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28 de agosto del 2008

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Cultura

Lástima


Margarita García
Teodora / La Insignia*. Argentina, agosto del 2008.

 

La chica nació con una gran protuberancia en el corazón que está hecha de lástima. Por eso sólo es capaz de sentir lástima: lástima por los árboles, por los niños, por los hámsters. Esta vez el depositario de su lástima fue el remisero. La chica miraba el aparato agarrado a la oreja del hombre con la tristeza de una caricatura: ojos y labios encorvados hacia abajo. El remisero le preguntaba cualquier cosa y ella contestaba gritando que "¡sí, muy bien!, ¡muy linda la ciudad!" Cuando llegaron al hotel, él bajo las maletas y se dispuso a llevarlas al lobby, y ella volvió a gritarle: "¡No, gracias, yo puedo!" Y le dio veinte dólares de propina. Al hombre se le iluminó la cara, se le vio la intención en la pupila de alzar en sus brazos a esa chica gritona y correr en círculos. Pero se contuvo, dijo gracias y se fue. Ahí fue cuando yo la encontré; llevaba diez años sin verla, desde que nos recibimos del colegio. Ella se hizo médica, se unió a Médicos sin fronteras y se fue a vivir al Africa: todo por culpa de la protuberancia en su corazón. Yo me hice periodista y me vine a vivir a Buenos Aires porque debo tener el corazón muy chato. La saludé con un abrazo y me contó que estaba muy conmovida con su remisero sordo, y que yo sabía cómo era ella, que si me acordaba de esa vez que le regaló toda su ropa a la mujer que pedía en la vereda de su calle porque le dio pena verla así tan haraposa. Yo no me acordaba de eso, pero podría jurar que es cierto porque a esa chica buena la vi hacer cosas peores. Después fuimos a almorzar y repitió excitada la historia del remisero sordo, diciendo tantas veces que le había dado "¡veinte dólares!" que me sentí obligada a pagar. Y ella que no, no, por favor, y yo que sí, claro, le diste todo tu capital al sordo; y ella, orgullosa, que bueno, sí, es que no pude evitarlo. Entonces llegó la epifanía: la trajeron tres señores de traje que entraron al restó con su bluetooth agarrado de la oreja. Mi amiga ahogó un gritito, se colgó de mi brazo y los señaló con los labios, como besando el aire: "¿Todos son sordos?", preguntó. Se veía tan felizmente llena de lástima, tan rebalsada de pena profunda que pensé que decirle la verdad era una crueldad innecesaria. "Todos", dije, lo más triste que pude, sin sonreírme ni un poquito.

(*) Publicado originalmente en el diario Crítica, de Argentina. Reproducido en La Insignia por cortesía de la autora.