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12 de febrero del 2008

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Cultura

¿A quién le importa la suerte
de las chicas abandonadas?


Eduardo Belgrano Rawson
Fragmento de Noticias secretas de América

 

Con semejantes problemas en la cabeza, nadie tenía un minuto para escuchar boludeces, como ser la educación de las hijas del vicio. ¿A quién le importa la suerte de las chicas abandonadas? Por eso tu vida seguía su curso en el Colegio Porteño de Huérfanas. De cualquier modo, mientras comías en absoluto silencio, te preguntabas qué hacías entre tanta huérfana, considerando tu condición de hija reconocida. No eras en realidad una huérfana: te habían metido ahí debido a tu noviazgo prematuro. Durante la sopa, una hermana leía Vida de Santos en el centro del refectorio. Al terminar el almuerzo agachabas la cabeza, rezabas el salmo de profundiis y corrías a echar una siesta, porque estabas en pie desde las cuatro de la mañana. Al cabo de una hora de sueño te levantabas para ir al coro, rezabas la segunda parte del Santísimo Rosario y terminabas con la Salve cantada. Luego bajabas para seguir con la escuela hasta la caída del sol. Si tenías un permiso especial de tu casa, te enseñaban a leer y todo. Tampoco era cosa de prepararte para vivir por encima de tus recursos. De lo contrario seguías con el catecismo y los santos sacramentos, toda clase de bordados, varios tejidos de aguja y algún trabajo al crochet. Luego la casa en pleno rezaba las oraciones. Justo a las Avemarías llamaban de nuevo para el Rosario y volvías después para el coro. Una vez finalizadas las alabanzas a María Santísima, alguna chica rezaba en voz alta la preparación para el examen de conciencia. Esto llevaba cuarto de hora a lo sumo. A continuación se rezaban los dolores y gozos de nuestro señor San José. Si era viernes, se rezaba el Vía Crucis después del Rosario. Más tarde todas iban al hospital a darle de comer a los enfermos. Una vez a la semana te tocaba lavar tu esclavina. Con el toque de las Ánimas todas volvían al refectorio. De nuevo llegaba la sopa y la hermana Lupercina le daba a la Vida de Santos hasta el final de la cena. Ya no acertabas con la cuchara, se te apagaban los ojos y pensabas que los fideos y el mundo te habían dejado sola.

 

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