando recibió el Nobel dijo que necesitaba un tiempo para acostumbrarse a la idea. ¿Se acostumbró ya?

-Más o menos. A veces tengo que decirme a mí mismo: "Que no se te olvide que te han dado un premio". Esto parece una postura de alguien muy humilde, y no soy tan humilde como a veces se cree, pero tampoco soy orgulloso, como otros dicen. Pero llegar a esta edad, sin haber tenido en ningún momento de mi vida la ambición de llegar a esto... Yo he vivido mis días, cada día, en su momento, su hora, su trabajo, su responsabilidad. Como la vida de casi todo el mundo, que nace, vive, crece, trabaja y llega un momento en que se va, sin dejar nada. Podría haber ocurrido eso, sobre todo porque nací en una familia que no tenía nada. Mi madre no sabía leer, mi padre sí, pero no era un águila, y mis primeros libros los compré a los 18 años, aunque había leído muchísimo en las bibliotecas públicas. Por lo tanto, todo en mi vida podía apuntar a algo, pero no al Premio Nobel.

-De ahí la frase "no he nacido para esto"...

-Es cierto que uno no nace para el Premio Nobel, como tampoco nace para esto o para aquello. Aunque hay millones y millones de personas que cuando nacen ya saben para lo que nacen: para la miseria. Podría haber sido mi caso, porque nací en un pueblo humilde, en una familia de pastores, rural, y no recuerdo que alguien más de mi familia supiera leer. Lo que sí recuerdo es haber dicho, cuando tenía 17 años o algo así, "me gustaría ser escritor". Pero nadie en ese momento me daba la mínima seguridad de que eso podría ocurrir, y ocurrió. Y sucedió al contrario de lo que es una superstición moderna: que a partir de los 35 uno ya entra en la vejez. Quizá valga la pena recordar que Verdi compuso el Fausto a los 90 años y yo he tenido el premio Nobel a los 76. Entonces, haced el favor de no menospreciar a los mayores porque tienen mucha experiencia, han trabajado mucho, han sufrido, han sentido, han reflexionado mucho y mientras no llegue el Alzheimer seguiremos trabajando.

-Pero ésa es todavía una declaración infantil: "Quiero ser escritor". ¿Cuándo realmente decidió que era una vocación?

-Realmente era un poco infantil. También quería ser maquinista de tren, porque me ilusionaba mucho la idea de conducir un tren y llevar atrás 400 o 500 personas bajo mi responsabilidad. Pero, bueno, a los 23 o 24 años escribí una novela que se publicó en 1947, ni buena ni mala. Y afortunadamente me di cuenta de que no tenía mucho para decir y dejé de escribir durante 20 años. La parte más importante de mi trabajo literario empieza en 1977, con el Manual de pintura y caligrafía y en 1982 con Memorial del convento, la novela que me abrió las puertas al conocimiento internacional. Así es que yo llego a los 60 años, es decir, cuando casi todos los escritores tienen su obra concluida o muy adelantada. Soy un escritor mayor de la nueva generación.

-¿Esto implica una cierta lección para los escritores jóvenes?

-Sobre todo a los que se desesperan, que piensan que a los treinta y algo todo se acabó, que a partir de entonces ya nada vale la pena. Se equivocan tremendamente. Mientras la cabeza funciona, da igual tener 80 o tener 14.

-¿Cómo nace su literatura, de qué punto arranca? Cuesta imaginar cómo emergen sus mundos, estas fábulas interiores.

-La verdad es que a veces tengo algunas dudas sobre si soy realmente un novelista. A lo mejor escribo novelas porque no sé escribir ensayos... Si no tengo una idea fuerte, no escribo. Cuando termino una novela, no tengo nada más para escribir. Se me presentó una idea, la desarrollé en la historia, y luego me quedo esperando. Al contrario de Balzac, que tenía un método de novela muy claro. Me quedo esperando hasta que otra idea aparezca. Y puede aparecer de las formas más insospechadas. La balsa de piedra apareció en una conversación con un periodista que hablaba de los portugueses que emigran y que después quieren volver a su tierra. Este fue el embrión de una situación de ruptura y de separación, en que el inmigrante se va y queda su recuerdo. Y esa cosita, que no tiene nada de trascendente, se convirtió en la separación física de la península ibérica como una balsa de piedra transformada en una isla entre Africa y América. El evangelio según Jesucristo, por muy extraño que parezca, nació de una ilusión óptica, lo que es increíble porque yo no tenía ningún motivo para ponerme a escribir una vida más de Jesucristo. En Sevilla, en un quiosco de revistas, vi ese título en portugués. Seguí adelante y luego me paré: "Bueno, esto no existe, es un disparate". Volví, y el título no estaba ni en latín, ni en griego, ni en portugués, ni en español, ni nada. Lo que trato de decir es que no estoy buscando ideas para novelas. Espero que se me impongan como algo en que yo presienta que está el tema que necesito. La última novela, que salió ahora en diciembre, La caverna, nació de un inmenso cartel que anunciaba un centro comercial nuevo.

-Y termina refiriéndose a Platón...

-Es inevitable, porque creo que nunca hemos vivido tanto en la caverna de Platón como ahora. Platón escribió ese mito para nosotros, aunque no lo supiera. Ahora estamos viviendo en su caverna, confundiendo imágenes con realidad.

-Y una vez que la idea se impone, ¿se impone también la novela? Porque muchas de ellas están construidas como laberintos hacia adentro, con personajes que se interrogan a sí mismos.

-Escribo como un árbol, que nace y crece y no dice: "Me equivoqué, tengo que volver atrás". No es que no me equivoque, sino que lo que tengo que corregir lo corrijo allí.

-Es curioso que con ese método produzca el efecto de túnel en el que parece que escritor y lector se van internando y que se va poniendo cada vez más complejo y denso.

-Hay novelas en que eso es muy claro, como Historia del cerco de Lisboa. Yo creía que tenía tres niveles narrativos, y un profesor argentino encontró siete. Y tiene razón.

-La Academia sueca destacó cierto rasgo profético en algunos de sus libros...

-Lo que pasa es que soy, no sé si por fortuna o por desgracia, una persona que se preocupa. Me dicen: "Para qué se preocupa, tiene el Premio Nobel, salud, su casa". Pero no tengo remedio: me preocupo porque encuentro que el mundo es un desastre total. Por eso no repito temas, no vuelvo atrás, no aprovecho algo que se quedó atrás para desarrollarlo. El día que no tenga nada más para decir, le aseguro que me callaré. La verdad es que aunque no creo en el escritor como una especie de misionero, que tiene que andar por ahí pregonando, para mí es un ciudadano. Tiene la obligación, la suerte y la responsabilidad de escribir y lograr más o menos que lo lean.

-Usted dice que no vuelve sobre sus temas, pero cuando se lee un libro de Saramago se encuentra exactamente lo que se espera, un mundo, un universo, una manera de ver las cosas. ¿Quiere decir que no son cosas deliberadas?

-Mire, soy tan bárbaro, que sostengo que el narrador no existe. Que es una invención de las universidades. El narrador es un personaje más, de una historia que no es suya. Lo que quiero decir es que efectivamente mi lector sabe que el que está allí hablando con él, no es un narrador impersonal, sino yo, que tengo todo que ver con lo que narro. Y cuando todo esto se acabe y la obra esté terminada, cualquier lector, en cualquier parte, podría decir: "He leído la vida de este señor y lo conozco". Es lo que quiero.

-Harold Bloom dice que toda literatura es una lucha contra otros escritores, anteriores. ¿Con qué modelos lucha usted?

-Estoy de acuerdo en muchísimas cosas con Bloom, pero en ésa no. Si uno ha leído mucho, no puede, y creo que no debe, elegir un escritor que haya influido más en su propia obra, porque de todos recibimos algo. Pero si no habláramos de influencias, sino de referencias, entonces mencionaría a Kafka, Montaigne, Cervantes y un padre jesuita portugués que no escribió más que cartas y sermones, Antonio Viera. Son mis referencias, no diría tanto literarias. Son como los parientes, aunque a lo mejor no me aceptarían. Lo siento muchísimo, pero como están muertos, no pueden negarme.

-En su literatura uno distingue por lo menos dos ámbitos grandes de preocupa ción: la historia y la identidad. Son unidades bastante distintas. ¿Dónde halla la conexión?

-Bueno, la dimensión de una historia sólo aparentemente es más grande que otra, porque la parte es igual al todo. La apreciación que tengo de los hechos históricos tiene que ver con mi propia subjetividad. El mundo exterior no es más grande que el mundo interior. Hay que tener mucho cuidado, porque la historia ha sido siempre una selección de hechos. No quiero decir que sea una falsedad, pero es una amputación. A los 17 o 18 años yo iba mucho a la ópera de Lisboa. Se preguntará: ¿no tenía libros, pero iba a la ópera? Lo que pasa es que mi padre conocía a un portero del teatro y cuando la función estaba por empezar, me ponía al lado de la puerta y el portero me permitía subir hasta el "gallinero". En la parte superior del palco real había una corona, que vista del lado del público aparecía en todo su esplendor, una cosa magnífica. Pero la corona no estaba completa, no era más que una fachada: tenía sólo tres cuartas partes y era hueca. Adentro tenía telarañas, e incluso alguna colilla republicana. Nosotros sabíamos la verdad de la corona porque estábamos del otro lado. Cuando estás del otro lado, a veces no tienes más remedio. Pero si a partir de un momento determinado de tu vida puedes empezar a dar vuelta a las cosas, entonces sabrás más.

En el fondo se trata de saber qué ha pasado, porque la historia siempre se escribe desde el punto de vista de los vencedores.

-El protagonista de Historia del cerco de Lisboa cambia el texto de la historia, pero de pronto uno advierte que no busca sino su propia identidad.

-Sí, porque hay una palabra que es la más necesaria, siempre, y sobre todo ahora: no. Hemos perdido la capacidad de indignarnos, de protestar, porque siempre tememos por el día de mañana.

-De hecho, lo que ese personaje agrega es una palabra "no".

-Está revisando el libro de un historiador y se indigna con la falsedad de los documentos. Y decide, contra lo que es la norma de un corrector de imprenta, introducir un no: eso es poner la historia al revés. En el fondo, tratar de dar la vuelta a la corona para ver lo que está detrás.

-Sus textos con frecuencia sugieren que la búsqueda de sí mismo pasa por buscar a los otros.

-Sí, a través de los otros, aunque sea un poquito más complicado. Estoy consciente de que lo he simplificado, porque no estoy seguro de que sea posible. Sabemos que eso que llamamos la introspección, no es ni más ni menos que un espejismo, porque uno solamente mira lo que quiere mirar. Claro que otras culturas tuvieron una relación con la naturaleza completamente distinta. El yo como propuesta universal nacida de una determinada civilización, la judaico-cristiana, es, a lo mejor, un espejismo más.

-Lo cito: "Tengo que arreglar cuentas con ese señor". Usted se está refiriendo a Dios.

-Mire, en un diario que tuve que interrumpir por el Nobel, tengo no sé cuántas cosas escritas sobre Dios. Yo soy ateo...

-Racionalista...

-No he tenido ninguna crisis religiosa en mi vida. Soy el ateo más tranquilo que se pueden imaginar. No temo al infierno. Hay una frase de los teólogos de la Liberación que dice que "Dios es el silencio del universo y el hombre es el grito que da sentido a ese silencio". ¿Qué quiere decir? Que el día que se acabe el último hombre se acaba Dios, porque Dios no tiene otro lugar para existir que en la mente, igual que el Diablo, y el bien y el mal, todo eso.

-El Vaticano lamentó que le dieran el Nobel a "un recalcitrante comunista". Pero ahora, últimamente, usted parece más bien como un recalcitrante pesimista, lo que es curioso porque el comunismo solía ser una idea más bien optimista sobre el futuro de la humanidad y la mecánica de la historia.

-La verdad es que ahora que todo eso ha terminado, nos hemos dado cuenta. En La sagrada familia, de Marx y Engels, hay una cita: "Si el hombre es formado por las circunstancias, entonces hay que formar las circunstancias humanamente". Parece un juego de palabras, pero no lo es: allí está toda la sustancia de un problema que no se ha resuelto. Lo mínimo que se puede decir es que no estamos formando las circunstancias humanamente para que se formen humanamente las personas.

-Más que con el capitalismo, su pesimismo parece que tiene que ver con el desarrollo del siglo XX.

-No, tiene que ver con la especie humana. Hace dos años se envió a Marte un aparatito para analizar las rocas. íQué me importan a mí las rocas de Marte! Es que la gente se está muriendo de hambre aquí. Con el diez por ciento de lo que se gasta en armas en el mundo se resolvería el analfabetismo. En las cuentas de los señores que nos gobiernan, que no son los gobiernos, cerca del 20 por ciento de la humanidad es desechable, no interesa. El mundo es una vergüenza.

Antes de que hiciéramos nuestra aparición en el globo terrestre no existía la crueldad. El hombre es su inventor, y también de la tortura. ¿Se puede ser optimista en un mundo como éste? Por eso, en la búsqueda de lo que somos, no hay que olvidar que somos capaces de lo mejor y de lo peor. Llevamos la bestia adentro, y lo que hay que hacer a lo largo de la vida no es ignorarlo, sino vigilarla.



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