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2 de octubre del 2007

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Internacional

Birmania en el espejo


Rafael Poch de Feliu
La Insignia*, octubre del 2007.

 

Pekín.- Para comprender lo que está ocurriendo en Birmania, vale la pena recordar lo ocurrido hace veinte años, a finales de los ochenta. En aquella época la atención del mundo estaba centrada en el desmoronamiento del comunismo en Europa oriental y la URSS. Asia fue noticia por la revuelta y masacre de Tiananmen de 1989. Birmania quedaba en un lejano y breve tercer plano.

En el verano de 1988, Birmania ya se vio atravesada por un potente movimiento popular. Fue mucho mayor que lo que se ha visto hasta ahora en la crisis actual. En Rangún, que entonces tenía dos millones de habitantes, un millón de personas salieron a la calle en los momentos culminantes, es decir ocho o diez veces más que ahora, cuando la población de la ciudad se calcula en unos cinco millones. En Mandalay, la segunda ciudad, quizá medio millón salió a la calle. Las movilizaciones afectaron entonces a 250 ciudades y localidades del país ( hoy, de momento, a unas 25) y parecían mas organizadas, con los estudiantes y los monjes manteniendo el orden -por ejemplo en Mandalay- y, de alguna manera, protegiéndolos, lo contrario de las manifestaciones de monjes de los últimos días que eran protegidas por cadenas humanas de civiles.

Como ha sucedido ahora con la brusca subida de precios, en los ochenta el movimiento tuvo claro antecedentes socioeconómicos. El 6 de septiembre de 1987, la junta había retirado de la circulación todos los billetes por encima del valor de 15 kyat (equivalentes a unos 2 euros). De repente fueron declarados inservibles y retirados de la circulación, sin posibilidad de canje o retribución. La liberalización de los precios y del comercio del arroz, fue otra de las medidas adoptadas aquellos días, que ocasionó gran convulsión. La economía estaba muy enferma, la deuda equivalía a las tres cuartas partes del PNB y se estimaba que entre el 50% y el 90% de los ingresos de las exportaciones, se destinaban al servicio de la deuda.

Sobre este trasfondo, la chispa se produjo en marzo de 1988 con una pelea de bar (un salón de té) entre estudiantes del Instituto de Tecnología de Rangún y el dueño del local, que degeneró en saqueos. La policía antidisturbios, llamada Lon htein atajó los desórdenes con inusitada violencia. Por ejemplo, 41 estudiantes murieron asfixiados en una furgoneta militar que les trasladaba a la cárcel. Las estudiantes fueron golpeadas y algunas, se dice, violadas. La sociedad pidió justicia, pero cuatro meses después, la Junta, añadiendo torpeza a la brutalidad, nombró jefe del partido institucional y virtual número uno al militar que había dirigido aquel "restablecimiento del orden", el general Sein Luin. Así se llegó al 8 de agosto de 1988.

La fecha fue elegida como inicio de una huelga general, en condiciones de ley marcial, por las mismas razones astrológicas que determinan a veces las decisiones militares: la oposición consideraba el número 8, un signo de buena suerte. No lo fue: en los siguientes cinco días el ejército aplastó el movimiento, matando a unas 2000 personas, pero las movilizaciones siguieron. Fue entonces cuando un millón se echó a la calle en Rangún. El regreso a Birmania de la señora Suu Kyi, hija del "padre de la patria", Aung San, actuó como catalizador. Un nuevo presidente más abierto, el Doctor Maung Maung, sucedió al odiado general Sein Luin, abriendo expectativas de cambio. La mentalidad era echar a la Junta como los filipinos habían hecho con su dictador Ferdinand Marcos en1986, y el espejo era el "poder popular" de Manila.

En una entrevista con este diario, la profesora Mary Callahan, de la Universidad de Washington, especialista en el Ejército birmano, apunta dos hechos que contribuyeron mucho al derramamiento de sangre y a la intransigencia de la Junta. Hasta 1988, el ejército estaba concentrado en la guerra civil contra las minorías, un capítulo de la guerra civil más larga del siglo XX, y se sentía seguro en la zona central étnicamente birmana. Los desórdenes fueron interpretados por los militares como una puñalada por la espalda, en la retaguardia de aquella guerra.

Aquel ejército antiinsurgente, educado en la guerra sucia más brutal que combatía en las junglas del este del país, fue el aparato que hizo de policía en las ciudades.

Por otro lado, la oposición de la señora Suu Kyi comenzó aquel verano a mantener contactos y conversaciones con los grupos rebeldes de la periferia birmana, se formó un "gobierno paralelo", y se empezaba a hablar abiertamente de juicios contra los militares responsables de la sangría de agosto. La idea de que si cedían acabarían entre rejas, pudo hacerse muy clara aquel verano entre los militares birmanos.

En Rangún, los funcionarios se sumaban a la protesta. El 15 de septiembre el ministro de Defensa, Aung Gyi, había logrado parar el asalto popular al ministerio de defensa prometiendo desde el balcón un "gobierno provisional", una inquietante sorpresa para los otros miembros de la junta que no sabían nada del asunto. Dos días después, la multitud tomó por asalto la sede del ministerio de comercio, cuya guarnición militar se rindió.

El resultado de todo ello fue el "autogolpe" de estado que la propia junta dio el 18 de septiembre de 1988 de la mano del general Saw Maung. La represión que siguió fue brutal. Los militares buscaban a la gente en sus casas, orientándose con fotografías de las manifestaciones tomadas durante el verano, y los encarcelamientos y asesinatos se sucedían. Unas mil personas murieron en los días siguientes al golpe. Unos 10.000 estudiantes huyeron al extranjero, muchos de ellos a Tailandia, con estancias previas en la zona guerrillera karen, donde algunos soñaron con iniciar una guerrilla birmana contra la junta a añadir a la ya existente del rosario étnico.

Como consecuencia de éste desastre nacional, la nueva junta disolvió la identidad socializante del régimen, y de su partido institucional, y pasó a llamarse primero, "Consejo de Estado para la Restauración de la Ley y el Orden" y más tarde, a partir de 1997, "Consejo de Estado para la Paz y el Desarrollo". En 1988 se abandonó el nombre de "República Socialista de la Unión de Birmania" y se restableció el tradicional de "Unión de Birmania". Un año después, el nombre se volvió a cambiar por el de "Unión de Myanmar". El budismo subió enteros entre los militares, que, mientras tanto, se han hecho con una nueva capital, Naypyidaw, bien alejada de los escenarios tradicionales del movimiento popular.

Veinte años después, un movimiento popular menos fuerte ha chocado con la misma muralla.


China en Birmania

Este año, la comunidad china de Rangún pudo celebrar, por primera vez, el año nuevo chino en las calles del chinatown de la ciudad. La fiesta, con profusión de petardos y dragones, reunió a miles de vecinos, representantes de la antigua comunidad china de Birmania, rica, comerciante, leal al gobierno, y en general bien arraigada en las tradiciones budistas del país. Que la junta hiciera una excepción a la norma de no consentir aglomeraciones en la calle, fue interpretado por los observadores, como una señal de la creciente influencia china en Birmania.

Efectivamente, China es el país más influyente en ese país. Pekín es el principal socio comercial de los generales, su primer suministrador de armas y tecnología. El comercio bilateral ascendió el año pasado a 1022 millones de euros, 175 millones más que el año anterior. China exporta cinco veces más a Birmania que lo que ésta le suministra, y, oficialmente, ha invertido 136 millones de euros en el país (en realidad mucho más), por lo que desde este punto de vista tiene la sartén por el mango.

Los intereses chinos son, en primer lugar los derivados de la vecindad. China, cuya principal prioridad es su propio desarrollo, necesita de un entorno estable. Sus dos grandes provincias del sur, Yunnan y Sichuan no pueden competir con las ricas de la costa este china, por lo que su mercado natural está en los países limítrofes del sur, entre ellos Birmania, que la comunica con el Océano Indico.

En los últimos diez años, el norte de Birmania se ha convertido en una zona de gran presencia china. Ciudades como Bhamo, al noreste de Mandalay, que hace diez años no eran nada, hoy son emporios chinos. Los chinos de los distritos limítrofes no necesitan visado para cruzar la frontera, y, como suele ocurrir en Asia, la economía está en sus manos. En Mandalay, la segunda ciudad del país, los chinos dominan el distrito de negocios, desde los hoteles al comercio. La cerveza y el tabaco chino son allá más baratos que sus correspondientes locales. Además, hay una emigración rural de chinos pobres procedentes de la provincia de Yunnan, que ha añadido al norte de Birmania varios centenares de miles de habitantes en los últimos años. Algunos bromean llamando al norte de Birmania "bajo Yunnan".

Como en Indonesia y en Filipinas, la posición de los chinos ( prósperos, diferentes y emprendedores) ha creado tensiones. En Rangún hay memoria de revueltas populares contra los chinos (en 1967), lo que arroja cierta sensación de fragilidad. Al mismo tiempo, el birmano es uno de los regímenes más impermeables a toda influencia extranjera, en parte gracias a la nefasta herencia que el colonialismo británico dejó allá. Evocando todo eso, un ex embajador chino ha dicho, "en Birmania estamos caminando sobre cáscaras de huevos".

China tiene importantes intereses energéticos en Birmania, que es el mayor país del sudeste asiático y uno de los pocos no superpoblados. Tiene unas reservas de gas natural conocidas de 19 billones de metros cúbicos, el 0,3% del total mundial, pero queda mucho por explorar y se estima que el país podría contener hasta el 10% de las reservas mundiales, además de pesquerías intactas, el 70% de la producción mundial de teca, y una gran riqueza en rubís y zafiros.

Otro gran aspecto es el de Birmania como pasillo. Hay un gran proyecto de trazar un oleoducto/gaseoducto de 2.300 kilómetros, desde la costa de Arakan hasta la provincia china de Yunnan, lo que le evitará a China que el crudo de África y Oriente Medio transitara por el estrecho de Malaca.

En lo militar, China dispone desde 1994 de una base de reconocimiento e inteligencia electrónica en la Gran isla de Coco situada en el Golfo de Bengala. El lugar es una atalaya electrónica para observar los polígonos de lanzamiento de misiles indios de las islas Andaman y Nicobar, asi como los movimientos navales en el Indico. Como en Corea del Norte, Pekín no ve ninguna alternativa al régimen establecido, y a diferencia de Occidente y sus multinacionales, que podrían ganar algo, no obtendría ninguna ventaja de un cambio de régimen y sí muchos riesgos.

Birmania es un país que cuenta con un ejército de 400.000 efectivos y un enorme potencial de conflictos étnicos. Es el país más multinacional de Asia sudoriental. En caso de descomposición del poder central, o de un autogolpe fallido de la Junta, el potencial de violencias mayores es considerable. La integridad territorial del país podría saltar por los aires y abrir la Caja de Pándora. Pekín no está interesado en contribuir a una realidad tipo Yugoslavia desmembrada en su patio delantero. Ningún discurso de derechos humanos, ni la muerte de varias docenas de civiles le convencerá de lo contrario.

Según el historiador birmano Thant Myint-U, nieto del ex secretario general de la ONU U-Thant, la idea de que los problemas de Birmania se reducen a su odiosa Junta es simplista: "Para muchos el problema de Birmania es la actual Junta Militar y su fracaso por avanzar hacia una reforma democrática. Se cree que todo iría bien sólo con que los militares se hicieran a un lado, para lo que hay que presionar -se dice- con sanciones y boicots. Todo eso se basa en una visión ahistórica de la situación actual, de la pobreza del país, de la guerra y de la dictadura".

Varios expertos occidentales en Birmania coinciden con ese diagnóstico pesimista sobre la situación interna en Birmania y son taxativos: las posibilidades de que éste régimen caiga con el actual movimiento popular, son nulas. Noticias divulgadas por el exilio sobre supuestas disensiones en el seno de la Junta, al igual que el celebre "cáncer de páncreas" de su jefe, el general Than Shue (que la oposición cita desde diciembre) parecen ser una mera expresión de deseos para contrarrestar la triste y cruda realidad.

La verdadera discusión no es sobre las posibilidades de cambio del actual movimiento, sino hasta qué punto es ilusorio poner alguna esperanza en una deseable nueva generación de oficiales con mentalidad más abierta, y sobre la eficacia de 30 años de sanciones occidentales que no han servido para nada porque ninguno de los vecinos de Birmania las apoya. Ni siquiera India, Tailandia y Japón, que acaba de perder un ciudadano de la forma más vil en las calles de Rangún.

"Presionar a Rangún conducirá a la inestabilidad y al enfrentamiento de diferentes facciones: en consecuencia, es mejor que Birmania evolucione lentamente, al ritmo de su propia evolución política", dice el profesor Li Chenyang de la Universidad de Yunnan.

Lo que China ha hecho de momento es reaccionar al desprestigio que le supone el mero hecho de ser el principal socio y vecino de un régimen tan impresentable. Así es como hay que interpretar la declaración que el sábado hizo el primer ministro Wen Yiabao, en una conversación telefónica con su homólogo británico, que, significativamente, la agencia oficial "Xinhua" divulgó. "China desea que todas las partes hagan prueba de moderación, adopten métodos pacíficos, que la estabilidad se restablezca lo antes posible, que progrese la reconciliación nacional y que se realicen la democracia y el desarrollo", dijo Wen.

El Consejero de Estado Tang Yiaxuan ha ido aun más lejos: "Birmania debería resolver adecuadamente los problemas y promover activamente la reconciliación nacional". Son bonitas palabras, pero ¿cómo llevarlas a cabo?

El ejército tiene como principal programa práctico su supervivencia. Y cruza, con extraordinaria facilidad y ligereza, el umbral de la violencia y de la sangre para preservarla. Como hace veinte años, la Junta está convencida de que ceder ante el pueblo y abrirse a los cambios sería mucho peor que las consecuencias de aplastarlo. El programa de la oposición es echar a los militares, lo que en Birmania, hoy por hoy, equivale a disolver el Estado, porque el ejército es el Estado. Entre ambos no hay terreno: o la estancada tiranía o el vacío.

"¿Quién tiene hoy un plan para Birmania?", se pregunta el periodista William Barnes, un veterano observador del país. Para ser gobernado de una forma normal y moderna, Birmania necesitaría un proyecto, ambiciones, personalidades y programas, de los que no hay ni rastro ni en el régimen ni en la oposición. La situación actual es una tragedia para ambos. Ese epitafio se colocó sobre las masacres de hace veinte años sin que haya cambiado desde entonces. Eso significa que el estancamiento ha convertido en doble la misma enfermedad. ¿Cuándo podrá Birmania, con esa sociedad tradicional tan amable y entrañable, librarse de esta maldición?


Referencias

Atardecer birmano, de Rafael Poch de Feliu (La Insignia, abril del 2007)

(*) También publicado en el diario La Vanguardia, de España.

 

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