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12 de septiembre del 2007

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Cultura

Cuando vengas a Acapulco, échame un grito


Paul Medrano
La Insignia. México, septiembre del 2007.

Fotografías de Alejandro Alvarado.

 

Hay distintos tipos de turismo. El arrabalero, que consiste en recluirse en cuanto congal se nos ponga enfrente. El turismo de gorra, para lo cual se necesita que algún amigo o familiar salga de viaje para pegarse y disfrutar un descanso a costa del prójimo (esta categoría es peligrosa porque tus parientes y camaradas huirán de ti). También está el ecológico, que no es otra cosa que ir a llenar de basura todo espacio natural tengamos al alcance.

Otro no menos importante, practicado por muchos, es el turismo psicotrópico. Este tipo de viaje requiere de cierta planificación, conocimiento del punto a visitar, contactos suficientes y dinero, sin el que no se garantiza ningún tipo de alteración del sistema nervioso; de modo que no debe temblarnos la mano si hay que tomar los ahorros de la abuela, el cochinito de nuestro hermano menor y algunos billetes de la cartera materna.

Acapulco es la meca del turismo nacional. Alguna vez en su vida, todo mexicano debe visitar este destino que ofrece diferentes alternativas para días de solaz: desde la clásica ida a la playa para tostarse como papa frita, hasta una agencia de viajes siderales de reconocido prestigio en todo el país y el extranjero. Consciente de eso entro en contacto con el acapulqueño Alejandro Alvarado, especialista en paraísos artificiales y fotógrafo de profesión.

Acostumbrados a conectes discretos que se mimetizan en cualquier escenario, Alvarado es todo lo contrario. Parece un guitarrista de heavy metal sometido a un ejercitamiento similar al de Rocky Balboa. Viste como guerrillero del EPR y usa unos lentes de sol que posiblemente hurtó de un taller de soldadura. Sin embargo, Alvarado me asegura que conoce lugares exactos para comprar sustancias y otros no menos apropiados para consumirlas. Nos saludamos para cerrar el trato. Mis acompañantes enfilan hacia playa Tamarindos. Alvarado y yo nos vamos a buscar combustible para la máquina del tiempo, como bien dijera Rodrigo González.

Primero compramos un poco de cerveza, lo cual no es ningún problema, porque en Acapulco hay más expendios de bebidas que todas las escuelas juntas. Apenas es mediodía y el calor derrite todo lo que toca. Las oleadas de calor y brisa marina me provocan pensamientos insanos, como vivir en el refrigerador de algún oxxo. Ya con dos six de barrilitos (quien venga a Acapulco y no beba barrilitos, entonces no vino) nos vamos en busca de la famosísima y legendaria golden. Alvarado me dice que en los últimos años la yerba es más fuerte. Su hipótesis es por el uso de productos químicos para su cultivo, el calentamiento global, el proceso para secarla, la mezcla de especies y sobre todo, su creciente demanda.

Enfilamos hacia el zócalo. La zona más antigua de la ciudad. Alvarado me pide que no mencione el lugar exacto (según historiadores, la Corona española construyó en este sitio el primer pozo que surtía de agua a todo el puerto). El panorama en esta zona de la ciudad no es muy distinto a las favelas brasileñas. Desorden urbano. Calles irregulares y estrechas. Casas hasta debajo de las piedras. La gente va y viene. Señoras con el mandado, empleados de todo tipo, tipos en short y otros bien catrines. Incluso vemos varios hombres-mono que nos siguen con la vista.

Las sandalias que usa la mayoría de los transeúntes, nos recuerdan que estamos en Acapulco, por si mi subconciente empezaba a extraviarse. Entramos a una vivienda que por fuera parece común, pero dentro ofrece un surtido amplio de artículos fumables, inhalables o comestibles. Incluso hay alguien instalado en una especie de caja, donde pagas y te dan tu producto. Quiero un poco de mois, afirmo. 50 varos el guato, contesta el tendero. Miro a Alvarado y con un abrir y cerrar de ojos me indica que con eso basta. Un tanto incrédulo, pago y me dan no una, sino dos velas. Salgo de ahí con la cara de un niño que fue al Mc Donalds.

En el camino, pregunto a Alvarado sobre si conseguir material en la playa es fiable. Con la misma seguridad de John McClane, me dice que es lugar menos indicado para la compra de esos menesteres, por la abundancia de policías (que no te llevarán por consumirla, sino por no compartirla) y mirones. "Cuando vengas a Acapulco, échame un grito -me dice. No me gusta que haya gandallas que nomás le dan baje a los turistas. Nada que te piden lana y luego ya no regresan. Nel. Pagando y dando. Tosiendo y escupiendo". Alvarado resulta todo un defensor de los paraísos artificiales y enemigo número uno de los malviajes.

Llegamos con mi banda, que aunque numerosa, logra ponerse en sintonía con el guato. Alguien saca algunas manzanas para cerrar con broche de oro aquella quemazón. Tras varias caladas, partimos las frutas y cada quien come un poco. El tetrahidro canabidol nos lleva a deducciones insospechadas, detalles exagerados, vértigos continuos y sed, mucha sed. Luego de tres horas de pachequez, el hambre y cansancio nos indican que hay que moverse. La noche se anuncia en el horizonte y aún hay mucho por hacer en la "bahía más hermosa de mundo", según sus promotores.

Ahora se antoja un poco de fabuloso -ese que hace feliz a tu nariz- para reactivar la maquinaria. La cocaína es excelente para disipar el sueño, cansancio y desvelos que amenacen con terminar la fiesta. Volteo a ver a Alvarado, que inmutable, platica sobre la evolución del bajo eléctrico. Me ve la cara y riendo dice: Yo manejo. Durante el día, la avenida Costera de Acapulco es un lugar familiar, donde turistas y lugareños trotan por las mañanas. Familias enteras caminan por sus amplias banquetas. Pero cuando la noche cae, esta vía inaugurada en 1948 se transforma en un mundo totalmente opuesto donde se encuentra de todo y para todos. Eso me dice mi chamán tropicalizado.

Nos vamos a detener aquí, dice Alvarado. Estamos en plena avenida Costera, con decenas de autos pasando a lado de nosotros. Toma su celular y marca un número. Da las señas particulares del coche y cuelga. ¿A poco es servicio a domicilio? -pregunto incrédulo. Con un abrir y cerrar de ojos me indica que sí. ¿Y la policía? ¿y los soldados? ¿y toda esa faramalla del México Seguro? ¿y los narcos? Son algunas de las preguntas que dentro mi mente rebotan con el THC. Unos 10 minutos después, un auto se estaciona a lado de nosotros. Alvarado me pide 400 pesos con los cuales recibe ocho envoltorios. Baratísimos y serán suficientes para animarnos cuando menos una hora.

Compramos más cerveza y regresamos con la bandera. Los surtimos con ala de mosca y enfilamos hacia un lugar ineludible en toda buena noche de farra en Acapulco: Sinfonía del mar. Se trata del lugar aledaño a la famosísima Quebrada, fue obra de los gobiernos municipales que decidieron impulsar "la libre convivencia juvenil". Porque en esta zona se permite de todo, desde cantidades industriales de alcohol, hasta churros gigantes, fajes incendiarios y ejecuciones entre narcotraficantes.

Por la noche, la calle que serpentea entre los acantilados de La Quebrada se llena de autos. A la distancia, se ve como una hilera de luciérnagas multicolores. Los estéreos de cada auto tocan alguna canción. Mientras buscamos un espacio, pasamos a lado de cada vehículo que nos deja un acorde, lo cuales, unidos, forman una melodía amorfa con olor a mar.

Por estas tierras baldías, el polvo no es tan malo. Posiblemente se deba a que Acapulco forma parte de la ruta por donde la droga sudamericana pasa para llegar tanto a México, como a Estados Unidos. De modo que no es difícil conseguir caspa del diablo de calidad más que excelente.

Los envaces vacíos aumentan. La noche avanza. La cocaína dilata nuestras pupilas, aumenta nuestra presión arterial y agudiza los sentidos. La pesadez de la mariguana y el mareo por el alcohol se va con dos inhaladas de polvo y brisa marina. Estamos listos para lo que sigue. Pero antes hay que bañarse, cambiarse de ropa y enfilar hacia a algún antro. No es difícil conseguir una habitación, porque Acapulco posee 30 mil cuartos de hotel. Aprovechamos la lucidez del clorhidrato de coca para bañarnos y vestirnos. Con atuendo para la noche, nadie creería la cantidad de sustancias ilícitas que corren por los 96 mil 540 kilómetros de venas que hay en el cuerpo.

Cuando salimos a la calle, Alvarado ya nos espera en el auto. De atuendo militar sólo conserva el pantalón y porta una playera Naco que dice: "Los Bukiss". Propongo aprovechar el brío de la coca para ir en busca de éxtasis, que nos servirá para recibir el amanecer. ¿Podremos conseguir? -pregunto. Con un abrir y cerrar de ojos me indica que sí.

Llegamos a la zona de La Condesa. En esta parte se puede conseguir lo que quieras, desde drogas hasta carnitas. Entramos en un bar con nombre de pirata del Caribe. Pedimos cerveza y Alvarado dice que lo esperemos ahí. Se pierde entre infinidad de gente que busca afanosamente cómo gastar su dinero en una parranda. El polvo hace que esos momentos los vivamos en FFW, cuando se supone que deberías estar en Play.

Cuando regresa Alvarado, parece que sólo se alejó unos segundos de nosotros. Se da una palmada en la bolsa delantera del pantalón en señal de que contiene las tan ansiadas tachas. Saluda a cada uno, cuando su palma se separa de la mía, me deja una pastilla. Felicidad comprimida. Paraíso comerciable. Males buscados.

Engullo la píldora con un poco de jugo de naranja y espero. Espero a que las luces se pongan amigables como un perro manso. Espero hasta que la música, antes olvidable, se vuelve hermosa. Espero a que las manecillas del reloj caminen tan lento que pueda evocar cuatro recuerdos antes de que el segundero cambie. Espero a que amanezca y que el sol no traiga la resaca. Espero que Alvarado pueda conseguir algo para hacer menos duro ese trance: cuando le pregunto, me contesta con un abrir y cerrar de ojos.

 

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