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13 de marzo del 2009

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Cultura

Donde todo termina abre las alas


Rocío Silva Santisteban
La Insignia. Perú, marzo del 2009.

 

Caminaba despacito y estaba sobriamente vestida, con un pantalón caqui y una chompa de color camel. Ella siempre se vestía así: colores oscuros o ceniza, lacres, piezas tono sobre tono, ropa holgada, zapatos de taco bajo o cinco centímetros. Esa sobriedad que la distinguía en la poesía, esa elegancia de las palabras justas, la vivía a diario con su estilo corporal y en el minimalismo de su casa que era también un reflejo de su personalidad.

Ella era una escritora insular y una persona insular, un poco distante y muy discreta, más bien recluida en su extraña y poderosa casa de Barranco, junto al mar, acompañada de cuadros de Fernando de Szyszlo, de colores azules y gélidos, gustos de una personalidad más que introvertida francamente esquiva. Esta forma de evadir a los otros, por supuesto, nunca desdijo de su generosidad y honestidad intelectuales a prueba de fuegos, tornados y tormentas variopintas.

Creo que ese día de octubre de 2006 mi presencia fue el acontecimiento del día. Quizás pueda ser mi narcisismo, mi estúpida manera de creerme una persona cercana, pero me esperaban para llevarla a la sala. Así que la acompañé y nos sentamos frente al malecón, mirando la tarde de una primavera que no terminaba de cuajar. No podía hablar con la locuacidad de antes. Y yo, anonadada, escuchaba como ella iba repitiendo la última palabra que yo pronunciaba. Me sentí perturbada y entonces, solas en medio de ese silencio de plomo, le pregunté si quería leer poesía. Y abrió las alas.

Pudo leer y pronunciar perfectamente los poemas de los libros que le llevé (Cecilia Podestá, Victoria Guerrero, Romy Sordomez) e incluso repetir aquellos que le habían llamado más la atención. Le gustó más el libro de Podestá, como lo suponía, por las referencias bíblicas y el tempo lento del ritmo de su poesía. Y luego conversamos un poco de esto y aquello, del premio Lorca, y de la imposibilidad de hacer un viaje al otro lado del Atlántico, y por lo mismo, de dejar en manos de Vicente el atravesar la burocracia de una ceremonia de tal índole. A Blanca no le gustaban las ceremonias. Yo me atreví cambiar de tema a boca de jarro:

—¿Estas escribiendo algo?— le pregunté —No, no, no— repetía. —¿Y el libro sobre tu madre? —No, no, no salió— me dijo, pero sin pena, sin frustración, simplemente como acontece.

En una reunión de algún tiempo antes, en casa de Ana María Gazzolo —en donde compartimos cous-cous preparado por la misma mano de la anfitriona— Blanca nos contó que estaba pensando escribir un libro en homenaje a su madre. Serafina Quinteras había muerto meses antes y ese vacío la había golpeado. Ella siempre habló de su madre como una persona muy alegre, dicharachera, una mujer que había sido el símbolo de un criollismo de salón limeño, y a pesar de que en este punto disentían tremendamente, su madre le había enseñado que a la vida hay que tomarla por las astas. “Ya tengo el nombre” nos comentó esa vez “se va a llamar Rimmel, porque mi madre era tan coqueta”.

No lo escribió. Tampoco pudo corregir una novela que, muchos años antes, pergeñó en unos papeles blancos. Porque corregía mucho, como sostiene ella misma en una entrevista de hace años, era tremendamente exhaustiva y sumamente autocrítica. Y poseía una lucidez especial para decir basta también a la corrección (porque tanta poda, a veces convierte al árbol en arbusto).

Esa tarde no pude ver la muerte del sol, se nos escapó, no nos dimos cuenta. Ella como siempre muy amable, me preguntó por mi hija y por lo que yo hacía, por mis amores y mis desamores. Algo pude decirle, pero la noté agotada. Quería moverse del sitio y yo pensé que era hora de partir, pero me cogió la mano. Quería escuchar. Entonces le conté que había competido con Benedetti, con Cardenal, con Cisneros por el Premio Lorca, y ella sacando el filo de luz de esos ojos siempre agudos, sonrió y me dijo: "y les he ganado".

 

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