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21 de abril del 2001 |
Películas mentirosas y loros incomprensibles
Rosa Montero
Que la historia siempre la cuentan los vencedores es una obviedad que todos conocen: ya hemos hablado de ello en alguna ocasión en estas mismas páginas. El poder nos impone su versión de las cosas, su traducción del mundo, siempre interesada y mentirosa. Recuerdo la sensación de estafa que sentí cuando, al llegar a la adolescencia, empecé a darme cuenta de que muchas de las historias de héroes y villanos que me habían hecho vibrar siendo pequeña eran en realidad una pura filfa. Por cierto que el cine norteamericano tenía mucha parte de culpa en esa manipulación de la realidad. Recuerdo “55 días en Pekín”, un peliculón con Ava Gardner y Charlton Heston, en el cual los chinos aparecían como seres malvadísimos sólo porque los pobres pretendían sacudirse el yugo del imperialismo occidental. Pero esto último, claro, sólo lo entiendo ahora.
Y qué decir de “El Álamo”, un film de Hollywood sobre la toma del fuerte tejano del mismo nombre. En mi impresionable mente infantil quedó grabada la heroicidad de esos aguerridos y guapos defensores (incluido Davy Crockett, el del sombrero con cola de castor), y la injusta ferocidad de la marabunta de asaltantes, que eran malos malísimos y acababan matando a los protagonistas. Luego, claro, muchos años más tarde, comprendí que el general Santa Anna y su ejército estaban defendiendo su propio territorio, y que los lindos defensores eran justamente los agresores, los ilegales, los ladrones de tierras. Me fastidió lo suyo tener que darle este revolcón a la memoria. Aún peor, más indigna y más cruel es la manipulación que se ha hecho durante tantos años de la memoria de los indios americanos, esos pieles rojas de las películas del Oeste, siempre brutales, torturadores, feroces. El indio asesino era para los niños de mi generación algo muy semejante al ogro: un monstruo, un ser diferente que daba pavor. Salvo excepciones, hubo que esperar a los años setenta para que Hollywood empezara a ofrecer otra imagen de los indios, algo mucho más cercano a la realidad: pueblos perseguidos, desplazados, exterminados por fuerzas militares de ocupación, por extranjeros mucho más poderosos y dispuestos a cometer un genocidio. Esto es lo más triste del caso de los indios americanos, o de cualquier colectividad indígena aniquilada: no queda gente que hable por ellos. Hoy conocemos el horror de la esclavitud, por ejemplo, porque los tataranietos de los esclavos se encargan de recordarnos ese pasado. Pero no hay nadie que cuente la historia de los pueblos que han sido borrados del mapa a sangre y fuego. Entre 1831 y 1836, el genial científico Darwin participó en el viaje del Beagle a través de varios océanos. Publicó luego un libro fascinante, el Viaje de un naturalista alrededor del mundo, en el cual, entre otras muchas cosas, cuenta con espantado detalle las atroces matanzas de indios de la Pampa llevadas a cabo por el general argentino Rosas. Rosas, hoy considerado un prohombre de la patria, se había propuesto “exterminar” (usó esta palabra) a los indígenas. Y lo consiguió, naturalmente: los indios sólo tenían lanzas, mientras que los soldados de Rosas (que, según Darwin, parecían una horda de bandoleros) llevaban fusiles y cañones. Perseguían a los indígenas como a alimañas por las grandes llanuras, y cuando los cazaban los asesinaban a todos: viejos, mujeres, niños. “Los indios sienten actualmente un terror tan grande que ya no se resisten en masa; cada cual se apresura a huir por separado, abandonando a mujeres y niños”, explica Darwin: “Pero cuando se consigue darles alcance, se revuelven como bestias feroces y se baten contra cualquier número de hombres. Un indio moribundo agarró con los dientes el dedo pulgar de uno de los soldados que le perseguían y se dejó arrancar un ojo antes de soltar su presa”. Siempre que leo este párrafo me acomete la misma desolación, el mismo espanto. La repulsión profunda ante lo peor del ser humano. ¿Quién puede hablar hoy por esos pobres indios de las Pampas, borrados de la faz de la Tierra? Nadie queda que honre el polvo de sus muertos, nadie queda que guarde su memoria. Es como ese relato, también estremecedor, del viaje que el alemán Humboldt hizo a Venezuela a finales del siglo XVIII. El naturalista llegó a la aldea de los indios atures, que había sido recientemente arrasada por los caribes. Sólo había unas cuantas ruinas humeantes y un loro, un bicho nervioso que parloteaba en un lenguaje incomprensible. Era la lengua de los atures, pero ya no quedaba nadie vivo que pudiera entender lo que el loro decía. Y, donde sólo hay silencio, los demás, los vencedores, ponen sus palabras, sus mentiras, sus películas. |
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